Me despierto sobresaltado en mitad de la noche. He tenido una pesadilla y el corazón me late acelerado. No recuerdo nada de lo que he soñado pero sé que huía. Algo me perseguía. Me levanto en la oscuridad todavía afectado. Voy desnudo. Y no sé si soy niño todavía o soy adulto. Estoy confuso. Ignoro si he crecido o todavía vivo en el universo extraño de la infancia. Mi sexo está fláccido. Salgo de mi alcoba, conozco el camino, entro en el comedor palpando las paredes y los muebles. No se oye nada. El silencio es total. Demasiado tal vez. No escucho ninguna respiración que me tranquilice. Entro en el cuarto de mi madre ¿soy niño entonces? y me acerco a la cama y palpo entre las sábanas. No está. Suena el tic tac del reloj de la mesilla. No sé qué hora es. Todo está oscuro. Voy a la cocina. Estoy solo. Abro el armario y cojo el pote del azúcar. Me hago un vaso de agua con dos cucharadas. Me da ánimos. Dejo el vaso en el fregadero. No sé dónde estoy. Parece que estoy en el universo de mi niñez pero no hay nadie en casa. Me acerco a la puerta de la casa, descorro el cerrojo que está cerrado. Abro el resbalón y traigo la puerta hacia mí. Salgo a la escalera en total oscuridad. Bajo los cincuenta y tres escalones sin dudar. Paso por el piso segundo donde vive la señora Pascuala y su perra Mora. Su piso huele a meados de los gatos. Sigo bajando y llego al primero. Viven unas maestras nacionales que me saludan con afecto cuando me ven y me invitan a entrar en su piso diciéndome: Joselu, ven aquí. Me dan pan con chocolate o carne de membrillo. Agradezco la ternura con que me hablan en un mundo doloroso y gris. Pero hoy en esta escalera se siente la oscuridad y sigo bajando hasta el portal, abro la puerta de la calle. Todo está en penumbra. No hay rastros de vida. Camino por las calles de mi niñez en un mundo preñado de oscuridad. Sólo puedo intuir mi camino en las calles que conozco o que recuerdo –no lo sé muy bien-. Quizás estoy dentro de un sueño que está dentro de otro sueño. Doblo la calle la Virgen a la izquierda y entro en la calle Prudencio. Ando por el medio de la calle o bien me acerco a las casas y tanteo las paredes. Las tiendas están cerradas, todo está en silencio y en completa negrura. Sé que ahí hay una tienda de plátanos. Su dueña es para todos simplemente “la platanera” y en sus aparadores de madera sólo se ven plátanos mustios. Tiene –a lo que recuerdo- un gesto cansino y agriado. Sigo por la calle y llego a la taberna donde están los borrachos del barrio. También van al bar de las Morenas. Sé que el dueño murió de cirrosis hepática, pero fue tiempo después. Soy niño todavía. Tengo cinco años. ¿O tal vez tengo cincuenta y estoy soñando que soy niño? No lo sé. Voy descalzo y noto los adoquines en las plantas de mis pies, las nervaduras del suelo de la calle, las mondas de naranja o cristales que no me llegan a cortar. Llego hasta mitad de la calle. Palpo la pared y creo que es allí donde está el portal de ella. ¿Pero no se había ido del barrio cuando hizo la primera comunión? ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué no hay nada ni nadie? Abro la puerta y entro en la escalera del número 19. Huele a coliflor y a aceite frito, pero no se oye nada. Conozco la escalera, voy subiendo pisos, en los descansillos hay unos bancos triangulares. Llego hasta el tercer piso y sigo ascendiendo hasta la buhardilla.
Llamo suavemente a la puerta. Toc toc. Toc toc. Oigo pasos que se acercan y escucho una respiración entrecortada al otro lado. Torno a golpear la puerta rítmicamente. Siento que dudan, y las dudas parecen llegar hasta mí. ¡Ábreme! Soy yo… -pienso- Pero ¿quién soy yo? Todavía no lo sé. Respiro hondo. Y entonces la puerta se abre y se queda entreabierta. Entro, ella me da la mano que siento cálida. No me dice nada. Todo sigue en la más total negrura. Sé que atravesamos el pasillo y la cocina y entramos en su habitación que huele a lavanda.
Sé que me gusta.