Caminaba apresuradamente por uno de los pasillos del metro en el intercambiador de Plaza España. Iba pensando en el último relato de Cortázar que había leído, Las armas secretas. Pierre intenta alcanzar siempre a Michèlle, pero ésta se le escapa, y siempre acude a él la misma imagen, la de una escalera y una bola de cristal al comienzo del pasamanos... Me quedaban un par de páginas que terminaría en el trasbordo que tenía que tomar. Un músico tocaba el violín y pedía unas monedas. Era joven y tenía una larga melena rubia. Me lo imaginé como un estudiante del conservatorio que no encontraría trabajo en ninguna orquesta, o que tal vez estaba buscando un auditorio para su Canción de paz del poema sinfónico Finlandia del compositor finlandés Jean Sibelius. La reconocí en seguida porque es una de mis melodías preferidas. Me quedé un rato escuchándole disfrutando de la ocasión. El muchacho me miró agradecido. Todo el mundo pasaba rápidamente y nadie parecía prestar atención.
A su izquierda, a unos tres o cuatro metros había un hombre de unos sesenta años en el cual no había reparado. Ofrecía un aspecto desaliñado, con su americana de pana verde raída, sus pantalones vaqueros y sus zapatos deteriorados. Vendía libros. Tenía una treintena de ejemplares que me llamaron poderosamente la atención porque parecían de colecciones de hace veinte años, Bruguera y Alianza, con las famosas portadas de Daniel Gil. Pero aquel señor me resultaba familiar. Lo miré con atención mientras acababa la pieza de Sibelius. Me fijé en sus manos, extraordinariamente finas y expresivas. Colocaba los libros. Me acerqué y miré los títulos. Me parecieron todos del género policiaco. Uno de ellos era Cosecha roja de Dashiell Hammet, otro era El agente de la continental del mismo autor; más allá estaba El largo adiós de Chandler junto a títulos de Ross MacDonald, Richard Stark, Jim Thomson, Chester Himes, Horace McCoy... Eran libros que mostraban la pátina del tiempo y se los veía desgastados. Había un cartel que ponía que valían dos euros cada uno. El vendedor de joyas de la novela negra llevaba un sombrero tipo gran Gatsby. Tenía un paquete de Marlboro junto a los libros y un tetrabrik marca don Simón de vino blanco barato.
Me acerqué a él y me agaché para hojear algunos de los ejemplares. Me dijo entonces que cada uno de ellos había sido leído bastantes veces y que tenían una larga historia. Su voz era profunda y musical. Le dije que los conocía, que también para mí habían sido libros importantes. Me miró con un aire próximo a la desolación y a la vez pícaro. Sacó entonces de su macuto verde un vaso de plástico y me ofreció vino del que estaba bebiendo. Me sonrió y me lo pasó. Se lo acepté, y me senté junto a él. El violinista se puso a tocar otra pieza que me recordó a Mozart. Bebí de aquel pésimo vino blanco, y estuvimos charlando sobre novela negra. Hubo un tiempo en que siendo profesor en Berga planteé a mis alumnos un ciclo de lectura de las mejores novelas policíacas. Cada uno tenía que leer tres de ellas y hacer un trabajo monográfico. Recuerdo la experiencia como magnífica. Y ahora estaba sentado con aquel individuo cuando tenía que coger el tren hacia Cornellà. Me echó otro vaso de vino, y comenzó a hablarme de otros libros, de libros que a él lo habían marcado. Su voz me resultaba conocida, y su estilo claramente pedagógico. Me preguntaba qué hacía una persona como él sentado en un pasillo del metro. Me habló de Baroja, de Azorín, de Unamuno y de Valle, de la olvidada generación del 98 que, a su juicio, fue uno de los momentos estelares de la prosa española, tras las magníficas novelas de Galdós y Clarín. Entonces sacó un libro de su bolsa verde caquí y me lo enseñó. Era La lámpara maravillosa de Valle, me lo pasó y yo inmediatamente reconocí aquel libro de la colección Austral. Lo abrí sabiendo lo que iba a encontrarme en las primeras páginas bajo el título de aquella obra de estética quietista y panteísta del autor de Las comedias bárbaras. Estaba mi nombre, Joselu, y una fecha, julio de 1982. Bebí un sorbo de vino blanco y hojeé el ejemplar archiconocido por mí, igual que también me eran cercanos todos los títulos que había allí expuestos. Sus manos estaban gastadas por la vida, y sus ojos del mismo color que los míos, cansados por la desilusión, pero mantenían todavía el orgullo y la vivacidad. Me dijo que el libro era para mí. Le respondí que no podía aceptárselo, pero él insistió. Me levanté con La lámpara maravillosa en la mano y apreté la suya con fuerza. El se levantó también. Nos miramos cogidos de la mano, cuando comenzaba a tocar una pieza irlandesa el músico de al lado. La música era alegre y vital como una catarata. Nos pusimos a bailar y a reírnos, carcajeándonos de la vida. La gente pasaba y no entendía nada. El ritmo parecía llevarnos a los prados y colinas de Irlanda lejos de aquel metro ordenado y gris. Probablemente el vino se me había subido a la cabeza. Era la una del mediodía y no había comido nada. Bailamos y bailamos, y cuando acabó la canción, cogí el libro de Valle y mi ordenador portátil que había dejado junto a sus libros, le abracé y me fui por el pasillo rumbo a Cornellà.
Adiós, Joselu, -le dije.
Adiós, amigo, -me contestó y se sentó nuevamente agitando la mano como despedida.