Una de las lecturas que me marcó en un tiempo lejano fue el libro de viajes de Juan Goytisolo titulado Campos de Níjar ambientado en estas tierras desnudas de Almería en los años cincuenta. Fue un libro neorrealista que respondía a la literatura social y de compromiso, que implícitamente denunciaba el atraso, el subdesarrollo y la pobreza de aquellos campos de belleza africana, con pitas, henequenes, palmitos, esparto y chumberas. El texto era de una sobriedad documental. En ningún grado el autor se permitía la expresión de sentimientos personales. Todo se mostraba directamente, sin retórica y con total objetividad, pero era a la vez profundamente revelador. Me quedé enamorado de aquel breve libro y de la comarca que recorrí en cuanto tuve ocasión de hacerlo. Fue en la semana santa de 1981, hace la friolera de veintinueve años. Acababa de llegar a Barcelona proveniente de mi Zaragoza natal y mis deseos de descubrir estaban tan intactos como lo están ahora sólo que era treinta años más joven.
Recorrí primero las Alpujarras yendo en autobús desde Granada hasta Órgiva. Dejé a un lado el desvío a Capileira, Pampaneira y Bubión bajo las majestuosas figuras nevadas del Veleta y el Mulhacén en un paisaje bellísimo en que estaban colgados estos pueblecitos blancos de arquitectura bereber. Caminé luego bastantes kilómetros. El día se puso gris y terminó tormentoso, pasé por Torvizcón y llegué hasta Busquístar cruzando el barranco del río Grande de Trevélez y mirando al frente la sierra de la Contraviesa. Desde allí subí hasta Bérchules, un pueblecito de casas encaladas suspendido en el verde de la sierra, en un coche cuyo conductor me invitó a subir. Llovía intensamente, lo que es raro en este contrafuerte sur de Sierra Nevada. En Bérchules, un pueblo que había de ocupar un lugar lleno de sentimiento en mi historia personal, fui acogido en la casa de los hippies que me habían llevado en autoestop. Fue una noche extraña. Juan, Evaristo y Astrid vivían allí no sé muy bien cómo o de qué. La muchacha, que era noruega, era irrealmente guapa y extremadamente delicada mientras que Juan, su novio, era tosco y desagradable. Astrid aguantaba estoicamente los desplantes de Juan con una elegancia que daban medida del enorme estilo que tenía. Evaristo, vivía a la sombra de Juan al que parecía idolatrar mientras que éste parecía despreciarle. Tenían un perrillo al que adoraban y consideraban como de la familia. Me ofrecieron cena, vino y LSD en unos secantes azules. Decían que lo habían traído de Holanda. Yo lo acepté pero a medida que fue haciendo efecto la anfetamina -que era en realidad aquello-, la atmósfera se puso cada vez más espesa y los diálogos entablados eran más desabridos. Astrid se mantuvo en silencio y pronto se fue a dormir. Cuando se fue la mujer de ojos más hermosos que había visto en mi vida sentí angustia y deseo de huir de allí, pero mi estado mental no me permitía orientarme bien. Pasaron horas en que me di cuenta que aquello resultaba asfixiante. Juan machacaba a Evaristo burlándose de él y le retaba a que se fuera a follar con Astrid si tenía lo que hay que tener. A las cinco de la mañana salí de aquella casa bajo la lluvia intensa. Sabía que a las seis salía un autobús que me llevaría hacia Ugíjar y de allí hacia Níjar, el centro de la comarca que quería visitar. Mi estado de ánimo era frágil, sentía frío y cansancio por toda la noche sin dormir, llovía con fuerza y me calé hasta los huesos. Resonaban en mí las conversaciones de aquella noche en que los inconscientes se habían dejado ir. Aquella velada había acabado mal y lamentaba haberles acompañado en aquel viaje. Recordaba los ojos de aquella muchacha de un verde cautivador e intuía el drama que allí se vivía. Me sentía agotado, pero mi visión era extraordinariamente sensitiva. Creo que mi cansancio me hacía ser más receptivo frente al paisaje hermosísimo -entre barrancos y valles- y al que he deseado volver en repetidas ocasiones. Todo estaba húmedo y el cielo, dramático y aborrascado, se me pintaba con matices insospechados. Pasé por Yegen, el pueblo en que vivió en los años veinte el escritor inglés Gerald Brenan y del que hizo una crónica apasionante en su libro Al sur de Granada. Su relación amorosa con Dora Carrington me influyó en aquellos años en que experimentaba emociones parecidas. En aquella atmósfera morisca tuvo lugar la rebelión de las Alpujarras entre 1568 a 1571 frente al ejército imperial. Los moriscos fueron liderados por un caudillo llamado Hernando Válor (del pueblo de Válor) y que tomó el nombre de Abén Humeya. Fueron derrotados y poco tiempo después serían expulsados de España.
Llegué por la tarde a Níjar, había dormido en el autobús. Níjar es un pueblo en pendiente, bellísimo, con sus calles estrechas, sus placetas, sus arcos, sus balcones con rejas y sus casitas encaladas llenas de flores. Me tomé un vino manzanilla y cené magras con tomate, la especialidad de Níjar. Dormí en una pensión que me ofreció cobijo y donde pude descansar de la compleja experiencia de la noche anterior. Antes de dormir, recorrí el pueblecito llegando hasta el final donde acababan las casitas perdiéndose en la montaña. El atardecer era hermoso en la lejanía.
Al día siguiente llegué haciendo autoestop a Carboneras, un pueblo considerado maldito cuyo nombre no se podía decir. Algunos de los habitantes del pueblo sufrían infecciones en los ojos por el viento constante que soplaba y que llevaba arena a los globos oculares. Comí garbanzos tostados en un bar. Como Ignacio Aldecoa -uno de mis maestros narrativos- entiendo que una de las mejores formas de conocer un pueblo es en las tabernas mezclándose con los parroquianos. Recorrí la playa de aquel pueblo entonces muy pobre e hice algunas fotografías a niños que se ofrecieron a mi objetivo. Hoy la foto que ofrezco aquí, tomada en 1981, me lleva a pensar que aquellos niños tendrán hoy unos cuarenta años. Carboneras con el tiempo se ha convertido en un emporio turístico, igual que Mojácar, el siguiente pueblo al que accedí, siempre caminando o en autoestop. Era de una belleza singular aquel pueblo entre el mar y la montaña. Recalé en un pub donde me dedicaba, como habítúo en mis viajes, a escuchar las conversaciones de la gente, mientras a la vez tomaba notas de mis impresiones. Era una forma de estar en el mundo, de viajar en solitario -libremente y a merced de las circunstancias- sin nada prefijado. Mis diarios de viaje enhebran descripciones de paisajes exteriores e interiores, charlas con la gente, historia, botánica, gastronomía, fragmentos oníricos, lecturas, noticias de los periódicos...
Todo lo que conocí allí, en aquel viaje o en otros posteriores a la misma zona, se ha convertido en una costa turística llena de apartamentos y hoteles que le han hecho perder la magia que tenía en otro tiempo. La especulación y la construcción masiva ha urbanizado todo sin dejar nada virgen, salvo el área desértica de cabo de Gata y Las Negras totalmente africano. Subió el nivel de vida, y se perdió aquel ambiente de leyenda oscura y de pobreza intensa que sobrevolaba toda aquella comarca que tuve ocasión de recorrer en mi juventud. Fue un viaje en que se mezclaron sentimientos encontrados, pero siempre fundamentalmente intensos.
Leía en aquel tiempo a Carlos Castaneda, a Tolkien, a Juan Goytisolo, a Severo Sarduy, a Lawrence Durrell, a Aldous Huxley, a Proust, a Guillaume Apollinaire… y la literatura ya embriagaba mi vida y mi imaginación. Jamás luego me abandonaría. Espero que cuando muera siga pensando que mi vida es toda una ficción literaria. Incluida la muerte, sobre todo ella. Y entonces los viajes que he emprendido en mi vida se iluminen con la luz prodigiosa con que los viví. Luego, da igual.