Solo he estado una vez en los
sanfermines. Fue en 1977. Estuve trabajando cuando cursaba cuarto de Filología
Hispánica. Pamplona todavía no estaba invadida por el turismo masivo y la mayor
parte de la gente que había allí era pamplonica. Yo no había leído a Hemingway
y su mítico Fiesta que trajo a tantos norteamericanos a las fiestas. Encontré
trabajo de camarero en un bar en la calle Curia. Se llamaba El quinto pino. Me
contrataron durante las fiestas para trabajar doce horas al día. De diez de la
mañana a diez de la noche. Un horario perfecto para salir por la noche y
continuar la fiesta. No tenía donde dormir, así que dormía en unos jardines de
la plaza del Castillo. No recuerdo cómo llevaba el tema de la higiene. Ahora lo
pienso y me sorprende que pudiera estar ocho días en esas condiciones, pero así
fue. Vivía intensamente el ambiente de Pamplona tanto en el bar al que acudían
muchos australianos como en las calles que ardían en cánticos reivindicativos.
Era el tiempo de la transición. Se gritaba y yo gritaba: Presoak kalera, txakurra barrura al ritmo de los movimientos de la
masa. Hoy soy consciente del momento aquel, políticamente muy intenso y que
estallaba en nuestros gritos acompasados. Hoy soy conocedor de lo problemático
de lo que yo gritaba: presos a la calle,
perros adentro (refiriéndonos a la Policía Nacional y la Guardia Civil)
cuando en aquellos años centenares de
policías fueron asesinados por ETA. Pero esto no lo pensábamos. Aquella era la
voz del pueblo y la dictadura estaba
tan cerca que no dábamos ningún crédito a la depuración de la policía
franquista que no se produjo salvo con
el tiempo.
Eran momentos eufóricos. Todas las
fiestas lo son. A mis veinte años disfrutaba, corría, cantaba, bebía, miraba a
las pamplonicas, ardía en deseo sexual y el trabajo, con unos jefes muy
comprensivos, era tranquilo y divertido. El bar estaba animado todo el día. Se
bebía mucho y continuamente. Cervezas, gintonics, japonesas, lumumbas,
destornilladores, nombres que hube de aprender para servir a nuestros clientes.
El once de julio fue mi cumpleaños y lo celebré a mi manera en el bar. Una
chica australiana me besó en los labios cuando le dije que era mi cumpleaños y
yo aluciné. No entiendo cómo me lo permitieron los dueños del bar. El caso es que yo trabajaba y me
divertía y cuando faltaban dos horas para salir, cogía cervezas y me las bebía
para ponerme a tono con la fiesta que iba a continuación por la noche. Las
calles estaban rebosantes de gente que tenía ganas de vivir y beber sin parar.
Tal vez allí descubrí eso que tanto caracteriza a los españoles y que es la fiesta, esa palabra que nos define ante
el mundo. No somos famosos por nuestra productividad o nuestras universidades o
nuestra alta tecnología pero somos mundialmente conocidos por nuestro sentido
de la fiesta. Desbordante, etílica, eufórica, desatada, sudorosa, tanto que nos
arrojaban agua desde los balcones cuando la multitud gritaba “agua” lo que nos
refrescaba y nos enardecía nuevamente. Es un modo de estar en el mundo
profundamente catártico y sicalíptico.
No vi ningún encierro. A esas horas,
sobre las siete de la mañana, yo deambulaba por Pamplona intentando tomarme
algún café tras una noche sobre el césped de la plaza. Y a las cinco habían
pasado comparsas tocando trompas y tambores para levantarnos. Apenas había
dormido una hora. Debía oler a tigre y tenía sueño. Pero a las diez debía
empezar a trabajar en el bar El quinto pino. Me sentía orgulloso: me pagaban
mil quinientas pesetas diarias (unos nueve euros) pero en aquel momento me parecía
una cantidad fabulosa y lo era. Imaginaos que trabajé en la construcción otro
verano y me pagaban 4500 pesetas al mes por trabajo durante cinco días y ocho horas diarias. En ocho días me podía llevar doce mil pesetas lo que era una
fortuna. No recuerdo cómo guardaba el dinero durmiendo en la calle o si me
pagaron al final cuando llegaron los cánticos tristes del catorce de julio del Pobre de mí, pobre de mí, que se han
acababado las fiestas de sanfermín. Con ese dinero me fui a San Sebastián a
pasar unos días. Vi en el puerto una gigantesca ikurriña que me pareció gozosa,
tanto que compré una (hecha en Terrassa) para llevarla a mi piso de Zaragoza,
un piso que compartía con otros estudiantes. La pusimos en el salón de la casa
presidiendo la habitación. El dueño del piso era guardiacivil. Le pagábamos
12000 pesetas al mes (unos 72 €) lo que era una cantidad elevada. El País valía
quince pesetas y era un periódico de izquierdas, aunque ahora parezca mentira. Nunca consideré en aquel momento
que aquel guardia civil podría pensar que por aquella bandera estaban muriendo
a mansalva decenas y decenas de guardia civiles en el País Vasco. Luego lo he
pensado en muchas ocasiones. Era un momento extraño, de transición de una
dictadura a la democracia. Estaba Suárez pero nadie creía en él. Lo que
sentíamos era un vértigo de vivir, el propio de los veinte años, unido a un
momento histórico que había que haber vivido para comprenderlo. Mis sanfermines fueron
un momento, probablemente no especialmente importante pero he querido traerlo
aquí en estos días en que nuevamente las calles de Pamplona se llenas de
jóvenes de veinte años que desean a esas pamplonicas tan hermosas todas de
blanco y pañuelos rojos. ¡Qué bonitas estaban! Y quieren quemar el mundo,
llenos de alcohol, viviendo la locura de la fiesta, esa que nos da fama en todo
el mundo para bien y para mal. Somos un pueblo, el español, profundamente
dramático en el sentido de teatral. Nos va la teatralidad y el dramatismo. Un
país extraño que no se reencuentra a sí mismo sino en la fiesta.