Pienso, como Francisco Machuca, que el tiempo libre, el tiempo dedicado a la ociosidad, el tiempo para la contemplación es una de las experiencias más enriquecedoras que existen para el ser humano. Pero está mal visto. En la vida hay que producir, no estar nunca ocioso, trabajar, llenar de actividades nuestra existencia. Sin embargo, hubo un tiempo en mi vida, antes de ser padre, que abandonaba durante unos meses la docencia mediante permisos sin sueldo y me iba a viajar durante varios meses, sin rumbo definido y sin coche. Mi objetivo era contemplar la realidad en circunstancias fuera de las vacaciones habituales y observarme a mí mismo. No llevaba cámara fotográfica y sí un cuaderno donde anotaba el fluir de mis días y de mis noches. Era un diario en que escribía mis pensamientos, mis observaciones, mis sueños nocturnos, mis tristezas y depresiones, mis gozos y mis lecturas que se iban trenzando con el devenir del viaje.
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lunes, 9 de marzo de 2009
Contemplaciones
viernes, 6 de marzo de 2009
Controlados
Acabo de entrar a una biblioteca pública. En sus cercanías había cámaras de videovigilancia, igual que en los pasadizos del metro y en los cajeros de los bancos por cuyas proximidades he pasado. Hoy mi imagen ha sido registrada en varias cámaras de seguridad, igual que cuando entro y salgo de mi centro educativo en cuyos aledaños y vestíbulo hay instaladas cámaras de control. Nadie parece dar relevancia a este hecho cotidiano, pero ayer y hoy ha habido una noticia acerca de un colega profesor de latín en el instituto El Plà de Alicante que me ha hecho considerarle una especie de héroe. El protagonista de la noticia se llama Luis Leante. Además de profesor es novelista de cierto éxito pues su novela Mira si te querré ganó el premio Alfaguara de novela 2007, otorgado por un jurado en el que estaba Mario Vargas Llosa.
Luis Leante fue detenido el pasado día tres de marzo después de ser identificado por la policía como el responsable de la desaparición de tres cámaras de seguridad instaladas en el interior del centro educativo. El citado profesor fue detenido a instancias de la directora del centro que interpuso la correspondiente denuncia. Luis Leante fue arrestado en el instituto y llevado a comisaría donde pasó cuarenta y ocho horas por negarse a confesar dónde estaban las cámaras que había arrancado. Según su mujer, no fue la gamberrada de un chiquillo, sino la muestra de hartazgo de que su imagen fuera registrada incluso en el interior de sus clases que impartía en un seminario y en cuya dirección estaba enfocada una de las citadas cámaras.
Varias decenas de alumnos del centro El Plà se han manifestado a la hora del patio con pancartas alusivas al profesor con el que se solidarizan y muestran así también su oposición a que se instalen cámaras de vigilancia en el interior del instituto con la justificación de que hay peleas en los pasillos o el valor del material que existe en las dependencias del mismo.
Detrás de esta noticia ha emergido la presunta persecución del escritor por parte de la dirección del centro y que la instalación de cámaras de seguridad no ha sido comunicada al claustro de profesores, entre los que se cuentan varios detractores de la medida, aunque sí que ha sido aprobada por el Consejo Escolar.
Esta es la noticia que me da qué pensar. Tomamos en nuestra vida diaria como normal que nuestra imagen sea grabada decenas de veces en los autobuses, en los metros, en los bancos, en las cercanías de centros oficiales, bibliotecas, aparcamientos, comercios, aeropuertos, estaciones de ferrocarril, en las calles, centros educativos... Este registro de nuestra imagen es explicada por motivos de prevención de delitos y en aras de nuestra seguridad. Surgen asimismo noticias de que el número de cámaras de seguridad están en aumento en todo el mundo. Se cuentan por decenas de millones. Sólo en la terminal 4 de Barajas hay instaladas, según he rastreado, 4500 cámaras. Nuestra rutina diaria podría ser contada por el número de cámaras que nos registran, muchas veces sin cumplir la normativa y guardadas por tiempo indefinido en los discos duros de los servicios de grabación. Para más alarma, he podido saber que muchas grabaciones de estas son colgadas en internet y a ellas es muy fácil acceder desde cualquier ordenador por cualquiera que sea un poco hábil.
¿Cuál es el límite de nuestra paranoia de seguridad? ¿Hasta dónde estaremos dispuestos a ceder nuestra intimidad con imágenes de nuestra vida para prevenir alguna vez ser objeto de un delito? ¿Terminaremos instalando cámaras de seguridad en el interior de nuestras viviendas para prevenir la violencia doméstica? ¿Para controlar la seguridad de nuestros hijos? ¿En el interior de las aulas para prevenir la violencia escolar? ¿Para controlar lo que dicen los profesores en clase? ¿Para mejorar la eficacia del sistema educativo?
¿Mi alarma es injustificada y es normal esta deriva en una sociedad poseída por el miedo? ¿Hay motivos para tanto miedo o éste es inducido para tenernos más controlados? ¿Cuál será el próximo hito en este orwelliano control de nuestras vidas que comienza en las huellas que dejamos en nuestra navegación por internet, en los perfiles que diseñamos, en las fotos que voluntariamente colgamos y que son almacenadas por los buscadores que conocen nuestras vidas por dentro al mínimo detalle. Por fuera se encargan las citadas cámaras que reconstruyen nuestros pasos casi como un entomólogo estudia el comportamiento de los insectos.
No puedo evitarlo. Siento simpatía por Luis Leante, este profesor de latín y novelista que ha arrancado tres cámaras de videovigilancia. Espero que no se retracte y que asuma orgullosamente su acto poético. Será inútil pero quizás nos haga reflexionar por unos momentos sobre el miedo que domina nuestras vidas y los que interesadamente se dedican a promoverlo. ¿Por qué? ¿Para qué?
lunes, 2 de marzo de 2009
Bululú
Mi hija pequeña me preguntaba que por qué ella no podía ir al entierro de una bisabuela que ha fallecido este fin de semana. Las razones estriban en que el funeral es en Galicia, pero la más importante es que los niños no van a los entierros ni a los funerales. Se considera inapropiado, salvo que el fallecido sea alguien muy directo. Me pregunto acerca de esta falta de plasticidad que tiene la muerte en los países occidentales. ¿No sería más natural que fuera en los parque públicos donde se celebraran las exequias fúnebres con el cadáver presente? Podría haber actividades para niños que jugarían entre los cadáveres (podrían celebrarse varios ritos a la vez), danzas, espectáculos de teatro, mimo, malabares, coros, jazz, sevillanas, sardanas, un poco al estilo que prefiriera el fallecido. Es importante la presencia física del cadáver. Los niños -y los adultos- no están habituados a la realidad orgánica de la muerte y se ha perdido totalmente la belleza de los ritos funerarios. Ya no hay gritos desgarradores ni música. Es como si se quisiera pasar lo más discretamente por ese trance –ya sé que doloroso-, como si no existiera, interfiriendo lo mínimo en la vida cotidiana.
En la escuela y en los institutos debería darse una vez por semana una asignatura titulada: Asistencia a actos funerarios, impartida por profesores de filosofía y plástica. En ella se sugerirían reflexiones sobre el tránsito vital y su dimensión lúdica, así como la conexión entre eros y tanathos.
viernes, 27 de febrero de 2009
El bosque
No sé cómo lo descubrí. No sé cómo uní los dos estímulos. Debía de tener siete años y ya había hecho la primera comunión en uno de los días más ominosos que recuerdo. Hoy pienso que fue fruto de una inspiración genial. Estaba en casa de mis tías solteronas, Elda y Angelita. La primera era huraña y malhumorada mientras que la segunda siempre estaba de buen humor y tenía ganas de cantar y hacer bromas. Preparaban una de las mejores paellas que he comido en mi vida en la que el arroz tenía un color oscuro por las alcachofas que le añadían. Cuando iba a su casa, me maravillaba el aire antiguo que tenían todos los muebles, los techos altísimos, el largo e interminable pasillo, las baldosas que se movían cuando las pisabas, el cuadro de época -un hidalgo sombrío y solemne con gorguera, con la mano en el pecho, cuyo rostro me producía miedo cuando pasaba junto a él: ellas pensaban que era un cuadro valiosísimo por la antigüedad que tenía ¿siglo XVII?-, el despacho de muebles oscuros y siniestros... Todo era un espectáculo para un niño imaginativo e hipersensible.
Un día que estaba solo -mis tías habían ido al mercado y no volverían en un buen rato- me dio por beber agua. Me bebí un vaso de agua del grifo, me quedé con sed (era verano), seguí bebiendo y fueron cayendo más vasos. Ya no tenía sed pero volví a abrir el grifo y echaba más agua. Así hasta nueve o diez vasos. Aquello me produjo un fuerte mareo. ¿Habéis probado a beberos dos litros de agua sin parar? No sé por qué pero aquello me produjo un estado próximo a la ensoñación. Me puse a deambular por la casa, de un lado a otro, hasta que entré en el baño. Vi la gran bañera de metal blanca y sostenida por cuatro patas. Bebí otro vaso de agua y entonces se me ocurrió tomar el espejo que estaba encima del lavabo. Lo descolgué y lo cogí con mis dos manos a la altura del vientre. El espejo reflejaba lógicamente el techo. Comencé a caminar por la casa mirando únicamente al espejo. ¡Ohh! -exclamé- Iba andando por el techo. Tenía la impresión de haber cambiado de dimensión y moverme en un mundo aparte. Mi hinchazón por el agua y el juego del espejo reflejando el techo me transportó a un mundo distinto. Lo más sorprendente era cuando tenía que salir de una habitación y entrar en otra o al pasillo porque había de sortear el dintel de la puerta. Lo hacía con suma precaución, alzando primero un pie y luego el otro. Estaba al otro lado del espejo, en otra casa, en otro mundo que era sólo mío, era como un mundo en negativo del que estaba acostumbrado a ver cotidianamente. Aquella no era la casa de mis tías, era la casa de otras tías que estaban en otro lugar. Vi la realidad transfigurada, dotada de una nueva luz. ¡Qué sensación de sorpresa! ¿Nadie conocía aquel mundo excepto yo? Fui de una habitación a otra atravesando el pasillo en el que sorteaba las luces anticuadas del techo, la lámpara de madera oscura del despacho, los desconchados en que la pintura estaba cayendo, entraba y salía de las habitaciones con sumo cuidado de no tropezar... No sé cuánto tiempo pasé así, pero de pronto oí la voz cantarina de Angelita que llegaba por la terraza que daba a la escalera. Me llamaba. Fui caminando deprisa por el pasillo hasta el baño sin salir de mi hechizo. Volví a colgar el espejo en las dos escarpias y salí del baño confuso sin saber en qué dimensión estaba. Me costaba andar por el mundo de este lado. Angelita y Elda abrieron la puerta de la cocina y yo me quedé mirándolas extrañado de estar aquí, en este ángulo.
Podrá parecer extraño que traiga este recuerdo aquí. Volví a repetir aquello siempre que tenía ocasión. Para ello sólo hacían falta tres elementos, todos maravillosos para un niño: soledad, agua y un espejo. Hace unos días visité en el MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) unas instalaciones del artista brasileño Cildo Mereiles, y tuve una impresión semejante sin necesidad del agua o del espejo. El artista nos trasladaba a espacios mágicos, a otras dimensiones, a lugares cuyas imágenes no veo sino existentes en el mundo poderoso de la infancia. En una entrevista que hoy publica El Periódico de Catalunya, Cildo Mereiles dice acerca del sentido del arte: El arte es algo que te secuestra del momento y del lugar. Viajas. Quizá porque te mueve algo que procede de la infancia, un relámpago de lo que se materializó...
No me cabe duda de que yo aquel día estaba dando mi réplica personal a la experiencia reciente y sórdida de mi primera comunión. Allí estaba descubriendo mi mundo personal, extraño y enigmático. Toda mi vida he estado persiguiendo recuperar aquella sensación primigenia del sentirme aéreo, ligero, de caminar por el otro lado de las cosas. La literatura y el arte en general nos conectan con otras dimensiones, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, como si camináramos por el techo y uno no puede sino sentirse estremecido de emoción estética. Había llevado a cabo una de mis primeras “acciones poéticas” y había tenido una reflexión artística de modo inconsciente.
A veces he hecho cerrar los ojos a mis alumnos, les he propuesto respirar hondo varias veces y he iniciado con ellos un recorrido imaginario en que iban descalzos a través de su casa y de pronto llegaban a una puerta. La abrían y salían a un bosque cubierto por el musgo. Les he descrito sensaciones en sus pies andando por el bosque y cuando encontraban un arroyo de agua helada, y han podido sentir el frío, el aire en su rostro, sus manos acariciando la corteza de los árboles, algunas suaves y otras rugosas. Entonces se desnudaban y caminaban solos por el bosque, oyendo el rumor de las hojas, el trino de los pajarillos, las irregularidades de la tierra y el musgo. De pronto pisaban una piedra, pero el dolor era agradable.
Faltaban cinco minutos de clase (en el tiempo de fuera), pero ellos estaban en otro lugar misterioso. Les hacía volver poco a poco, vestirse, y llegar de nuevo a la puerta por que habían salido. Volvían a entrar en su casa y entonces sonaba el timbre para salir al patio, y muchos daban un suspiro volviendo aquí, a este lado... Abrían los ojos, les costaba reaccionar, cogían el bocadillo de chorizo o mortadela e iban saliendo lentamente de clase al patio. El de este lado.
martes, 24 de febrero de 2009
Creatividad
Hace unos años durante un viaje de estudios de mis alumnos a Tenerife tuve una especie de visión. Mientras ellos comían en el hotel durante su día libre, yo me había ido a dar un garbeo por el Puerto de la cruz y aterricé a la hora de comer en una pizzería junto al mar. Desde ella se veía el azul de las olas que chocaban contra las rocas, junto al paseo marítimo del Puerto. Era, como dijo Borges, una espada innumerable. Estaba fascinado viendo el espectáculo del mar, pero poco a poco comencé a fijarme en los demás comensales. La pizzería estaba casi llena. La mayoría eran extranjeros y reinaba en el restaurante una especie de euforia de rostros satisfechos, algunos rojos por el sol. El vino y la pasta estaba presente en muchas mesas. Los camareros volaban sirviendo las mesas. Yo estaba contento y mi pizza Margarita parecía bastante aceptable. El mundo estaba bien hecho. Mis alumnos estaban disfrutando del viaje, que estaba resultando interesante, y todo salía a pedir de boca.
Sin embargo, a medida que comía mi pizza tuve una creciente sensación de malestar que me golpeó el estómago. Tuve la impresión de que todos los que estábamos allí disfrutando de la vida y de la comida, vivíamos en una burbuja de bienestar en un mundo terriblemente injusto. Allí en Canarias, cerca de la costa africana, el mundo era de otra forma que en la mayor parte del continente africano. Todavía no había tenido lugar el genocidio tutsi en Rwanda, pero era evidente que tu visión del mundo cambiaba sobre dónde tenías la suerte o la desgracia de haber nacido. No podía ser aquel desnivel de formas de vida. En muchos sentidos era obsceno. La imagen de la burbuja se apoderó de mí, una burbuja que flota en el aire por encima de la tierra sin apenas contaminarse viviendo una realidad aparte y nutriéndose en gran medida, por hilos comunicantes, del mundo que se hunde en la pobreza en virtud de unas reglas económicas tremendamente injustas. Para que nosotros estuviéramos plácidamente allí comiendo pizza había otros seres en algún lugar del planeta que pasaban privaciones y miseria.
Ahora la burbuja en que vivíamos está a punto de estallar. Todavía no ha estallado de verdad, sólo estamos ante los momentos anteriores a que lo haga, aunque vivimos con la ilusión de que esto es un reatraimiento cíclico y que en unos meses o un año más o menos volveremos a la situación anterior, como ha pasado en otras ocasiones. Sin embargo, hay indicios muy sólidos de que estamos en los preámbulos de un desplome general de todas las economías del planeta, de un crash financiero mundial o, lo que es lo mismo, un fallo sistémico generalizado.
Hasta no hace mucho vivíamos en una liquidez crediticia extraordinaria. Buena parte de la sociedad vivía muy por encima de sus posibilidades, tirando del crédito, comprando y vendiendo viviendas que subían sin parar hasta límites imposibles, cambiando de coche con facilidad, cenando en restaurantes o yendo a balnearios de fin de semana. Era fácil conseguir una hipoteca que cubriera el cien por ciento del importe del piso y se concedían sin demasiadas garantías, igual que he vivido que reiteradamente me ofrecían dinero a crédito por teléfono en veinticuatro horas.
El bienestar de occidente se ha basado en la especulación, en la ingeniería financiera, en estafas piramidales de tiburones sin escrúpulos... Hay culpables, sin duda, pero también quiero hacer hincapié que ha sido todo un sistema de vida el que ha salido beneficiado. Nosotros hemos vivido en la euforia que caracterizaba antes la liquidez monetaria. Esto ha propiciado que el sistema funcionara engrasado, que hubiera dinero abundante en circulación y que el estado pudiera recaudar por mil formas diferentes más impuestos. Esto es una de las cosas que notaremos primero: el declive del estado de bienestar -por el descenso en picado de las recaudaciones en IVA, impuestos de compraventa de pisos, etc. - lo que quiere decir que el estado asistencial entrará en crisis lo que afectará a la escuela pública, a los servicios sociales, las prestaciones por desempleo, a las jubilaciones, a la seguridad social, a las ayudas sociales.
Nadie se fía de nadie. Nadie sabe qué contenido tóxico hay en cada banco. No hay créditos de los bancos ni con buenas perspectivas comerciales; las pequeñas y medianas empresas están con el agua al cuello; el consumo ha caído en picado y todos los negocios lo notan. Estamos en recesión y se agita el fantasma de la deflación. Los precios bajan y la actividad económica se contrae, lo que significa muchos más parados. ¿Cuántos? Se habla de cuatro millones como cifra cercana, pero mucho me temo que no acabará ahí. ¿Podrá sostenerlos el estado? ¿Podrá éste aguantar la seguridad social? ¿Y el sistema de pensiones? ¿No se terminará acudiendo a esos fondos para intentar amortiguar la debacle?
No soy economista, pero suelo leer aquí y allí artículos y análisis de fondo, y mucho me temo que los dirigentes políticos saben mucho más de lo que dicen, y que no lo dicen para no causar pánico social. Entretanto, la mayoría de la población espera ingenuamente que esto es un incidente que se resolverá en unos meses y que volveremos a nuestro desquiciado antiguo estilo de vida.
Como esperanza, creo que la literatura y el arte en general saldrán reforzados de esta megacrisis económica, social, humana, ecológica, espiritual y de valores que se está abriendo ante nosotros como una sima oscura. De esta crisis saldrá lo peor del espíritu humano, pero también, sin duda, surgirá lo mejor y probablemente volveremos a necesitar la literatura, la poesía, el teatro, la danza, el cine de bajo presupuesto, que digan algo al corazón atribulado del hombre. Las crisis, con el sufrimiento que llevan aparejadas, nos hacen mejores y tendremos que innovar para redefinir un estilo ecológico de vida con el planeta y construir un mundo menos insolidario. La creatividad saldrá reforzada no me cabe duda. Un día el poeta Joan Brossa me decía que vivíamos en un mundo fofo, blando e inane, pero que esto se acabaría y llegarían otros tiempos. Mucho me temo, que para bien o para mal, los tiempos están cambiando.
miércoles, 18 de febrero de 2009
Extrañeza
Caminaba apresuradamente por uno de los pasillos del metro en el intercambiador de Plaza España. Iba pensando en el último relato de Cortázar que había leído, Las armas secretas. Pierre intenta alcanzar siempre a Michèlle, pero ésta se le escapa, y siempre acude a él la misma imagen, la de una escalera y una bola de cristal al comienzo del pasamanos... Me quedaban un par de páginas que terminaría en el trasbordo que tenía que tomar. Un músico tocaba el violín y pedía unas monedas. Era joven y tenía una larga melena rubia. Me lo imaginé como un estudiante del conservatorio que no encontraría trabajo en ninguna orquesta, o que tal vez estaba buscando un auditorio para su Canción de paz del poema sinfónico Finlandia del compositor finlandés Jean Sibelius. La reconocí en seguida porque es una de mis melodías preferidas. Me quedé un rato escuchándole disfrutando de la ocasión. El muchacho me miró agradecido. Todo el mundo pasaba rápidamente y nadie parecía prestar atención.
A su izquierda, a unos tres o cuatro metros había un hombre de unos sesenta años en el cual no había reparado. Ofrecía un aspecto desaliñado, con su americana de pana verde raída, sus pantalones vaqueros y sus zapatos deteriorados. Vendía libros. Tenía una treintena de ejemplares que me llamaron poderosamente la atención porque parecían de colecciones de hace veinte años, Bruguera y Alianza, con las famosas portadas de Daniel Gil. Pero aquel señor me resultaba familiar. Lo miré con atención mientras acababa la pieza de Sibelius. Me fijé en sus manos, extraordinariamente finas y expresivas. Colocaba los libros. Me acerqué y miré los títulos. Me parecieron todos del género policiaco. Uno de ellos era Cosecha roja de Dashiell Hammet, otro era El agente de la continental del mismo autor; más allá estaba El largo adiós de Chandler junto a títulos de Ross MacDonald, Richard Stark, Jim Thomson, Chester Himes, Horace McCoy... Eran libros que mostraban la pátina del tiempo y se los veía desgastados. Había un cartel que ponía que valían dos euros cada uno. El vendedor de joyas de la novela negra llevaba un sombrero tipo gran Gatsby. Tenía un paquete de Marlboro junto a los libros y un tetrabrik marca don Simón de vino blanco barato.
Me acerqué a él y me agaché para hojear algunos de los ejemplares. Me dijo entonces que cada uno de ellos había sido leído bastantes veces y que tenían una larga historia. Su voz era profunda y musical. Le dije que los conocía, que también para mí habían sido libros importantes. Me miró con un aire próximo a la desolación y a la vez pícaro. Sacó entonces de su macuto verde un vaso de plástico y me ofreció vino del que estaba bebiendo. Me sonrió y me lo pasó. Se lo acepté, y me senté junto a él. El violinista se puso a tocar otra pieza que me recordó a Mozart. Bebí de aquel pésimo vino blanco, y estuvimos charlando sobre novela negra. Hubo un tiempo en que siendo profesor en Berga planteé a mis alumnos un ciclo de lectura de las mejores novelas policíacas. Cada uno tenía que leer tres de ellas y hacer un trabajo monográfico. Recuerdo la experiencia como magnífica. Y ahora estaba sentado con aquel individuo cuando tenía que coger el tren hacia Cornellà. Me echó otro vaso de vino, y comenzó a hablarme de otros libros, de libros que a él lo habían marcado. Su voz me resultaba conocida, y su estilo claramente pedagógico. Me preguntaba qué hacía una persona como él sentado en un pasillo del metro. Me habló de Baroja, de Azorín, de Unamuno y de Valle, de la olvidada generación del 98 que, a su juicio, fue uno de los momentos estelares de la prosa española, tras las magníficas novelas de Galdós y Clarín. Entonces sacó un libro de su bolsa verde caquí y me lo enseñó. Era La lámpara maravillosa de Valle, me lo pasó y yo inmediatamente reconocí aquel libro de la colección Austral. Lo abrí sabiendo lo que iba a encontrarme en las primeras páginas bajo el título de aquella obra de estética quietista y panteísta del autor de Las comedias bárbaras. Estaba mi nombre, Joselu, y una fecha, julio de 1982. Bebí un sorbo de vino blanco y hojeé el ejemplar archiconocido por mí, igual que también me eran cercanos todos los títulos que había allí expuestos. Sus manos estaban gastadas por la vida, y sus ojos del mismo color que los míos, cansados por la desilusión, pero mantenían todavía el orgullo y la vivacidad. Me dijo que el libro era para mí. Le respondí que no podía aceptárselo, pero él insistió. Me levanté con La lámpara maravillosa en la mano y apreté la suya con fuerza. El se levantó también. Nos miramos cogidos de la mano, cuando comenzaba a tocar una pieza irlandesa el músico de al lado. La música era alegre y vital como una catarata. Nos pusimos a bailar y a reírnos, carcajeándonos de la vida. La gente pasaba y no entendía nada. El ritmo parecía llevarnos a los prados y colinas de Irlanda lejos de aquel metro ordenado y gris. Probablemente el vino se me había subido a la cabeza. Era la una del mediodía y no había comido nada. Bailamos y bailamos, y cuando acabó la canción, cogí el libro de Valle y mi ordenador portátil que había dejado junto a sus libros, le abracé y me fui por el pasillo rumbo a Cornellà.
Adiós, Joselu, -le dije.
Adiós, amigo, -me contestó y se sentó nuevamente agitando la mano como despedida.
lunes, 16 de febrero de 2009
La pastelería
No sé si habéis visto la cinta cinematográfica Hijos de los hombres dirigida por el cineasta mejicano Alfonso Cuarón, basada en una novela de P.D. James. Es uno de los filmes más desoladores y pesimistas de ciencia ficción (ambientada en Inglaterra en el año 2027), que he visto desde aquel memorable Soylent Green, cuando el destino nos alcance. En la película la sociedad está militarizada, la superpoblación y el caos se han adueñado de las calles, los inmigrantes son perseguidos e internados en campos de concentración. En este tiempo las mujeres han perdido la capacidad de reproducirse y no nacen niños hace mucho tiempo. El resultado es un mundo opresivo, en esa sociedad futurista, profundamente enferma. Proporciona, en un arriesgado uso de la cámara sobre el hombre, mediante planos secuencia, un aterrador panorama de nuestro futuro, y plantea una crítica contundente al mundo libre de cada día.
jueves, 12 de febrero de 2009
La vuelta al día en ochenta mundos
La clase estaba expectante. Era lunes a media mañana. Eran las doce, una hora excelente para hablar de literatura. Había pasado un fin de semana desde nuestra propuesta teatral a la ciudad de Berga. La clase esperaba. ¿Qué había pasado? ¿Era lo que habíamos hecho una tontería? ¿Estábamos locos, según la versión más extendida? ¿Era un irresponsable el profesor que lo promovió?
Un alumno, Miquel, puntualizó que deteníamos el tráfico. No lo habíamos previsto, es cierto. Pero fue un tiempo escaso. La gente podía haberse unido a nosotros. ¿sociedad esclava del orden? ¿del tiempo? Todos se habían convertido en actores. Nosotros también. Habíamos sentido emociones entre ellas el miedo. Éramos actores y espectadores a la vez. El hapenning es un ejercicio de transgresión, nos habíamos atrevido a vivir con los cinco sentidos. Pocas veces se puede percibir la carga teatral de un sencillo acto como coger una flor y pasar el paso de peatones cuando está verde.
domingo, 8 de febrero de 2009
Febrero de 1984 (capítulo segundo)..
Para los que no leísteis el post anterior, os resumo. Esta es una experiencia que llevé a cabo en febrero de 1984 con alumnos de COU con motivo de la muerte de Julio Cortázar. El homenaje que le hicimos está basado en uno de los relatos de La vuelta al día en ochenta mundos. Tenía que ver con las flores y la combinación de ficción y realidad.
No me detuvo, pero me exigió que acabara la alteración del orden.
(Continuará)
viernes, 6 de febrero de 2009
Una de cronopios (capítulo primero).
Quiero traer aquí una vieja historia, una historia real o que tal vez sucedió en un sueño, pero tiendo a pensar que era real a la manera cortazariana: era convencidamente literaria. Era un día de febrero de 1984. Yo en aquel entonces era profesor de Literatura Española en un instituto de Bachillerato situado en Berga, a ciento y pocos kilómetros al norte de Barcelona. Toda la vida en Berga giraba –en mis recuerdos- y gira –en la realidad- en torno a las insólitas fiestas de la Patum. Uno llega a aquella ciudad y la primera pregunta que te hacen es que si conoces la Patum. Pues no. Ya verás cuando llegue... –te espetan-. Berga es una ciudad industriosa y limpia, pero habitualmente aburrida. Se diría que dormita en el sopor del recuerdo de cuatro días que aparecen luminosos como una conjunción de planetas, que se produce regularmente cada año, en torno a la fiesta del Corpus. Berga es una ciudad de provincias, rodeada de un bello entorno montañoso. Está al pie de las montañas del prepirineo y junto al llano. Se diría rodeada de un circo vesubiano.
Berga. Febrero de 1984. El profesor paró la clase y dio la noticia: Julio Cortázar ha muerto. Ayer domingo doce ha muerto en París el escritor fantástico, el poeta inigualable Julio Cortázar. Ninguno de los alumnos sabía demasiado bien quién era Julio Cortázar, pero para eso el profesor iba preparado y les leyó algunos relatos de Historias de Cronopios y de Famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Rayuela. Aquellos eran tiempos en que los alumnos todavía tenían sensibilidad literaria, y poco a poco el mundo y las imágenes recurrentes de Cortázar fueron atrayéndoles. Les había fotocopiado el famoso capítulo 69 de Rayuela, que fue leído con regocijo varias veces, tras el inicial desconcierto. Apenas el le amalaba el noema... Les gustó especialmente el relato de Pérdida y recuperación del pelo en que se atacaba de raíz la tendencia horriblemente creciente ya en aquel lejano 1984 del pragmatismo. También gustó Conducta en los velorios y Tía en dificultades... La clase pasó como un suspiro y todos se contagiaron de un aire cortazariano que nos animaba a convertirnos en un poco absurdos. ¿Y si le hacemos un homenaje? ¡¡¡¡Vale!!!! –gritaron todos. Pero ha de ser algo público. Algo difícil de olvidar. Nos dimos un tiempo para traer ideas. De aquella clase salió un grupo de chicas que se animaron a quedarse entre dos y tres de la tarde, una vez acabado el horario escolar, a leer y comentar la novela Rayuela.
Al día siguiente, el profesor les propuso lo que sería el eje del homenaje. Tenía que ver con su antipragmatismo y con las flores. La base era un happening que el mismo Cortázar sugiere en uno de sus libros, creo que en La vuelta al día en ochenta mundos. Se lo expliqué con detalle y la idea les entusiasmó. Sería el viernes 17 a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. Lugar, el centro de Berga, al lado de la ferretería Sistachs, allí donde el tráfico era más denso porque era un importante cruce de vías de salida y entrada en Berga. Allí era nuestro punto de reunión, y todos habrían de llevar una margarita.
Nos prometimos que nuestro proyecto era totalmente secreto, que nadie debería hablar de él fuera de clase. Sería un bombazo.
La semana transcurrió lentamente, quizás más que en otras ocasiones. Cada día que teníamos clase leíamos relatos de Cortázar que nos iban impregnando de un sutil aire entre piratas y conspiradores. Un poco de todo habíamos de ser, porque íbamos a alterar el perfecto orden de la aristocrática ciudad, anclada en el vacío, durante los inacabables meses invernales.
(Continuará)
martes, 3 de febrero de 2009
Ciudad satélite
Mi instituto no está en un entorno privilegiado. Si a alguien se le hubiera ocurrido diseñar un espacio urbano lleno de fealdad a conciencia, de aglomeración de bloques en forma caótica, de edificios grises en forma de colmena, alzados como cajoneras de horror concentrado, sin duda habría ideado un barrio como la ciudad Satélite X. Sin duda estamos en una barriada construida en la avalancha de inmigración de los años cincuenta y sesenta. Todo se hizo sin planificar, sin gusto, sin belleza, sin tradición. Probablemente todo esto eran campos y en pocos años se pobló con miles y miles de personas en busca de un lugar para vivir y trabajar. La geometría que se instauró fue espontánea pero sin gracia; se trataba de amontonar a mareas de inmigrantes y no se hizo en las mejores condiciones. Los que construyeron este barrio no ganarían un premio de diseño, más bien lo merecerían en cuanto a su capacidad de generar un espacio de pesadilla y grisura.
Nada hay más alejado de la naturaleza que este amontonamiento y condensación humana. Los inmigrantes andaluces, extremeños y murcianos de los años del desarrollo español se han visto sustituidos o superpuestos a los que han llegado en oleadas en los años recientes, sobre todo magrebíes y latinoamericanos. Es un choque para ellos que provienen a veces de espacios hermosos con naturaleza cercana sumirse en este espectáculo de geometría de la fealdad que sugiere un aplastamiento y un ahogamiento de la belleza y un hálito de aspereza y deshumanización.
Los chavales están en consonancia con el barrio. Cada uno tiene su historia detrás. Y muchas veces no son fáciles. No hay demasiada sutileza o delicadeza en sus relaciones o comportamiento que son poco refinados y abruptos. La cultura no les atrae: son inquietos como lagartijas y nada hay más alejado de la mayoría de ellos que el trabajo académico. Un instituto se convierte entonces para muchos en una prisión más que en un espacio de oportunidades.
Los profesores no lo tienen fácil. Es la lucha permanente de la subversión de la clase frente al orden académico, de la suciedad que domina en las aulas y el patio al final de la jornada frente a la limpieza y los buenos hábitos ciudadanos; es la lucha por intentar impartir conocimientos frente a los que pretenden que los institutos sean sólo espacios de socialización democrática; es la lucha de la mala educación, de los gritos, de las peleas o los insultos como lenguaje habitual frente a la educación y la cortesía; es la lucha de la grosería frente a la delicadeza o la formación estética.
El profesor es un referente importante. Éste ha de estar centrado y ser consciente de su lugar. No es extraño que sea una profesión con tendencia a padecer depresiones. El que no trabaja en la docencia no sé si lo puede entender, pero el profesor es analizado y escrutado en cada clase por treinta pares de ojos inquietos y astutos que detectan el más mínimo fallo psicológico. Y éste es inmediatamente utilizado. Nada hay más difícil que dirigir una clase en estas condiciones. El profesor es una especie de dinamizador de grupo, sociólogo, psicólogo, terapeuta, y además -al final- es especialista en la materia que imparte. Y no debe faltarle el sentido del humor ni mostrarse distante con sus alumnos. La cercanía es esencial. El proceso comunicativo debe funcionar. Cuanto más difíciles son los chavales más mago ha de ser el profesor. Ha de querer y conseguir ser querido, a la par que respetado.
En mi barrio feo y desangelado existe una afición que me sorprende. Son hombres los protagonistas. Se los ve agrupados en plazas y espacios abiertos. Llevan jaulas con pajarillos, supongo que canarios, calandrias o jilgueros. Dichas jaulas están cubiertas con una tela hasta que llegan a la plaza donde se las quitan y los juntan a otras con otros pajarillos. Los trinos se multiplican llamándose unos a otros. Se reúnen por las mañanas y por las tardes. Pienso que debe ser la nostalgia del campo y la naturaleza la que lleva a estos hombres a cuidar pequeñas aves cantoras en un barrio como éste.
Si existiera también la nostalgia por la cultura y el conocimiento... pero estos han de ser duramente cultivados. Es la labor más difícil porque todo está en contra. Pero la delicadeza también florece en los lugares más inhóspitos.
sábado, 31 de enero de 2009
La radio de galena
Recuerdo que me llevó a una tienda de electrónica en el casco antiguo de Zaragoza. Llovía aquel día como hoy. Yo no sabía qué era una radio de galena. Intentaré explicarlo en pocas palabras: es un receptor de ondas de frecuencia media y corta que funciona sin pilas y sin toma de corriente. Se alimenta de la misma energía de las ondas que recibe. Consiste en una bobina de hilo de cobre esmaltado que se arrolla en torno a un soporte cilíndrico (unas cuatrocientas vueltas), un condensador variable que sirve para sintonizar las distintas emisoras (sirve el de una radio vieja), un diodo de germanio (en lugar de la galena que es muy difícil de conseguir hoy día) que detecta la señal de radiofrecuencia, y unos auriculares antiguos (cascos) de alta impedancia (no sirven los modernos de baja impedancia). Lleva una toma de tierra y una antena que es un hilo de cobre de varios metros. Al que esté interesado en sabe cómo funciona más al detalle este aparato, le dejo este enlace en que se explica paso por paso cómo construir una radio sin pilas.
Pero a mí lo que me interesa es transmitir cómo aquella pequeña caja roja, con un dial de ciento ochenta grados conectado a unos auriculares de porcelana negra tipo los que llevan en los antiguos submarinos, se me convirtió en el instrumento más extraordinario que he conocido nunca en la tecnología. Entonces, tras hacer los deberes y cenar, aguardaba todas las noches el momento de irme a la cama donde me esperaba una de las experiencias más sorprendentes que recuerdo: el mundo de la radio, difícil de imaginar hoy día en que nos nutrimos de imágenes.
Recuerdo mi descubrimiento de la música de los Beatles, de Simon y Garfunkel, de Bob Dylan, de los Rollings Stones, de Lone Star, de Los Sirex… También el mundo de las noticias que me llegaban en torno a la rebelión que no entendía del mayo francés, los programas radiofónicos seriados de terror que me sumían en el más auténtico pavor, los programas reportajes, los espacios de teatro, los concursos… Así estaba oyendo la radio, aislado en mis cascos, fascinado hasta pasada la media noche en que el sueño me alcanzaba y me hundía en otras historias oníricas igualmente fértiles. No hacía falta apagar aquel artilugio pues, como he dicho, funcionaba sin electricidad.
Aquel aparato me sirvió varios años en que no hubo noche en que no me sintiera hechizado por lo que allí oía. Había programas de historia. Uno se llamaba Incógnitas de la historia; otro, Amores decisivos. Los modernos podcasts de radio –estoy suscrito a varios- me recuerdan aquella modalidad, igual que la radio por internet en que puedes seleccionar el tipo de música que quieres oír. Habitualmente selecciono jazz y me dejo arrebatar por el ritmo mientras tecleo en mi ordenador.
Mi radio de galena fue el instrumento más formidable que recuerdo para conectarme al latido del mundo: la primavera de Praga, la guerra fría, los viajes espaciales con la llegada del hombre a la luna, la guerra del Vietnam, la muerte del Che, la revolución cubana, el ascenso de Allende en Chile y el golpe de estado de Pinochet… La televisión nunca tuvo tanta capacidad de inspirarme y hacerme imaginar como aquel artefacto sumamente sencillo que consistía en una bobina, un dial, un diodo de germanio y unos cascos, como he dicho.
Mañana, uno de febrero, mi hija mayor cumple doce años. Le hemos preguntado qué quería y nos ha dicho que un reproductor de MP3 si era posible. He ido a varias tiendas y al final le he comprado un reproductor de MP4 de Sony, que también es sintonizador de radio. Espero que este aparato ocupe en su historia un lugar semejante a la mítica radio de galena, que me regaló mi padre, con el que discrepé en tantas cosas, pero al que quiero hoy dedicar este post, lleno de emocionado recuerdo y agradecimiento por aquel fantástico regalo cuya dimensión es difícil de percibir quizás a través de mis torpes palabras.
miércoles, 28 de enero de 2009
En este instante
He bajado a Barcelona. En el metro un acordeonista rumano tocaba la canción Cielito lindo y algunas más. Le he echado una moneda. He llegado a Plaza Cataluña. En una plaza interior de enlaces a distintos medios de transporte había varias personas tiradas en el suelo, cubiertas por cartones o mantas. Parecían dormir o abstraerse de lo que pasaba a su alrededor. Pero me las imagino sintiéndose acompañadas por el run run de los pasos y de los tangos que cantaba un guitarrista argentino. Un señor de unos sesenta años con larga barba blanca y aire profético estaba sentado. Me hubiera apetecido quedarme a charlar con él y quizás invitarle a un café. Por delicadeza no lo he hecho. He seguido mi camino oyendo los ritmos argentinos en la lejanía. He tomado dirección Muntaner en los Ferrocarriles Catalanes. Es la zona alta de la ciudad. Me he dirigido a Dirección General del Departamento de Educación. Tenía una duda sobre mi trabajo y quería consultarla. Apenas había nadie como visitante. El edificio tenía un aire moderno y algo kafkiano. Me han hecho dejar el DNI y me han dado una tarjeta de visitante. He tenido que pasar por el detector de armas y explosivos, y por fin he podido subir hasta la tercera planta, donde un trabajador con síndrome de down me ha encaminado a la sección objeto de mi interés. Toda la planta eran cubículos separados por biombos. La impresión que daban era de escasa actividad, los trabajadores charlaban y mecían la mañana alejados de la épica de las aulas.
Un hombre es aplastado.
En este instante.
Ahora.
Un hombre es aplastado.
Hay carne reventada, hay vísceras,
líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,
máquinas que combinan sus esencias
sobre el asfalto: extraña conjunción
de metal y tejido, lo duro con su opuesto
formando ideograma.
El hombre se ha quebrado por la cintura y hace
como una reverencia después de la función.
Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:
lo que importa es ahora,
este instante
y la pared pintada de cal que se desconcha
sembrando de confetis el escenario.
Soy Joselu, pero también el acordeonista que tocaba Cielito lindo, y el sintecho que dormitaba cubierto por una manta en la plaza, soy también el guitarrista argentino de melodiosa voz, soy también el ordenanza con síndrome de down que me ha acompañado amablemente hasta la sección de mi interés, soy la funcionaria aburrida que me ha atendido, soy también la muchacha de rostro hermoso que he mirado, soy en alguna forma también Wislawa Szymborska, cuyos libros no he encontrado, soy en alguna forma Chantal Maillard cuyos versos me han acompañado identificándose con mi espíritu. Me apodero de fragmentos de las personas que veo, que leo, que conversan conmigo; en una mímesis próxima a lo patológico intercambio mi mundo con el universo humano que me envuelve. Dice Chantal Maillard:
en la carne abierta
en el dolor de todos
en esa muerte que mana
en mí y es la de todos
domingo, 25 de enero de 2009
El faro
Fin de semana. Voy a buscar a mis hijas al cole. Es un buen rato para conversar con un buen amigo, Jorge, con el que comparto muchas cosas, como la literatura, el arte y la pasión por charlar. Yo estaba dándole vueltas al tema del post anterior. No suelo mantener posturas inmovilistas y me gusta sopesar los argumentos distintos a mis posiciones. No sé por qué ha salido el tema del faro, de vivir una temporada en un faro. A los dos nos atraía pasar un tiempo, quizás un mes en aislamiento, con buena lectura y contemplando el mar en el horizonte. ¿Pero todavía existen fareros? ¿No está todo automatizado? Y con los nuevos sistemas de GPS ¿son todavía necesarios los faros?