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sábado, 13 de julio de 2019

La inducción a la lectura


He sido profesor de literatura muchos años; posteriormente me reciclaron en un híbrido en el que no me sentí a gusto: profesor de lengua y literatura. Son dos materias muy distintas aunque una se alimente de la otra, pero en todo caso, está claro que sobre mí y otros compañeros recaía la maldición de tener que hacer a nuestros alumnos competentes en la lectura, y no solo eso sino aficionarlos a leer, hacerlos lectores porque, según se piensa, los lectores son personas críticas y se dejan engañar menos por el poder, además de disfrutar con los libros viviendo otras vidas de modo imaginativo.

No hay español que no tenga una teoría sobre la bondad de las lecturas en el aula. Se reprocha que se haga leer a infantes casi recién destetados obras inasumibles para ellos. Se juzga que los profesores y el sistema inducen un detestable aburrimiento con la selección de obras que se imponen como canon.

He sido también padre y he leído durante los años de la niñez cuentos y poemas cada noche a mis hijas, esperando hacerlas lectoras en una casa donde los libros se apilan por millares, en todas las habitaciones.

He sido profesor y padre que ama la literatura y he intentado transmitirlo como mi sentido común y la lógica me han sugerido.

Sin embargo, pienso que todas las campañas de inducción a la lectura son ingenuas, como profesores o como padres, a pesar de que derrochemos ingenio e intentemos descubrir la piedra filosofal que transforme a los tiernos niños en salvajes “leones”.

Mi punto de vista es que no hay nada que hacer. Un lector no puede ser construido por diseño pedagógico ni por la influencia paterna o materna. Leer es un acto libre y no permite de ninguna manera ni el imperativo ni la sugerencia: “deberías leer un libro en lugar de estar perdiendo el tiempo”. Algo así nos contó Daniel Pennac en su ensayo  “Como una novela”.

No hay nada que hacer. El lector surge de modo salvaje en pugna con el tiempo y la vida cotidiana. Es una pulsión libérrima que no necesita aliciente ni acicates. Da igual si hacemos leer a nuestros alumnos Manolito Gafotas, Harry Potter, o La Celestina. Yo lo he intentado todo. Y es inútil. Lee el que lee, al que le sale leer, como hay quien juega al fútbol o al básquet o es enamoradizo. No se puede obligar a jugar al fútbol ni a enamorarse ni a sentir profundamente la música. Eso lo lleva uno dentro o no lo lleva. Los libros tiran en soledad como una marea. Es contraproducente “venderlos”, o hacer chantajes bienintencionados para que nuestros hijos o alumnos lean. Es cierto que hay culturas en que se tiene en mucho la lectura. Viajando por Europa se observan diferencias notables en la estima social por la lectura, igual que hay países cuya devoción por la música o el canto coral es superior a otros.

España no es un país lector. Nos encanta el pescadito frito y la cerveza bien fría, salir con los amigos, el fútbol, las procesiones, los centros comerciales, las reuniones familiares –en las que jamás se habla de libros-… Pero la escuela y la familia tienen entre sus cometidos hacer algo que socialmente no se hace, crear lectores ávidos…

Además, estoy seguro que el ochenta por ciento de lo poco que se lee son bestsellers facilones o de circunstancias. Los autores que venden son los que nos exponen las listas de ventas en las diferentes plataformas. Lectores de verdad no hay muchos y estoy seguro que a ninguno de ellos los ha hecho lectores la familia o el colegio. Y de algo estoy también convencido: que la escuela tampoco ha alejado de los libros a nadie que sea un lector de verdad aunque le hicieran leer El Mío Cid o El Quijote o Relato de un náufrago.

Leer es una afición compleja de naturaleza radicalmente libre. Hay apasionados por la literatura de verdad que no han sido “construidos” ni “diseñados” por nadie. Uno descubre los libros un día y ve que tiran de él con una fuerza inaudita y si se siente esa llamada, nada ni nadie podrá romper ese pacto. Por el contrario, por mucho que se intente –échenle toda la imaginación que se quiera- no se logrará hacer lectores con estrategias habilidosas. No es cierto que los niños lean si ven leer. Es otro mito. Es un misterio como tantos. El lector surge como una explosión hacia dentro. Y nadie sabe cuándo ni cómo sucede. Es una sinergia íntima en que se combinan factores que nadie sabe muy bien cómo funcionan, el caso es que el que es lector de verdad tiene en los libros el mayor alivio contra la desazón de vivir o la fealdad que nos aflige. No es mejor persona ni sus metas son más profundas. Es otra cosa de naturaleza inefable…

miércoles, 26 de junio de 2019

El fuego como expresión de un pueblo



La crisis de la conciencia moderna europea que puso en cuestión las ideologías sociales del pasado y la misma religión –como creencia en un Dios trascendente, unido a la iglesia como representante del mismo en la tierra- tuvo dos consecuencias políticas innegables: el socialismo y el nacionalismo al que se ha conectado con los movimientos románticos del siglo XIX. El socialismo marxista es una suerte de religión sin Dios que exige fe profunda y que pone su centro en la idea de pueblo. El nacionalismo toma también la idea de pueblo y la de destino de la nación. Así todo esto eclosionará en el enfrentamiento tectónico de la primera guerra mundial que derrumbará los antiguos imperios internacionales, interclasistas e interétnicos para dar lugar a naciones emergentes. Así, el nacionalismo es una vertiente que toma mucho de la religión como fe en la patria, la lengua, el himno, el destino, el pueblo… Muchas de las confrontaciones más mortíferas han tenido como eje la fe en el Volk, la patria, el Reich, unión de los iguales para defenderse de las agresiones…

Para un residente en Cataluña –no creyente en el nacionalismo imperante- tiene especial interés esta relación del nacionalismo como expresión de la antigua fe religiosa reconvertida, y así, observo con atención la vida política de este territorio y admiro la elaborada dramaturgia de las representaciones nacionalistas que se expresan en actos, ritos, ceremonias, manifestaciones multitudinarias, emoción ante el himno, y, sobre todo, una fe y un sentimiento de diferencia esencial cuando enuncian con una emoción profunda “som una nació”. Ese sentimiento compartido por la “umma” o comunidad de creyentes sin fisuras es como una gavilla que aunara las pasiones irredentas de centenares de miles de personas que son capaces de manifestarse ininterrumpidamente durante años por sus objetivos políticos ante los que no cabe ninguna duda. No tiene un fundamento racional, es puro sentimiento religioso que se expresa en actos maravillosamente planificados en los que centenares de miles de personas visten con el mismo atuendo, ondean miles y miles de banderas y se apiñan unos junto a otros anhelando el calor del volk frente a las agresiones del exterior, véase España, que en su imaginación es una suerte de monstruo maléfico cuya única ocupación es agredir, insultar, humillar y rebajar a Cataluña, nombre que adquiere una fuerza cósmica expresado en cada texto docenas y docenas de veces sintiendo que cada vez que se enuncia es una expresión de gozo, unidad y destino.

Me atraen especialmente las ceremonias con antorchas en perfecto orden. El fuego es un elemento ancestral desde la antigüedad. Los romanos tenían a la diosa Vesta cuyo fuego era alimentado por las vestales, vírgenes, y que lo mantenían encendido sin apagarse jamás. El fuego es esencial para la cosmovisión nacionalista y de ahí la fuerza dramática de las formaciones con banderas y antorchas. No son los primeros en esta combinación pero más vale no mencionar los antecedentes. El fuego es un símbolo de poder, de alma y unidad. De ahí la flama del Canigó que se expande por toda Cataluña para encender las hogueras de San Juan simbolizando la fuerza de la cultura catalana y la unidad de la lengua. Su relación con el solsticio de verano está clara y entronca con la cultura mistérica ancestral. De igual modo, la llama que está en el pebetero del fossar de las moreres en el Borne es inconfundiblemente un símbolo del pueblo resistiendo unido como encarnación de la Nación catalana.

Las manifestaciones del nacionalismo tienen una fuerza plástica innegable. Están hechas para mostrar la unidad pero también para atemorizar. En cada bandera hay inequívocamente un “nosaltres” frente a los otros, los traidores, los tibios, los botiflers, los colonialistas a los que se busca amedrentar, como los simios se dan fuertes golpes en el pecho para marcar su territorio que no debe ser invadido. Cada bandera es un grito de lucha y unidad frente a lo que está fuera o traidoramente dentro. Un espectador descreído ve en esta liturgia nacionalista una plasmación de un inconsciente colectivo falto de fe en sí mismo y que sobreactúa para convencerse profundamente de su fuerza.

Las playas o plazas llenas de cruces amarillas fue otra representación que tenía una intención claramente orgullosa frente a la agresión exterior. Pero el símbolo de la cruz es claramente de raíz religiosa como toda expresión nacionalista y romántica. A mí, personalmente me divertía ver centenares de cruces amarillas en las playas más significativas del litoral catalán. Igual que ver la Cataluña interior, lejos de esa Tabarnia odiada, universalmente llena de banderas, carteles sobre los mártires y los considerados presos políticos; cubierta de lazos amarillos, multiplicados por millares y millares en un ejercicio de redundancia extrema porque no es suficiente afirmar la verdad una vez sino repetirla billones de veces, y así hombres y mujeres se pasaban noches enteras cubriendo Cataluña de lazos y banderas en cada montaña, en cada castillo, en cada rotonda, en cada plaza, en cada balcón… La reiteración es una regla que subraya esa pulsión que nunca se fatiga, que nunca se calma, que no cesa…

A mí me admira profundamente porque soy un escéptico respecto a casi todo. Pertenecer a la “umma” tiene que ser conmovedor, tiene que dar sentido a la propia vida, de hecho tan pequeña y destinada a la muerte. Uno es diminuto, pero cuando ve su breve entidad unida a la de centenares de miles, de millones de seres también necesitados de calor, uno presiente que hay un hondo sentimiento de trascendencia de claras matrices religiosas. Y si no, ahí está el obispo de Solsona con sus arengas y sus hojas parroquiales que concitan la admiración del orbe nacionalista. Pertenecer a la nación significa no estar solo, esa soledad tan destructiva y amarga. Y esa pertenencia a la Patria, a un equipo, a una cosmovisión, a un algo que está más allá de lo racional es algo consolador. Se tiene claro quién se es frente a la turbiedad y oscuridad de la existencia. El compañero de al lado, que viste igual que tú, ha venido de otro punto de Cataluña y te hermanas con él en un sentimiento de cadena, de masa, de pueblo pacífico unido en una fe sin Dios. La llama nos une y no hay fuerza exterior que lo pueda quebrar…

martes, 18 de junio de 2019

Zaragoza y Constantino Kavafis




He visitado recientemente la ciudad de mi infancia, Zaragoza, de la que hace cuatro décadas que me fui para siempre. Desde que mi familia se extinguió no había vuelto por allí. Me he reencontrado con una ciudad en pleno estallido en su fiesta medieval, con muchedumbres recorriendo las casetas de comida, artesanía y bebidas que jalonaban la amplia extensión de la feria que ha sido un éxito para mí insospechado. Zaragoza sigue viva, lejos de mi presencia.

Sin embargo, en algún momento me fui solo a recorrer los parajes de mi infancia y que yo recuerdo con una viveza y nitidez extraordinarias. Yo vivía cerca de El Pilar y la plaza de la Seo. Mis aventuras de niño fueron en este entorno próximo al río Ebro y su arboleda al otro lado que era para mí un paisaje mágico. En este espacio, ya poético, tuvieron lugar terribles imágenes de una infancia convulsa y agónica.

He recorrido las calles en que viví, totalmente transformadas, las calles adyacentes –alguna ni existe ya-. Estaban diferentes, pero yo veía en mi imaginación las tiendas, los comercios de aquel tiempo, las gentes que poblaban aquel barrio cercano al Pilar. Mi vista veía el tiempo actual pero mi memoria me llevaba poderosamente al pasado que pugnaba por volver a salir fuera de mi imaginación. ¡Qué punzante dolor el de mirar el pasado y que este vuelva torrencial transformando el estado actual! He pasado por el colegio de párvulos donde hice mi primera comunión a los seis años y he dudado si entrar y pedir permiso para ver su interior –había una capillita llena de flores donde cantábamos en el mes de mayo a la Virgen-, sus aulas y pasillos que a tenor de la entrada parecía que no habían cambiado demasiado. He dudado si entrar y hablar con la monja que había en el torno pero al final me ha dado vergüenza y lo he dejado pasar.

Unos amigos recientemente se han venido a vivir a Zaragoza y están plenamente satisfechos de su elección. Le he contado a Javier mi sensación dolorosa, esa superposición poderosa de los paisajes de mi niñez sobre la realidad de esta ciudad que ha cambiado y que ya no es la misma por más que iglesias, plazas y calles tengan los mismos nombres y la arquitectura es la misma en muchos edificios de lo que contemplé hace mucho tiempo. Mi amigo me dice que eso es efecto del salto temporal, de que me alejé de la ciudad y apenas he vuelto. No habría pasado si yo hubiera seguido viviendo en ella porque me habría ido adaptando al cambio y el pasado quedaría lejos y la ciudad habría cambiado al mismo ritmo que yo. Probablemente tiene razón. La ciudad cambia y nosotros cambiamos. Me alejé, emigré a otras tierras, pero la ciudad sigue viva en mí. Recuerdo el poema de Constantino Kavafis titulado La ciudad, precisamente. Lo traigo aquí:

Dices: “Iré a otra tierra, hacia otro mar,
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos solo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí”.
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Leo el poema, espero que el lector que llegue hasta aquí haya hecho lo mismo, y me estremezco. La ciudad es siempre la misma, es inútil buscar otra. No hay caminos o barcos para mí. Todo continúa igual, lo que allí perdí, lo he destruido en toda la tierra. Me doy cuenta de que mi intuición, mi desgarro, lo sintió un poeta antes que yo hace mucho tiempo. Son las mismas calles, los mismos suburbios en que llegará mi vejez y donde encaneceré. La ciudad irá siempre en mí. Es el efecto del tiempo. En mis escritos vuelvo siempre a esas calles, a ese tiempo de los seis años. Alguna vez he leído que los depresivos no pueden huir de su niñez por más que esta fuera terriblemente dolorosa. Están unidos a ella. Pero ahora veo que Kavafis era también un depresivo que tuvo las mismas impresiones que yo y que trasladó a su poema. A veces la literatura sirve para eso, para darnos cuenta de que no estamos solos.

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