El otro día un bloguero amigo hacía
referencia veladamente a mi incoherencia pedagógica tras seguirme a lo largo de
varios años. Y quedaba sorprendido por mi ejercicio de saltimbanqui este verano
en que parece que se me ha aparecido la luz tras la lectura de algunas obras
educativas. De tal modo me he convertido en partidario de la innovación
pedagógica, esa que viene con siglas extrañas desde el otro lado del océano
pero que, a su juicio, consiste en un lenguaje grandilocuente de radical
novedad pero que está vacío de todo real contenido innovador pues expresa lo
que se ha hecho siempre.
Reconozco mi incoherencia. Yo defendí las tesis de Ricardo Moreno Castillo y su Panfleto Antipedagógico. Apoyaba yo la
escuela del esfuerzo frente a una escuela lúdica e inconsistente. Entre mis
setecientos setenta posts hay ejemplos de esta convicción contra la escuela del
constructivismo y del aprender a aprender.
Soy una persona poliédrica. El hecho de
que me enroque en una posición no quiere decir que no esté evaluando
constantemente enfoques contrarios o alternativos que rechazo. Mis reflexiones
han ido jalonando este blog con flagrantes contradicciones. Quiero pensar que
son las propias de un profesor que contrasta sus ideas con la praxis en el
aula. ¿De qué modo las ideas de Moreno Castillo me ayudaban a conseguir que mis
alumnos aprendieran? Lo intenté. Pero eso me llevaba a estar en un modelo
estático y alejado del aula. Y además la constatación crudelísima es que mis
alumnos no estudiaban (las características sociales de mi instituto son muy
marcadas) y ello era evidente. Yo lo intentaba todo desde ángulos convencionales de
enseñanza-aprendizaje. Pero el resultado era magro, escaso. Y además mis
alumnos se hacían expertos en el arte de la copia. He escrito sobre ello. ¿Por
qué a pesar de todos mis esfuerzos mis alumnos no retenían nada? Me daba cuenta
de su escasa atención, de sus dificultades lectoras, de la desatención en el
aula. Elucubré mucho sobre ello. Mis compañeros y yo lo achacábamos al medio
social, a la falta de hábitos de estudio, a la poca o nula implicación de las
familias, a la deficiente culturización, a los medios de comunicación, al
estilo de vida, a las leyes educativas... Muchos profesores reclamaban más de lo mismo. Más disciplina, más esfuerzo,
más sentido del deber, más conciencia de futuro... Pero nada funcionaba salvo
en un pequeño porcentaje que aprovechaba la enseñanza en el sentido
tradicional, tal vez un diez por ciento, a lo sumo un 15 por ciento. El resto,
un ochenta y cinco por ciento se inhibía, se arrastraba, desconectaba, y
algunos lograban pasar, más por la enorme generosidad del sistema que porque
ellos hubieran luchado por ello.
¿Por qué pasaba esto? ¿Había que dar más
de lo mismo en una fórmula que yo ya preveía condenada al fracaso? La enseñanza
era estática, carecía de dinamismo, no aprovechaba las ganas de aprender de un
adolescente cuya curiosidad está en el punto de máximo exponente. ¿Por qué los
aburríamos? ¿Por qué no les interesaba lo que les contábamos? ¿Por qué todos
los profesores solo hablan de esa minoría de alumnos que van bien y desdeñan a
los que se autoeliminan o se desentienden?
Detestaba a Ken Robinson al que había
visto en algún vídeo que me parecía totalmente fuera de la realidad. Venía a
decir que la escuela en que estamos mata la curiosidad y que está pensada para
la sociedad industrial pero que no tiene en cuenta el mundo cambiante en que
estamos y la realidad de un futuro del que no sabemos nada.
Este verano he visto muchos vídeos de TED
sobre educación. Para mi sorpresa me hablaban con más cercanía a mi realidad
que las charlas insulsas de mis compañeros de instituto carentes de cualquier
tipo de reflexión sobre la realidad que estamos viviendo. No hay nada más vacuo
que la conversación con un profesor que sabe perfectamente lo que tiene que
hacer porque lo ha hecho siempre. Aquellas charlas me abrieron caminos de
pensamiento que estaban dormidos. Leí un libro magnífico de Francisco Mora Teruel titulado Neuroeducación que me ayudó a ver más
claro. Los problemas de atención de mis alumnos son comunes a los adolescentes
de todo el mundo. Los muchachos solo aprenden algo si esto va ligado a
emociones estimulantes, solo aprenden si el aprendizaje va unido a la novedad,
hay inteligencias múltiples, la mayor fuente de aprendizaje va unida a la
cultura audiovisual, un aula no es un lugar sagrado en que solo pueda haber la
voz del profesor. Un aula puede ser un espacio abierto en que se planteen
problemas. La materia de un profesor puede convertirse en apasionante. Los alumnos
pueden aprender sin darse cuenta, sin apenas estudiar convencionalmente si
logramos retenerlos. El juego es el mayor aporte al aprendizaje. Jugando se
aprende. Si convertimos el aprendizaje en un juego estimulante podemos llegar
mucho más allá que de cualquier otra manera. La tecnología es su lenguaje generacional. El aprendizaje cooperativo es
importante. Cooperar aporta mucho al aprendizaje significativo. Y el concepto
de aprendizaje significativo se impone. ¿Qué es aprendizaje significativo? Yo
lo definiría como un aprendizaje que sirve para la vida, que se puede utilizar
para enriquecer la propia experiencia. Y la evidencia de que nuestros alumnos
son curiosos, les interesan muchos temas, pero no podemos dárselos como siempre
se los hemos dado. Para aprender es necesario un desorden creativo. Un aula no
tiene por qué ser un espacio en que haya un silencio absoluto ante un profesor
que causa miedo...
Agité todo esto, leí varios libros, seguí
viendo vídeos, conversé con alguna profesora innovadora (una rara avis): la
inmensa mayor parte de mis compañeros tienen muy claro qué deben hacer y cómo
hacerlo lo que no impide que nuestro centro gestione el fracaso más formidable
en todos los órdenes, algo que no ha llevado nunca a ninguna reflexión de
ningún tipo. Y me dije. ¿Puedo irme de aquí, de esta profesión, sin contrastar
con la realidad un enfoque claramente diferente a lo que se está haciendo
oficialmente? ¿Por qué no darme el lujo de intentar cuadrar el círculo? Lograr
que mis alumnos adquieran un nivel alto y que se diviertan haciéndolo. Y que yo
me divierta también. Lograr implicarlos en una dinámica atrayente que sea
nueva, que los emocione, que implique a los más proclives al abandono. ¿Por qué
no embarcarnos en un proyecto que de entrada me genera una enorme ilusión y que
pudiera abrir nuevos caminos? ¿Puedo irme sin probarlo? Es la manzana
envenenada del conocimiento que me tienta. ¿Puedo ir más allá de alguna
tertulia decadente como Deseducativos,
un blog que desapareció en la nada, que se esfumó en el éter sin dejar nada en
pie y del que no aprendí nada?
¿Puedo ir más allá de la conversación de
mis compañeros de instituto que no genera más que aburrimiento, ganas de
jubilarse y decepción?
Tengo una oportunidad y la voy a
aprovechar.
Y la incoherencia me importa tanto tanto
que me voy a reír de ella a mandíbula batiente. Quiero divertirme, que mis
alumnos aprendan a pesar suyo y que esto me suponga un desafío intelectual
potente. Porque no es lo mismo. No son refritos de ideas de siempre. Sé
distinguir a un docente derrotado y a uno desafiante. Con nervio, con pasión y
adentrándose en territorios desconocidos donde las reglas hay que
improvisarlas. Esa es la novedad, ese es el desafío. Esa es la vanguardia. Lo
que no quiere decir que en la vanguardia renunciemos a la tradición. Se pueden armonizar.
Caña.