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jueves, 12 de febrero de 2009

La vuelta al día en ochenta mundos

La clase estaba expectante. Era lunes a media mañana. Eran las doce, una hora excelente para hablar de literatura. Había pasado un fin de semana desde nuestra propuesta teatral a la ciudad de Berga. La clase esperaba. ¿Qué había pasado? ¿Era lo que habíamos hecho una tontería? ¿Estábamos locos, según la versión más extendida? ¿Era un irresponsable el profesor que lo promovió?

 Pocas veces he visto una tensión semejante en el ambiente. La clase estaba en asamblea. ¿Qué había pasado el viernes, en esos diez minutos de tensión total que habíamos vivido? Manos levantadas. Unos resaltaron la emoción que sintieron cruzando el paso de peatones con las margaritas, otros destacaron la sensación de ser el centro de algo, otros, que habían pasado miedo. La gente les insultaba, los coches pitaban, llegó la policía… Hubo miedo y la mayoría se retiró. Había muchas personas mirando la situación.

 Les dije que lo que habíamos hecho era una acción poética, una propuesta creativa a la ciudad de Berga. Habíamos transgredido las normas sin ser insultantes. Nuestro juego había sido una cierta provocación de lo más inocente. Habíamos cruzado el paso de peatones con una margarita en la mano mientras estaba verde. Recibimos insultos y aplausos. Durante diez minutos habíamos sido actores y habíamos interpelado al público que, sin saberlo, se había metido dentro de nuestra representación teatral reaccionando frente a ella. Lo nuestro era una sencilla propuesta de incluir la poesía durante unos minutos en la vida cotidiana de Berga. La respuesta del público, que se había convertido en actor, fue desmesurada y tremenda. No dejamos a nadie indiferente. Es a lo máximo que puede aspirar un artista.

 Todos reaccionaron en función del criterio de autoridad. Lo nuestro era una transgresión. No se puede cruzar el paso de peatones con una margarita en la mano a las cinco y cuarenta y cinco de la tarde de un viernes. ¿Por qué? La ciudad nos lo demostró. Nos llamaron gamberros, terroristas, sinvergüenzas. Todo había durado diez minutos en total. Parte del publico nos aplaudía, una minoría.

 La policía municipal había recibido cuatro llamadas alertando de lo que estaba pasando allí por parte de ciudadanos normales. La guardia civil también había recibido alguna llamada, pero no intervino porque era de competencia municipal. ¿Qué había pasado? ¿Por qué los ciudadanos reaccionan tan agresivamente ante una propuesta inocente?

Un alumno, Miquel, puntualizó que deteníamos el tráfico. No lo habíamos previsto, es cierto. Pero fue un tiempo escaso. La gente podía haberse unido a nosotros. ¿sociedad esclava del orden? ¿del tiempo? Todos se habían convertido en actores. Nosotros también. Habíamos sentido emociones entre ellas el miedo. Éramos actores y espectadores a la vez. El hapenning es un ejercicio de transgresión, nos habíamos atrevido a vivir con los cinco sentidos. Pocas veces se puede percibir la carga teatral de un sencillo acto como coger una flor y pasar el paso de peatones cuando está verde.

 Creo que Cortázar, que era taoísta en el fondo, se unió a nosotros y salió con su margarita en la mano.  Y hoy desde la distancia, muchos lo recordamos sin admiración, que no le gustaba, pero sí con profundo interés. Su obra sigue siendo revulsiva y provocadora. Sigue siendo eternamente joven.

 Tras aquello cuatro alumnas se comprometieron a leer y comentar Rayuela fuera de horas de clase. De esto hace ahora, como he dicho, veinticinco años, los que Julio lleva lejos de nosotros. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Febrero de 1984 (capítulo segundo)..


Para los que no leísteis el post anterior, os resumo. Esta es una experiencia que llevé a cabo en febrero de 1984 con alumnos de COU con motivo de la muerte de Julio Cortázar. El homenaje que le hicimos está basado en uno de los relatos de La vuelta al día en ochenta mundos.  Tenía que ver con las flores y la combinación de ficción y realidad. 
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Viernes, por fin, después de las clases. Nuestro proyecto era sencillo. Se trataba de cruzar el paso de peatones mientras estuviera verde con una margarita en la mano. Cuando se pusiera rojo, nos detendríamos –llegándonos hasta la acera- como buenos ciudadanos y esperaríamos de nuevo a que llegara el verde. La clave es que pasaríamos todas las veces que pudiéramos llevando airosamente la margarita a la altura de nuestros ojos y con los brazos separados del cuerpo. Pasaríamos sin excesiva prisa, pero tampoco con excesiva parsimonia. Los veinticinco alumnos y yo quedamos de acuerdo. Nadie se rajaría. No sabíamos qué iba a pasar. Aquello era un happening y todas las reacciones que se produjeran allí formarían parte de una obra teatral cuyo guión había de escribirse todavía. Nosotros sólo éramos el grupo que hacía la propuesta teatral. Faltaban actores que no sabían que iban a participar en una obra teatral: el pueblo de Berga: conductores, viandantes, vecinos, alumnos, profesores, ayuntamiento, policía.

 La idea era sencilla. Se trataba de hacer una humilde e inofensiva propuesta que alteraría mínimamente y durante unos minutos la rutina diaria ¿cómo reaccionaría la gente?

 Llegamos en pequeños grupos, casi clandestinamente, y nadie se fijó en nosotros, pequeños conspiradores. Parecía que íbamos a hacer una manifestación como en tiempos del todavía reciente franquismo. Teníamos una cita con la poesía. Lo nuestro era un pequeño poema para añadir a alguna imaginaria obra no acabada del escritor. Eran las cinco cuarenta y tres. Nos mirábamos y nos sonreíamos. Cuando la aguja señaló el exacto minuto cuarenta y cinco, alcé la margarita y la moví tres veces como habíamos convenido. Arriba y abajo, arriba y abajo. El semáforo estaba rojo. Esperaríamos agazapados esperando la ocasión. Verde para los peatones. ¡Esta es la nuestra! ¡Verde para los peatones y ámbar intermitente para los coches! Nos agrupamos y empezamos a actuar. Las margaritas se cimbreaban gustosas. Pasamos a la otra acera y como seguía verde volvimos a cruzar en dirección contraria. Algunos peatones se fijaron en nosotros. Éramos un grupo compacto y llamativo. Nos entrecruzábamos de un lado a otro. Los conductores, que esperaban poder pasar, nos miraron primero con sorpresa porque veían cortado el paso. Cuando se puso rojo, alcanzamos la acera contraria más cercana y nos quedamos quietos con nuestra flor en vilo y como paralizados, auténticas estatuas humanas. El semáforo rojo para nosotros abría el paso para otros conductores, pero los que habíamos detenido, se quedaron sin pasar esperando que se pusiera otra vez verde para los peatones. Entonces recuperamos el movimiento y volvimos a cruzar, interrumpiendo el tráfico de nuevo. ¡El pandemónium que se organizó! Repetimos la operación dos o tres veces más. Los conductores, irritadísimos, arremetieron contra el claxon y empezaron a desgranar insultos contra los manifestantes. Los peatones vieron que por allí se estaba cociendo algo gordo y se arremolinaron en torno al paso de peatones. Pronto estuvimos rodeados de espectadores, que es al súmmum que puede aspirar un actor. Alumnos del instituto vieron a sus compañeros con las margaritas en la mano y les preguntaron a grandes voces que qué hacían. Nosotros ni nos inmutamos. La sonrisa no podía aflorar en aquel crítico momento que el mundo parecía gravitar sobre nosotros. Mujeres cargadas de compras, abueletes que pasaban por allí, niños que iban con sus padres, estudiantes de todos los colegios, clientes de la ferretería y de los numerosos bares cercanos, todos se acercaron a ver qué pasaba. Se oyeron, entonces, todo tipo de insultos. Desde el clásico “gamberros” hasta los calificativos más despiadados sobre todo por parte de los conductores. Un grupo de jóvenes nos aplaudía mientras otros destacaban nuestra faceta de sinvergüenzas y terroristas. Una larga fila de coches estaba detenida mientras nosotros cruzábamos con nuestras enhiestas margaritas. ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! La algarabía era absoluta. Cuando se puso rojo, nos volvimos a paralizar y ahí fue donde arreciaron los improperios. Que si estábamos locos, que si iba a venir la policía, que si eso era lo que nos enseñaban en la escuela, que si éramos unos hijos de tal, que si Franco viviera... Algunas chicos empezaron asustarse y se apartaron de la comitiva. De los veinticinco iniciales, quedábamos diez o doce. Una sirena de la policía (el Ayuntamiento estaba cercano) rasgó el ambiente frío de la tarde. Eran las cinco y cincuenta y cuatro minutos. Había tardado nueve minutos en aparecer un coche patrulla. Nos quedamos sólo cinco. Algunos profesores del Instituto me miraban moviendo la cabeza. Ya se sabe. Éste nos va a hundir el Centro. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Insultos por doquier. Un policía con gafas oscuras y de paisano escoltado por tres municipales se nos acercaron. Miraron la escena atónitos y luego se dirigieron al que parecía organizar el cotarro. ¿Qué pasa aquí? –me gritó más que preguntarme el de las gafas de sol-. No estamos haciendo nada ilegal. Sólo pasamos cuando está verde –le respondí moviendo la margarita con convicción-. ¿Ah, no? ¿Es usted el organizador de esto? Queda usted detenido.Hablaba con el tono de los policías de las películas americanas. Me había quedado solo con dos alumnos que se negaban a retirarse. Cuando me iban a poner las esposas, pensé que ya habíamos llevado la experiencia demasiado lejos y le confesé al hombre de Harrelson, que estaba a punto de llevárseme al calabozo, que lo que habíamos hecho era un homenaje literario a Julio Cortázar que había muerto hacía una semana. El policía se rascó la cabeza porque maldita la idea que tenía de quién era el autor de Los premios y Alguien anda por ahí. Le vi dudar tras el tono holivudiense de la detención. Entonces ¿esto es algo cultural? Pues  sí, y no queríamos causar problemas. 

No me detuvo, pero me exigió que acabara la alteración del orden. 

(Continuará)

viernes, 6 de febrero de 2009

Una de cronopios (capítulo primero).

Quiero traer aquí una vieja historia, una historia real o que tal vez sucedió en un sueño, pero tiendo a pensar que era real a la manera cortazariana: era convencidamente literaria. Era un día de febrero de 1984. Yo en aquel entonces era profesor de Literatura Española en un instituto de Bachillerato situado en Berga, a ciento y pocos kilómetros al norte de Barcelona. Toda la vida en Berga giraba –en mis recuerdos- y gira –en la realidad- en torno a las insólitas fiestas de la Patum. Uno llega a aquella ciudad y la primera pregunta que te hacen es que si conoces la Patum. Pues no. Ya verás cuando llegue... –te espetan-. Berga es una ciudad industriosa y limpia, pero habitualmente aburrida. Se diría que dormita en  el sopor del recuerdo de cuatro días que aparecen luminosos como una conjunción de planetas, que se produce regularmente cada año, en torno a la fiesta del Corpus. Berga es una ciudad de provincias, rodeada de un bello entorno montañoso. Está al pie de las montañas del prepirineo y junto al llano. Se diría rodeada de un circo vesubiano.

Berga. Febrero de 1984. El profesor paró la clase y dio la noticia: Julio Cortázar ha muerto. Ayer domingo doce ha muerto en París el escritor fantástico, el poeta inigualable Julio Cortázar.  Ninguno de los alumnos sabía demasiado bien quién era Julio Cortázar, pero para eso el profesor iba preparado y les leyó algunos relatos de Historias de Cronopios y de Famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Rayuela. Aquellos eran tiempos en que los alumnos todavía tenían sensibilidad literaria, y poco a poco el mundo y las imágenes recurrentes de Cortázar fueron atrayéndoles. Les había fotocopiado el famoso capítulo 69 de Rayuela, que fue leído con regocijo varias veces, tras el inicial desconcierto. Apenas el le amalaba el noema... Les gustó especialmente el relato de Pérdida y recuperación del pelo en que se atacaba de raíz la tendencia horriblemente creciente ya en aquel lejano 1984 del pragmatismo. También gustó Conducta en los velorios y Tía en dificultades... La clase pasó como un suspiro y todos se contagiaron de un aire cortazariano que nos animaba a convertirnos en un poco absurdos. ¿Y si le hacemos un homenaje? ¡¡¡¡Vale!!!! –gritaron todos. Pero ha de ser algo público. Algo difícil de olvidar. Nos dimos un tiempo para traer ideas. De aquella clase salió un grupo de chicas que se animaron a quedarse entre dos y tres de la tarde, una vez acabado el horario escolar,  a leer y comentar la novela Rayuela.

Al día siguiente, el profesor les propuso lo que sería el eje del homenaje. Tenía que ver con su antipragmatismo y con las flores. La base era un happening que el mismo Cortázar sugiere en uno de sus libros, creo que en La vuelta al día en ochenta mundos. Se lo expliqué con detalle y la idea les entusiasmó. Sería el viernes 17 a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. Lugar, el centro de Berga, al lado de la ferretería Sistachs, allí donde el tráfico era más denso porque era un importante cruce de vías de salida y entrada en Berga. Allí era nuestro punto de reunión, y todos habrían de llevar una margarita.

Nos prometimos que nuestro proyecto era totalmente secreto, que nadie debería hablar de él fuera de clase. Sería un bombazo.

La semana transcurrió lentamente, quizás más  que en otras ocasiones. Cada día que teníamos clase leíamos relatos de Cortázar que nos iban impregnando de un sutil aire entre piratas y conspiradores. Un poco de todo habíamos de ser, porque íbamos a alterar el perfecto orden de la aristocrática ciudad, anclada en el vacío, durante los inacabables meses invernales. 

(Continuará)

martes, 3 de febrero de 2009

Ciudad satélite

Mi instituto no está en un entorno privilegiado. Si a alguien se le hubiera ocurrido diseñar un espacio urbano lleno de fealdad a conciencia, de aglomeración de bloques en forma caótica, de edificios grises en forma de colmena, alzados como cajoneras de horror concentrado, sin duda habría ideado un barrio como la ciudad Satélite X. Sin duda estamos en una barriada construida en la avalancha de inmigración de los años cincuenta y sesenta. Todo se hizo sin planificar, sin gusto, sin belleza, sin tradición. Probablemente todo esto eran campos y en pocos años se pobló con miles y miles de personas en busca de un lugar para vivir y trabajar. La geometría que se instauró fue espontánea pero sin gracia; se trataba de amontonar a mareas de inmigrantes y no se hizo en las mejores condiciones. Los que construyeron este barrio no ganarían un premio de diseño, más bien lo merecerían en cuanto a su capacidad de generar un espacio de pesadilla y grisura.

Nada hay más alejado de la naturaleza que este amontonamiento y condensación humana. Los inmigrantes andaluces, extremeños y murcianos de los años del desarrollo español se han visto sustituidos o superpuestos a los que han llegado en oleadas en los años recientes, sobre todo magrebíes y latinoamericanos. Es un choque para ellos que provienen a veces de espacios hermosos con naturaleza cercana sumirse en este espectáculo de geometría de la fealdad que sugiere un aplastamiento y un ahogamiento de la belleza y un hálito de aspereza y deshumanización.

Los chavales están en consonancia con el barrio. Cada uno tiene su historia detrás. Y muchas veces no son fáciles. No hay demasiada sutileza o delicadeza en sus relaciones o comportamiento que son poco refinados y abruptos. La cultura no les atrae: son inquietos como lagartijas y nada hay más alejado de la mayoría de ellos que el trabajo académico. Un instituto se convierte entonces para muchos en una prisión más que en un espacio de oportunidades.

Los profesores no lo tienen fácil. Es la lucha permanente de la subversión de la clase frente al orden académico, de la suciedad que domina en las aulas y el patio al final de la jornada frente a la limpieza y los buenos hábitos ciudadanos; es la lucha por intentar impartir conocimientos frente a los que pretenden que los institutos sean sólo espacios de socialización democrática; es la lucha de la mala educación, de los gritos, de las peleas o los insultos como lenguaje habitual frente a la educación y la cortesía; es la lucha de la grosería frente a la delicadeza o la formación estética.

El profesor es un referente importante. Éste ha de estar centrado y ser consciente de su lugar. No es extraño que sea una profesión con tendencia a padecer depresiones. El que no trabaja en la docencia no sé si lo puede entender, pero el profesor es analizado y escrutado en cada clase por treinta pares de ojos inquietos y astutos que detectan el más mínimo fallo psicológico. Y éste es inmediatamente utilizado. Nada hay más difícil que dirigir una clase en estas condiciones. El profesor es una especie de dinamizador de grupo, sociólogo, psicólogo, terapeuta, y además -al final- es especialista en la materia que imparte. Y no debe faltarle el sentido del humor ni mostrarse distante con sus alumnos. La cercanía es esencial. El proceso comunicativo debe funcionar. Cuanto más difíciles son los chavales más mago ha de ser el profesor. Ha de querer y conseguir ser querido, a la par que respetado.

En mi barrio feo y desangelado existe una afición que me sorprende. Son hombres los protagonistas. Se los ve agrupados en plazas y espacios abiertos. Llevan jaulas con pajarillos, supongo que canarios, calandrias o jilgueros. Dichas jaulas están cubiertas con una tela hasta que llegan a la plaza donde se las quitan y los juntan a otras con otros pajarillos. Los trinos se multiplican llamándose unos a otros. Se reúnen por las mañanas y por las tardes. Pienso que debe ser la nostalgia del campo y la naturaleza la que lleva a estos hombres a cuidar pequeñas aves cantoras en un barrio como éste.

Si existiera también la nostalgia por la cultura y el conocimiento... pero estos han de ser duramente cultivados. Es la labor más difícil porque todo está en contra. Pero la delicadeza también florece en los lugares más inhóspitos.

sábado, 31 de enero de 2009

La radio de galena

Cuando cumplí doce años mi padre me hizo el regalo más maravilloso que me han hecho en mi vida. Me regaló una radio de galena, un artefacto que aún hoy –en nuestra era tecnológica- es capaz de sorprender por la sencillez de sus componentes y sus funciones.

Recuerdo que me llevó a una tienda de electrónica en el casco antiguo de Zaragoza. Llovía aquel día como hoy. Yo no sabía qué era una radio de galena. Intentaré explicarlo en pocas palabras: es un receptor de ondas de frecuencia media y corta que funciona sin pilas y sin toma de corriente. Se alimenta de la misma energía de las ondas que recibe. Consiste en una bobina de hilo de cobre esmaltado que se arrolla en torno a un soporte cilíndrico (unas cuatrocientas vueltas), un condensador variable que sirve para sintonizar las distintas emisoras (sirve el de una radio vieja), un diodo de germanio (en lugar de la galena que es muy difícil de conseguir hoy día) que detecta la señal de radiofrecuencia, y unos auriculares antiguos (cascos) de alta impedancia (no sirven los modernos de baja impedancia). Lleva una toma de tierra y una antena que es un hilo de cobre de varios metros. Al que esté interesado en sabe cómo funciona más al detalle este aparato, le dejo este enlace en que se explica paso por paso cómo construir una radio sin pilas.

Pero a mí lo que me interesa es transmitir cómo aquella pequeña caja roja, con un dial de ciento ochenta grados conectado a unos auriculares de porcelana negra tipo los que llevan en los antiguos submarinos, se me convirtió en el instrumento más extraordinario que he conocido nunca en la tecnología. Entonces, tras hacer los deberes y cenar, aguardaba todas las noches el momento de irme a la cama donde me esperaba una de las experiencias más sorprendentes que recuerdo: el mundo de la radio, difícil de imaginar hoy día en que nos nutrimos de imágenes.

Recuerdo mi descubrimiento de la música de los Beatles, de Simon y Garfunkel, de Bob Dylan, de los Rollings Stones, de Lone Star, de Los Sirex… También el mundo de las noticias que me llegaban en torno a la rebelión que no entendía del mayo francés, los programas radiofónicos seriados de terror que me sumían en el más auténtico pavor, los programas reportajes, los espacios de teatro, los concursos… Así estaba oyendo la radio, aislado en mis cascos,  fascinado hasta pasada la media noche en que el sueño me alcanzaba y me hundía en otras historias oníricas igualmente fértiles. No hacía falta apagar aquel artilugio pues, como he dicho, funcionaba sin electricidad.

Aquel aparato me sirvió varios años en que no hubo noche en que no me sintiera hechizado por lo que allí oía. Había programas de historia. Uno se llamaba Incógnitas de la historia; otro, Amores decisivos. Los modernos podcasts de radio –estoy suscrito a varios- me recuerdan aquella modalidad, igual que la radio por internet en que puedes seleccionar el tipo de música que quieres oír. Habitualmente selecciono jazz y me dejo arrebatar por el ritmo mientras tecleo en mi ordenador.

Mi radio de galena fue el instrumento más formidable que recuerdo para conectarme al latido del mundo: la primavera de Praga, la guerra fría, los viajes espaciales con la llegada del hombre a la luna, la guerra del Vietnam, la muerte del Che, la revolución cubana, el ascenso de Allende en Chile y el golpe de estado de Pinochet… La televisión nunca tuvo tanta capacidad de inspirarme y hacerme imaginar como aquel artefacto sumamente sencillo que consistía en una bobina, un dial, un diodo de germanio y unos cascos, como he dicho.

Mañana, uno de febrero, mi hija mayor cumple doce años. Le hemos preguntado qué quería y nos ha dicho que un reproductor de MP3 si era posible. He ido a varias tiendas y al final le he comprado un reproductor de MP4 de Sony, que también es sintonizador de radio. Espero que este aparato ocupe en su historia un lugar semejante a la mítica radio de galena, que me regaló mi padre, con el que discrepé en tantas cosas, pero al que quiero hoy dedicar este post, lleno de emocionado recuerdo y agradecimiento por aquel fantástico regalo cuya dimensión es difícil de percibir quizás a través de mis torpes palabras.

miércoles, 28 de enero de 2009

En este instante

He bajado a Barcelona. En el metro un acordeonista rumano tocaba la canción Cielito lindo y algunas más. Le he echado una moneda. He llegado a Plaza Cataluña. En una plaza interior de enlaces a distintos medios de transporte había varias personas tiradas en el suelo, cubiertas por cartones o mantas. Parecían dormir o abstraerse de lo que pasaba a su alrededor. Pero me las imagino sintiéndose acompañadas por el run run de los pasos y de los tangos que cantaba un guitarrista argentino. Un señor de unos sesenta años con larga barba blanca y aire profético estaba sentado. Me hubiera apetecido quedarme a charlar con él y quizás invitarle a un café. Por delicadeza no lo he hecho. He seguido mi camino oyendo los ritmos argentinos en la lejanía. He tomado dirección Muntaner en los Ferrocarriles Catalanes. Es la zona alta de la ciudad. Me he dirigido a Dirección General del Departamento de Educación. Tenía una duda sobre mi trabajo y quería consultarla. Apenas había nadie como visitante. El edificio tenía un aire moderno y algo kafkiano. Me han hecho dejar el DNI y me han dado una tarjeta de visitante. He tenido que pasar por el detector de armas y explosivos, y por fin he podido subir hasta la tercera planta, donde un trabajador con síndrome de down me ha encaminado a la sección objeto de mi interés. Toda la planta eran cubículos separados por biombos. La impresión que daban era de escasa actividad, los trabajadores charlaban y mecían la mañana alejados de la épica de las aulas.

 ¿Y bien? He hecho mi consulta. Me han derivado a otro organismo. He bajado al centro de nuevo y he entrado en el FNAC. Quería encontrar un libro de poemas de Wislawa Szymborska, pero no he hallado  ninguno. Pero sí uno de Chantal Maillard (1951), poeta y filósofa, especialista en religiones orientales. El título era enigmático Matar a Platón. Un libro de dolor y heridas abiertas. La autora nació, como Cortázar, en Bruselas aunque reside entre Málaga y Barcelona. Mientras vuelvo  a casa en metro leo alguno de sus poemas. Los noto en seguida próximos a mí. El lenguaje de la poesía tiene esto. Revela tu estado de ánimo abriéndose como una flor que te parece cercana, o bien se mantiene distante. Leo:

Un hombre es aplastado.

En este instante.

Ahora.

Un hombre es aplastado.

Hay carne reventada, hay vísceras,

líquidos que rezuman del camión y del cuerpo,

máquinas que combinan sus esencias

sobre el asfalto: extraña conjunción

de metal y tejido, lo duro con su opuesto

formando ideograma.

El hombre se ha quebrado por la cintura y hace

como una reverencia después de la función.

Nadie asistió al inicio del drama y no interesa:

lo que importa es ahora,

este instante

y la pared pintada de cal que se desconcha

sembrando de confetis el escenario. 

Soy Joselu, pero también el acordeonista que tocaba Cielito lindo, y el sintecho que dormitaba cubierto por una manta en la plaza, soy también el guitarrista argentino de melodiosa voz, soy también el ordenanza con síndrome de down que me ha acompañado amablemente hasta la sección de mi interés, soy la funcionaria aburrida que me ha atendido, soy también la muchacha de rostro hermoso que he mirado, soy en alguna forma también Wislawa Szymborska, cuyos libros no he encontrado, soy en alguna forma Chantal Maillard cuyos versos me han acompañado identificándose con mi espíritu. Me apodero de fragmentos de las personas que veo, que leo, que conversan conmigo; en una mímesis próxima a lo patológico intercambio mi mundo con el universo humano que me envuelve. Dice Chantal Maillard:

 escribir

 para curar

en la carne abierta

en el dolor de todos

en esa muerte que mana

en mí y es la de todos

 Post cerrado y circular en que me vuelvo a ver en un día frío y ventoso bajando a Barcelona y oyendo de nuevo al acordeonista rumano y veo otra vez  la moneda que le he echado en el bote. En este instante, ahora.  Oigo como resuena...

domingo, 25 de enero de 2009

El faro

Fin de semana. Voy a buscar a mis hijas al cole. Es un buen rato para conversar con un buen amigo, Jorge, con el que comparto muchas cosas, como la literatura, el arte y la pasión por charlar. Yo estaba dándole vueltas al tema del post anterior. No suelo mantener posturas inmovilistas y me gusta sopesar los argumentos distintos a mis posiciones. No sé por qué ha salido el tema del faro, de vivir una temporada en un faro. A los dos nos atraía pasar un tiempo, quizás un mes en aislamiento, con buena lectura y contemplando el mar en el horizonte. ¿Pero todavía existen fareros? ¿No está todo automatizado? Y con los nuevos sistemas de GPS ¿son todavía necesarios los faros?

 Luego hemos hablado del cerebro, sobre si había algo más allá de las conexiones eléctricas neuronales. Jorge se ha quedado sorprendido de que yo pensara que podía haberlo. ¿La mente es el cerebro? ¿Y la trascendencia una ilusión? Me ha dicho que la vida acaba con la muerte cerebral. Es el criterio que se mantiene para definir a una persona por muerta. Verónica Sanz me ha enviado dos enlaces a unos vídeos de la neurocientífica norteamericana Jill Bolte Taylor en la que describe el proceso por el que tuvo un derrame cerebral y las experiencias de conciencia que tuvo.  Parece contundente que la vida psíquica, nuestra imaginación, las experiencias místicas y oníricas, nuestro subsconsciente y  la percepción de la trascendencia están alojadas en nuestro cerebro físico… Puede ser, pero no me acabo de persuadir de que nuestro cerebro en alguna manera, como he leído en algún libro sobre el zen, no esté constituido a imagen del universo, y que ese microcosmos, que son nuestros dos hemisferios, refleje la esencia misma del citado universo. No  hay escisión entre materia y espíritu, y la misma materia es  nuestra dimensión cósmica, poética y metafísica.  ¡Y patafísica!

 Hay estados de conciencia extraordinarios, inducidos por drogas como la mescalina, descritos por Aldous Huxley en Las puertas de la percepción. La mescalina reduce la ración de azúcar que recibe el cerebro lo que produce impresiones visuales que se intensifican mucho y el ojo recobra parte de la inocencia perceptiva de la infancia; el interés por el espacio y el tiempo casi se reduce a cero; se reduce la voluntad y no se ve razón alguna para hacer nada determinado y juzga carentes de todo interés la mayoría de las causas por las que en tiempos ordinarios estaría dispuesto a actuar y sufrir… Tiene mejores cosas en qué pensar.

 Me pregunto si el cerebro es una especie de organismo de estructura todavía inexplicada y que tiende a los estados de conciencia religiosos. A los descreídos y agnósticos que somos muchos no debe ocultársenos que la mayor parte de la humanidad experimenta estos estados de conciencia. Es inmensa mayoría en el mundo los que creen en un ser supremo y no es cuestión de subdesarrollo económico o tecnológico necesariamente. La mayor potencia del mundo es una nación profundamente religiosa. Nosotros mismos necesitamos trascender nuestra vida concreta. El uso masivo de alcohol y drogas en nuestra cultura revelan una búsqueda, quizás no consciente, de estados de conciencia no ordinarios y que expresan una necesidad de ver la realidad transfigurada. La psicología de masas en un espectáculo deportivo expresa entusiasmo, decepción, rabia, euforia… Si no, que se recuerde la ola de entusiasmo colectivo que desató la última Eurocopa ganada por España… Necesitamos trascender nuestro ego creado ilusoriamente por el cerebro, lo que constituye un mecanismo de supervivencia pero también una cárcel para la libertad de nuestro ser imaginativo. La práctica misma del deporte supone una liberación de endorfinas que crean un estado de bienestar próximo a lo espiritual.

 El cerebro es una máquina poética y analógica, laboratorio extraordinario donde se tejen las más maravillosas historias que vivimos por las noches desconectados de nuestra razón más estricta. Un tercio de nuestra vida, poco valorado, nos lo pasamos viviendo estados de conciencia no ordinarios. Nos sirven de poco cuando hemos de enfrentarnos cada mañana a la cruda realidad de tenerse que levantar e ir a trabajar a la oficina, a la escuela, a la obra. Pero algunos tienen la habilidad de tejer en su trabajo experiencias poéticas y continuar con esos estados de conciencia no ordinarios.

 Vuelvo a la imagen del faro, no sé por qué. Este blog no es el espacio de convicciones rotundas e inamovibles. Nunca nos atreveremos a decir esto es así, plantearemos la duda y unas propuestas que de ser recogidas por vosotros adquieren sentido. Un blog es un faro que proyecta luz y que tal vez recibe respuestas. Y la pregunta es ¿por qué esa necesidad de llegar más allá de nuestros límites físicos y de experimentar estados no ordinarios de conciencia? ¿Cuáles son las demandas, instaladas en la química de nuestro cerebro, que llevan a ampliar nuestras fronteras y nuestros sueños?

martes, 20 de enero de 2009

La comparación

A veces me pregunto si en la ESO, ese territorio auténticamente salvaje, entendiendo por salvaje no lo agresivo sino lo puro y aquello que es posible transformar,  es posible la reflexión filosófica utilizando la clase de lengua como vehículo. Hoy les he leído un texto creado por mí. Me dirigía a su corazón disculpándome de algunas actitudes nerviosas mías, de mi falta de sentido del humor, y les proponía aprender juntos. Una clase es una dinámica compleja. No te diriges solamente a alumnos individualmente sino que lo haces a un conjunto determinado por la dinámica de grupos. Unos influyen a otros. Hay líderes negativos que suelen ser a veces los más interesantes. A veces me fijo en ellos y les dedico una atención especial.

 Me pregunto si es posible empezar las clases con una reflexión de Krishnamurti. En este blog no se rechaza el mundo de la espiritualidad. Se aplica la mecánica cuántica. Uno y cero son compatibles. No excluyentes como en el sistema binario. Es posible ser ateo y a la vez esperar atentamente del mundo espiritual. Creo que existe la mente, esa que nos hace amar o comprender, que nos hace ser generosos o avariciosos, que nos hace ser seducidos por el arte, por la literatura o por la música. Decir que sólo existe el cerebro y sus conexiones eléctricas es una pobre visión del ser humano, visión que se resiente de mecanicismo y banalidad.

 Me pregunto si podría empezar una clase con ese tema tan sensible que es la comparación. Dice Krishnamurti en El arte de vivir. Editorial Kairós. 

 “¿No es también la mente un instrumento de comparación? Ustedes saben qué significa comparar. Dicen: “Esto es mejor que aquello”. Se comparan con alguien que es más hermoso o menos inteligente. Hay comparación cuando dicen: “Recuerdo un río que vi hace un año; es todavía más hermoso que éste”. Se comparan con un santo o con un héroe, con el ideal supremo. Este juicio comparativo embota la mente; no la estimula, no la forma comprensiva, abarcativa. Cuando comparan constantemente, ¿qué ocurre? Cuando ven una puesta de sol y la comparan inmediatamente con una puesta anterior, o cuando dicen: “Esa montaña es hermosa, pero hace dos años vi una montaña que era aún más hermosa”, no están mirando realmente la belleza que está ahí delante de ustedes. De modo que la comparación les impide mirar plenamente. Si al mirarte a ti, por ejemplo, digo: “Conozco a una chica que es mucho más bonita”, no te estoy mirando realmente ¿verdad? Mi mente está ocupada con alguna otra cosa. Para mirar de verdad una puesta de sol, no tiene que haber comparación; para mirarte realmente, no tengo que compararte con  ninguna otra persona. Sólo  cuando te miro plenamente, sin ningún prejuicio comparativo, puede comprenderte. Cuando te comparo con alguien no te comprendo, meramente te juzgo, digo que eres esto o aquello. Así la estupidez surge cuando hay comparación, porque comparar a alguien con alguna persona implica falta de dignidad. Pero cuando te miro sin comparar, entonces mi único interés es comprenderte, y en ese interés mismo, que no es comparativo, hay inteligencia, hay dignidad humana.”

 Mañana empezaré con esta reflexión la clase con mi segundo de ESO más rebelde. Pero entiendo que la rebeldía es algo positivo aunque se enmascare con actitudes poco formales. Busco esa pureza de la adolescencia para intentar comprenderme a mí mismo, ese desafío de sus actitudes para encontrar en ellas claves de mi existencia.

 Cuando estoy desorientado siempre vuelvo a Krishnamurti. Me gusta aventurarme en lo desconocido. Cada alumno es un mundo incomparable, inevaluable. 

domingo, 18 de enero de 2009

Stardust Memories

                                                                    Foto de Krishnamurti

Hoy me ha venido a la mente esta palabra inglesa stardust que se refiere al polvo interestelar, pero también a un avión que desapareció en los Andes el 2 de agosto de 1947 en extrañas circunstancias junto al glaciar del volcán Tupungato… También la peli de Woody Allen Stardust memories... Y han venido a mí recuerdos de alumnos con los que mantuve densas conversaciones…

 Josep Maria vino un día a hablar conmigo en la hora del patio. Salimos del instituto –los institutos no estaban cerrados con verjas- y estuvimos charlando de sus estudios y su situación. Le pregunté si tenía novia y me dijo que no, y que era de aquello de lo que quería hablarme. Estaba seguro de que lo que le gustaban a él eran los chicos y no las chicas, y había un amigo que para él estaba convirtiéndose en algo más que amigo, pero no sabía cómo actuar. Por otra parte, los estudios en este momento eran secundarios. Quería aclarar este aspecto de su vida, y sólo sentía placer en dejarse caer hasta llegar al fondo de sí mismo… Josep Maria dejó de venir al instituto. Nos abrazamos y le deseé lo mejor.

 Montse pasó una temporada muy dolorosa entre la vida y la muerte a raíz de un accidente de moto. Estuvo un mes en el que su vida estuvo a punto de extinguirse. Afortunadamente se había recuperado y yo le había regalado un libro de Krishnamurti titulado El arte de vivir. Venía a hablar de ello porque la lectura había transformado su modo de percibir las cosas. Ella pensaba que era muy seria, pero últimamente en todos los sitios en que estaba sus amigos, que la escuchaban, se tronchaban de risa con ella y le decían que era divertidísima. No entendía qué le pasaba pero lo cierto es que el libro del pensador indio nacido en el sur de la India y educado en Inglaterra le había llegado muy hondo, y no me extraña. He retomado mi ejemplar leído hace más de veinte años y he visto algunos párrafos subrayados por mí. Uno de ellos dice así: “Cuanto más estrechamente nos aferramos a la seguridad en cualquiera de sus formas, más viene la vida y nos empuja. Cuanto más miedo tenemos y nos encerramos en nosotros mismos, mayor es nuestro sufrimiento, porque la vida no nos dejará tranquilos. Queremos estar seguros, pero la vida dice que no podemos estarlo…”. Esta reflexión me llega en esta tarde  de domingo y revivo aquella conversación con Montse en que se había redescubierto y no dejaba de ser una sorpresa continua para sí misma. 

 Artemio, alumno de COU,  era un enamorado de Stanley Kubrick. Había visto todo su cine innumerables veces. 2001, la odisea en el espacio la había revisitado en más de cincuenta ocasiones, igual que Senderos de gloria, La naranja mecánica, Barry Lindon, La chaqueta metálica, El resplandor, Teléfono rojo, volamos hacia Moscú… Había reflexionado sobre su cine y me hizo uno de los trabajo de lengua más sobresalientes que he leído jamás sobre el cine del director. Compartía con él mi admiración hacia Kubrick. Y nos tomamos alguna bebida en un pub –tenía más de dieciocho años- hablando de cine y sobre nuestras respectivas ilusiones, así como de nuestro entusiasmo por el jazz. Cuando llegó la hora de evaluarlo, yo quise dejar muy claro que una cosa era la amistad y otra las notas. Su examen de sintaxis era muy deficiente y lo suspendí en junio para setiembre, pero entonces yo ya no sería profesor en aquel colegio religioso. Me dolió este suspenso, y años después lo sigo viendo injusto. Para mi alegría, Artemio me llamó por teléfono meses después cuando yo ya era profesor en la pública y me explicó cómo le iban las cosas, sin ningún reproche. Luego ya no he vuelto a saber de él.

 Stardust, polvo de estrellas, jazz, Krishnamurti, Stanley Kubrick, Woody Allen, aceptación de sí mismos… Crecimiento personal, miedo, la vida, encerrarse.

 Reflexiones de tarde gris de domingo escuchando jazz (Oscar Peterson-Jobim).

 Mañana será otro día. 

jueves, 15 de enero de 2009

Una visita pedagógica


Este post surge del cruce de una reflexión sobre la representación plástica del dolor, tomando como base el magnífico libro de Susan Sontag, Ante el dolor de los demás, y la visita que realizaron hace un par de años alumnos míos de cuarto de ESO a una exposición en el MNAC sobre la memoria del holocausto a través de testimonios gráficos de los primeros fotógrafos que entraron en los campos de exterminio nazis de Bergen Belsen, MauthausenBuchenwald, Dachau y Auschwitz.

El libro de Susan Sontag es una reflexión lúcida sobre la historia, en las sociedades modernas, de la representación de la atrocidad de las guerras. Probablemente fue Goya el primero en representar el horror de la guerra en sus Desastres de la guerra. Sus crueldades macabras pretenden sacudir, indignar y herir al espectador sobre los crímenes que cometieron las tropas francesas en su invasión de España. Pero es la fotografía la que con su desarrollo objetivará el sufrimiento de la guerra. Una cámara pretende representar con exactitud lo que sucedió. Muestra la brutalidad y el horror de unos hechos.

Los primeros fotógrafos que llegaron a los campos de exterminio nazis se encontraron un panorama estremecedor jamás contemplado antes. Centenares, miles de cuerpos, se apilaban desnudos en un espectáculo dantesco. Muchos habían muerto a consecuencia de epidemias o asesinatos masivos. Los objetivos de las cámaras captaron en los primeros días este horror inimaginable y mostraron al mundo el verdadero significado de los lager nazis. En aquellos días se descubrió la realidad de las cámaras de gas y los hornos crematorios. Hoy día de aquello lo que más recordamos son las fotografías. Las imágenes conmocionan más que las palabras. Pero también seducen, y podemos sentir su hechizo como un polo magnético que nos atrae con su horror. 

Pocas veces ha habido unos alumnos más motivados con una salida. Aquellos alumnos de cuarto de ESO de un grupo de diversificación iban a tener un privilegio a diferencia de sus compañeros de otros cuartos. En seguida que les propuse hacer una actividad que tenía como objeto la memoria del  holocausto se sintieron atraídos. Estuvimos hablando de lo que significaron los campos de exterminio nazis. Yo tenía reciente la lectura de la trilogía de Primo Levi y otros libros que contaban, desde distintos ángulos, aquello. Los alumnos, unos veinticuatro, estuvieron superatentos, y el profesor aprovechó para hacer hincapié en la fría y meticulosa planificación del plan que quería eliminar a los judíos de Europa. Lo peor es que los jerarcas y oficiales nazis  no odiaban a los judíos. Simplemente los consideraban no humanos, y actuaban con frialdad como si estuvieran eliminando a una plaga de alimañas. Lo primero que hicieron, pues, es retirarles su categoría de seres humanos. Eran judíos.

El profesor les hizo firmar un pacto de honor por el que se comprometían a observar con respeto lo que iban a ver. Fuimos juntos la profesora de catalán y yo, como profesor de castellano. Les entregué un plan de trabajo al llegar al MNAC. Se formarían grupos y habrían de mirar en principio toda la exposición. Luego habrían de escoger un fotógrafo de los allí representados (Lee Miller, Margaret Bourke-White, Eric Schwab y George Rodger, entre otros) y seleccionar un par de fotografías que les atrajeran para describirlas mediante palabras adecuadas.

Su entrada en la exposición fue absolutamente en silencio. La fuerza de las imágenes les captó enseguida. Eran en blanco y negro y el pie de foto señalaba la fecha en que se tomaron y las circunstancias de las mismas. Aquellas imágenes desoladoras podían emplearse como memento mori, como objetos para la contemplación a fin de profundizar en el propio sentido de la realidad.

Sin embargo, mis alumnos, chicos y chicas, no parecieron quedar conmocionados por lo que estaban viendo. Se portaron con  seriedad, como se habían comprometido, pero no vi que aquello les inquietara. Su trabajo fue ordenado, pero apenas vi a alguno horrorizado por lo que estaba viendo. Es como si estuvieran demasiado acostumbrados a las imágenes impactantes que allí se mostraban. Sólo hubo una alumna magrebí, Jihad, que vino a hablar conmigo para comentar lo que estábamos viendo. Estaba conmovida y no entendía que se pudiera haber hecho eso con seres humanos. Me preguntó que por qué lo habían hecho. Era difícil responderle y explicar esta historia del absurdo y de la maldad que llevó a la inmolación de millones de personas.

La captación del sufrimiento y de la muerte es algo que perturba al observador, y a la vez le fascina. Vi esa fascinación en mis alumnos que describieron con bastante exactitud el contenido de algunas fotos realmente brutales. La lengua sirvió de vehículo para transcribir el espanto de aquellas imágenes sobrecogedoras.

Pero para mí, la más terrible fue la imagen de una enternecedora familia con la madre y dos niñas con el fondo de un jardín y una casa. El único problema es que el sensible fotógrafo que la había hecho era el comandante del campo de Buchenwald y estaba situada allí en su residencia oficial. Pensé en mis hijas y lo que significaba aquello. Llamé a Yihad y se la mostré. Le expliqué mis reflexiones y los dos nos quedamos en silencio contemplando la banalidad del horror.

Recordar es una acción ética. La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas dice Susan Sontag. Aquel día revivimos la memoria de aquellos días aciagos que no han acabado del todo. Hay muchos escenarios actuales donde se vive, si no algo parecido, sí muchas imágenes que provocan nuestro espanto. Pienso en las imágenes de la franja de Gaza en las que las más terribles son las de los niños masacrados. ¿Cómo los que sufrieron un exterminio sistemático, aplican métodos tan crueles con los palestinos?. Es difícil señalar qué puede ser mostrado y qué debe ser ocultado. Nunca sabemos si estamos fomentando la reflexión o la morbosidad, pero "debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer."

lunes, 12 de enero de 2009

Inanidad

                                                                      Fotografía de Diane Arbus

Hay lunes que acompaño a mi hija al ortodoncista, los famosos hierritos o brackets adolescentes, ya saben, y mientras espero hojeo alguna revista. Hoy eran todas de salud y belleza… y había un Hola. Lo he cogido. Me he quedado fascinado en el primer reportaje. Se trataba de uno sobre la familia Finat en su palacio del Carrascal de estilo nórdico. No sé dónde estaba. Sólo recuerdo que este palacio se construyó a principios de siglo y una vez estuvo el rey Alfonso XIII participando en una cacería.

Toda la familia Finat posaba en la frontal del palacio. Estaban los marqueses de Pastrana y las diversas generaciones de la familia, incluidos los niños. Luego se nos ofrecían perspectivas de las escaleras regias con tapices nobles, las habitaciones todas iluminadas maravillosamente, los salones, la biblioteca…

 Pero, me pregunto ¿por qué me parecen tan imbéciles los ricos? ¿Serán sus rostros llenos de autosatisfacción, de petulancia, de sentirse plenos en la vida…? ¡Cómo pueden ser tan inanes! ¿El tenerlo todo imposibilita la comprensión recta de la vida? No sé, pero sus rostros son la imagen del vacío lleno de solemnidad y estupidez. Detesto a los que lo tienen todo. ¡Cómo me atraen más esos personajes del programa Callejeros de la cadena cuatro en que salen personas que tienen toda la vida en contra y nos muestran sus casas sórdidas! La riqueza tiene algo que repele. Es la autosatisfacción, es esa mirada en que uno muestra a la cámara y le dice que está muy contento en ser como es y de toda su historia y del linaje de su familia, y de sus riquezas, etc, etc.

 Pienso que esta gente necesitaría un buen fotógrafo para que les sacara favorecidos, un poco interesantes. Pienso en aquella genial fotógrafa que se suicidó a los cuarenta y nueve años, una edad magnífica para hacerlo y si no se hace a esa edad ya mejor esperar a mejor circunstancia. Imagino que conocen a Diane Arbus, la fotógrafa norteamericana que retrataba a perturbados mentales, fakires, nudistas, gigantes, travestis, damas decadentes… y proporcionaba a sus modelos una extraña densidad e interés. Retrataba lo cotidiano proporcionándole la pátina de lo extraño. Sus imágenes nos seducen porque nos muestra la extrañeza de lo normal y lo normal de la extrañeza. Se adentró en lindes peligrosas. Su fotografía es todo lo alejado de esa sensación nauseabunda de la autosatisfacción.

 Sé que no soy perfecto, y tengo muchas cosas de que arrepentirme. Mi historia son algunos casos que recordar no quiero. No siento satisfacción. Me sé pecador, tonto en la mayor parte del tiempo… y eso me permite contemplar a los demás con esa mirada que uno llamaría compasión despojándola de todo sentido cristiano de menosprecio o de mirada altanera o de suficiencia.

 Me gustaría fotografiar a mis alumnos, cuanto más bandarras mejor. Las clases son luchas contra la entropía. Es difícil establecer el sentido del orden, de lo apolíneo. Recordando a Ingmar Bergman –uno de los dioses de esta casa- las clases son Gritos y susurros, aunque predominan los primeros. ¡Qué magníficos sujetos fotográficos serían mis alumnos de vida aperreada! Implicarían la vida en estado puro y en ese proceso terrible que es la adolescencia que alguien comparó con una montaña rusa sin freno.

 ¡Qué imbéciles parecen los ricos que lo tienen todo! Dudo que alguno lea este post. Dudo que algún miembro inane de la familia Finat lea o se manche con la blogosfera, lo que implica que no se sentirán atacados u ofendidos por este post que recuerda a la fotógrafa Diane Arbus e Ingmar Bergman, dos artistas populares y aristocráticos. Es difícil ser auténticamente  aristocrático sin haber sentido el filo de la navaja en el cuello o haber compartido con el pueblo sus desventuras. Que les den por ahí. Están vacíos. Esa es nuestra alta sociedad, la que puebla las páginas del Hola. En fin, reflexiones de una tarde en el ortodoncista. 

jueves, 8 de enero de 2009

Probablemente dios no existe

Esta tarde paseando por el centro de Barcelona he asistido a un cruce de imágenes curioso. En una estación de metro (en Hospital Clínico), había un cura mayor, bajito, con aspecto decrépito, ataviado con sotana hasta los pies, con una marcada joroba y con restos de caspa sobre sus hombros. Con voz insegura y tímida ofrecía a los viajeros que salíamos del metro un calendario con la imagen de la Virgen correspondiente a este año. Le había visto en varias ocasiones y siempre me había admirado su tesón y su resistencia frente al desaliento ante un público tan radicalmente tan poco predispuesto a comprar su calendario.

 Le estaba viendo y reflexionaba sobre ello cuando ha pasado un autobús que para mi pasmo llevaba en la trasera el famoso eslogan que se ha hecho popular estos días: Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida. He pensado que la casualidad merecía bien un post. Ha habido movimientos cristianos que han opuesto a esta campaña otra con otro eslogan en algún autobús de Madrid: Dios sí existe. Disfruta de la vida en Cristo.

 Me parece bien que puedan contrastarse ideas sobre ese asunto tan controvertido que ha vertebrado la historia. La campaña promovida por alguna asociación de ateos tiene algo de insólito y corrosivo. Es la primera vez que se pone en pie una campaña de este tipo. La idea surgió en Londres y ha llegado a España. No me imagino que esto hubiera sido posible en otros tiempos. Por mucho menos uno acababa en alguna mazmorra o frente al patíbulo o la hoguera inquisitorial. Hoy la iglesia tiene un aire anticuado, como el del curita al que hacía referencia al principio, los seminarios están vacíos y los monasterios cerrados o sólo con monjes muy mayores, pero cuando tuvieron poder, y han tenido mucho a lo largo de los siglos, lo utilizaron con una cruel prepotencia, aliados siempre del trono y la guardia civil. Su imagen no era precisamente la de la mansedumbre y la humildad.

 El personaje de Nazarín que narró Galdós y llevó magníficamente al cine Luis Buñuel, es el caso de un sacerdote que decide tomarse en serio las enseñanzas de Cristo y da todo lo que tiene a los pobres, incluidos los bienes de su parroquia. El caso levanta un gran escándalo y es llamado a capítulo por el obispo. Éste le pide explicaciones sobre sus acciones y Nazarín responde que sólo ha hecho lo que había dicho Cristo, provocando la sorpresa y el pasmo de monseñor que le espeta que si todos fuéramos a hacer lo que había dicho Jesús, bien nos iba a ir…

 No sé, la iglesia me parece poco espiritual. Sus obispos parecen ejecutivos  un tanto siniestros vestidos de negro y con miradas aviesas. Parecen lamentar que la sociedad se haya hecho agnóstica o atea. Hablan de una tiranía anticristiana en contra de nuestras raíces. Lamentan perder poder e influencia, pero no renuncian a las prebendas que les da el estado como presupuestos para subvencionar escuelas católicas.

 Siempre me ha asombrado su falta de fe. Si realmente dios existe ¿cómo confían más en lo material que en lo espiritual? Si dios existe ¿cómo no iba a tener él en cuenta todo este proceso que estaría dentro de sus  planes? ¿No podría mostrarse en todo caso más claramente para indicar el camino al mundo? Pero Dios se obstina en mantenerse en silencio. No se entiende por qué murió hace casi dos mil años? Yo, al menos, no le encuentro ninguna lógica o sentido a su sacrificio y la deriva que ha tomado su iglesia durante siglos y el propio mundo que parece cada vez necesitarlo menos.

 Es bueno y sano que pueda escribirse en público que dios probablemente no existe. No pasa nada. Sólo se ha dicho probablemente que no exista. No es seguro. Sólo es una probabilidad pero que visto en público tiene el sabor de lo prohibido frente al oscurantismo de una historia represiva.

 El curita que abre el post no obstante seguirá intentando vender calendarios con la imagen de la virgen que pocos le comprarán. Seguro que a él no le inquieta esta campaña atea. Quizás sea una nueva encarnación de Nazarín, ya vetusto, y el dinero que saca con los calendarios sea para ayudar a los inmigrantes de su parroquia. 

martes, 6 de enero de 2009

Gaza


He estado en la cabalgata de los Reyes Magos en la plaza Cataluña de Barcelona. Ha sido una simulación efectista, con muchas luces. Representa la visión bienpensante de nuestra sociedad. No han faltado las referencias a otras culturas como  la africana con una colección de personajes-máscaras con claro aire negroafricano. Es lo que más me ha gustado, pero todo tenía para mí una impresión de fabulación infantil que me sumía en una cierta tristeza y esperaba que todo se acabara ya. La presencia de la guardia urbana a caballo, caravanas de periódicos deportivos, camellos de pega y alguno de verdad me sumían en el aburrimiento. Más con las máquinas limpiadoras que dejan la ciudad impoluta tras el desfile. Todo ha de quedar igual, qué poca alma tiene el pensamiento progresista. Todo perfecto pero perfectamente impostado.

 Mi pensamiento durante la cabalgata se me iba a Gaza. ¿Quién hablaba de la tragedia que allí se está desarrollando? Una tragedia clásica con dos actores que juegan una representación terrible. Hamás y el ejército hebreo. ¿Quién es la víctima y quién el verdugo? Parece una pregunta retórica cuando vemos la proporción de fuerzas que se enfrentan. Uno de los ejércitos más poderosos del mundo con armamente sofisticado, y una ciudad que se enfrenta a ellos con piedras y algunas armas. ¿Quién tiene más miedo? Según el pensamiento oriental, el que ataca es el que tiene más miedo. En este caso, es el estado de Israel. Los cohetes ininterrumpidos de Hamás llenan de miedo a los ciudadanos hebreos. Tienen poca fuerza, pero les hace sentirse vulnerables a pesar de su gran poder militar y tecnológico. Israel tiene miedo, mucho miedo. Vive en medio de un  mar musulmán que le odia, los odian, todos los países que lo rodean desearían su desaparición. Israel es un error de la historia. Lo saben y conocen la tragedia del pueblo palestino, no menor a la suya. Pero no pueden volver atrás porque detrás no hay nada. Prefieren inspirar terror en todos los países que les rodean a ser amados, porque nunca lo serán. Los judíos saben que estén donde estén serán odiados. Es la maldición de su pueblo. Anhelan que esta guerra rompa la columna vertebral de Hamás. ¿Pero lo lograrán? En muchos sentidos es una guerra poética. En el mundo, Israel no suscita simpatías, en España muy pocas. Esta guerra la van a perder porque van a generar un odio tremendo, y no van a poder destruir a Hamás, que se alimenta de la ideología del martirio. Les gustan los mártires, y en esta historia ellos representan como nadie la figura del sufrimiento.

 Hubo un momento extraordinario cuando Isaac Rabin estableció un plan de paz con el movimiento laico palestino liderado por Yaser Arafat. Un fanático judío asesinó a Isaac Rabin y con él se acabó la posibilidad de un arreglo pacífico. Vino luego el psicópata de Ariel Sharon y se levantaron muros de la vergüenza. Palestina no puede subsistir en esas condiciones de ocupación y opresión. Hamás es la explosión de ese odio. Es un movimiento reaccionario, fundamentalista, inspirado en la teocracia iraní. No me produce ninguna simpatía. Es una lástima que la política en el oriente medio esté determinada por el miedo y por el odio. Hay cantidades ingentes de ellos. Entiendo el miedo judío y el odio palestino. No veo solución, pero esta guerra no contribuirá a mitigar el pánico de Israel, e incrementará el odio en cantidades terroríficas. Un gran fracaso del mundo, un fracaso de Israel, un fracaso de los palestinos… Una ópera bufa profundamente trágica que no tiene solución. 

sábado, 3 de enero de 2009

Arroz y pedagogía

He pasado dos días en el delta del Ebro, desconectado de la blogosfera, y aunque echándola de menos, he podido sentir el cielo sobre mi cabeza, el cielo y el río que llega hasta el mar en una desembocadura, si no amazónica, sí bastante hermosa. Dos días encapotados pero de cielos con suficiente luz y nubes para dar lugar a fotos interesantes. He comido dos arroces de la zona, a cada cual más bueno, he visto un molino de arroz tradicional y he aprendido el proceso que lleva al arroz desde la marisma a la bolsa herméticamente cerrada. Siempre he sido un enamorado del arroz. Cuando viajé por Indonesia, Malasia y Tailandia comía arroz para desayunar, para comer y para cenar. El arroz nunca me cansa en cualquiera de sus variedades. He comprado saquitos de arroz bomba y arroz marismas, excelentes para paellas, pero me gusta el arroz basmati, el risotto, la paella, el arroz tres delicias… Me encanta hacer fotos en los arrozales. El cielo se refleja en ellos. En Balí hice fotos sugerentes reflejándose las palmeras en el agua, en un cielo tornasolado de colores violetas, amarillos y verdes. Creo que pertenezco a la cultura del arroz… 

Pienso en mi alumnos. Me encantaría invitarlos a una gran paella en el delta del Ebro. Hablaríamos de leyendas africanas o sobre literatura. Cada vez me horroriza más la enseñanza impartida en campos de concentración obligatorios. 

miércoles, 31 de diciembre de 2008

Comienza la función


Señoras y señores, damas y caballeros, niños y niñas, buenas noches o buenos días, según sea la hora en que entren en este blog. Soy Joselu, el propietario de esta casa, y esta noche o esta mañana quiero darles la bienvenida. Cuando me dediqué a profesor abandoné otra vocación, bueno fueron varias vocaciones pero de eso hablaremos otro día. Me hubiera gustado ser payaso o clown que también es bonito. Me hubiera gustado llevar una vida trashumante montado en un carromato pintado alegremente. “Joselu, el pentapayaso y su compañero Tonito. Un payaso siempre necesita un compañero. El payaso rojo y el payaso blanco, el supuesto tonto y el supuesto listo. Estudié para payaso y practiqué la commedia dell’ arte. Me especialicé en el personaje de Pantaleone, vestido de rojo, con una capa negra y un sombrero de ala ancha. Llevaba colgando una bolsa, porque Pantaleone era un poco tacaño. Venía Colombina, la chica de Arlequino,  y me ponía a cien. ¡Cómo me gustaba aquella zagala! Perdía el oremus por ella. Y Colombina se aprovechaba y siempre me sacaba unas monedas… 


Me encantaba el teatro de máscaras. La máscara te transforma, pero tú debes hacerla vivir. La máscara del payaso se la crea cada uno. Eso y una nariz, ya es suficiente para salir al mundo con unos grandes zapatones y muchas ganas de provocar sonrisas y carcajadas.

 Quiero en estas fechas desearles lo mejor, que se lo pasen bien… Lo de Palestina me duele en el alma. No sé muy bien qué decir y no querría ponerme trascendente en esta noche de jolgorio y serpentinas. 


Este post va dedicado a todas las Colombinas y Arlequines, a los payasos blancos y rojos, a todos los que en algún momento de vuestra vida habéis soñado con la libertad de tener el cielo por encima de vuestros ojos y sentiros arropados por los focos en un momento solemne y decisivo, el momento en que decimos: Hola, señoras y caballeros, niños y niñas… Comienza la función.

Feliz 2009.

 Da igual ser un poco tópico esta noche, porque igual de tópico es ser tópico o antitópico. Y esta noche tras los festejos practiquen lo mejor de este mundo, ya me entienden. Se lo recomienda Joselu



martes, 30 de diciembre de 2008

En el camino del Norte

En el año 2000 volví a hacer el camino de Santiago, pero esta vez por la ruta del Norte partiendo de Bilbao hasta Santiago y pasando por Portugalete, Castro Urdiales, Laredo, Santander, Comillas, Unquera, Llanes, Ribadesella, Sebrayo, Gijón... hasta que el camino confluye con el otro -el Francés- en Arzúa. En esta foto, tomada por mí mismo, mientras caminaba por la playa de Laredo, se ve el movimiento de mis pies descalzos y el batir de mi bordón. Ser peregrino es una de mis vocaciones. Cuando llegas a Santiago y te preguntan si quieres volver a la vida normal, uno no puede menos que contestar que ¡¡¡no!!! No quiero volver a la vida del trabajo, quiero caminar como  un cómico de la legua con el sol y el cielo sobre mi cabeza. Cuando camino me siento un pícaro y mi encuentro con otros peregrinos nos lleva a compartir un trozo de chorizo y un pedazo de queso con una hogaza de pan. Ultreya. 

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