Páginas vistas desde Diciembre de 2005




miércoles, 28 de mayo de 2014

A la luz de un candil



Leíamos en voz alta un cuento oriental en clase. Iban saliendo palabras y algunos muchachos preguntaban qué significaban. Una de ellas era candil. No sabían su sentido. En el texto aparecía como un candil de aceite. Cuando supieron lo que era, uno de ellos dijo que en su pueblo había candiles pero de petróleo. Se refiría a Rachidía, una zona de Marruecos de donde son muchos alumnos bereberes. Varios se interesaron por el tema y me contaron que en el Marruecos rural muchas veces se va la luz y tienen que alumbrarse con candiles. Les pregunté si les gustaba alumbrarse con esa luz durante el anochecer antes de irse a dormir. Para mi sorpresa apareció en varios de ellos una sonrisa y me respondieron que les encantaba esa luz en la noche en medio de conversaciones en que se mezclan viejos, adultos y niños. Cuando se va a Marruecos, me explicaron, hay que saber que se va a otro mundo, un mundo en que los niños están sueltos y corren por el campo y las calles, un mundo en que se juega a las chapas o a las canicas o a otros juegos, y en ellos participan muchos niños como ellos. Vi en el tono de voz que esa forma de vivir les gustaba. Les pregunté si querrían vivir allí. Hubo división de opiniones entre los que elegirían gustosos vivir en Marruecos y los que prefieren vivir en esta sociedad occidental. Es la contraposición de un mundo pobre pero con raíces y un mundo desarrollado, aunque en crisis, pero sin raíces, esas raíces que Lorca en su poema La aurora encontraba ausentes en la civilización americana llena de números y leyes.

Todo tiene su doble lectura porque en esas raíces se incluye que las muchachas se casan a los dieciséis años con el primo elegido por sus padres como he visto que sucede casi sistemáticamente aun en alumnas buenas que un día desaparecen del instituto y poco después te enteras de que ya están casadas. Todo sucede como si de un secreto se tratara. Las alumnas que has apreciado durante varios años un día se esfuman y no vuelves a saber de ellas. Tras una relación importante, esas muchachas se van del instituto y ni siquiera se despiden de ti. No vuelves muchas veces a saber de ellas.

Me imaginé ese mundo ancestral, iluminado por un candil cerca del desierto, imaginé sus juegos, sus tradiciones, sus festividades, la mezquita que vertebra sus vidas, intuí la nostalgia que sienten algunos de ellos por ese tipo de vida rural, alejado de la tecnología que domina las nuestras. Por un momento sentí la magia de la luz del candil y la reunión de todas las generaciones en la noche. Me llevó a mi niñez donde los niños eran más independientes y estaban menos superprotegidos. Recordé las reuniones de los vecinos del barrio sentados en sillas de anea en la calle al atardecer. Me atraía oír sus conversaciones de mayores.

Pienso que la vida moderna, ahíta de tecnología, ha perdido mucho de la magia que yo viví cuando era niño. No sé si era así o lo recuerdo yo como una especie de sueño. El mundo era inmenso y en él tenía lugar el misterio en una realidad sencilla en la que existía un lugar para la maravilla y el asombro. Un mundo sin televisión, sin internet, solamente con la radio que adquiría un valor difícil de imaginar hoy. Unas calles y unas plazas en que jugábamos a veces con extrema crueldad. No necesariamente era un mundo fácil, pero sí que era denso y lleno de sombras y de luces. No siento nostalgia de aquella realidad, pero por unos momentos me gustaría alumbrarme a la luz de un candil y prescindir de todos los inventos y avances técnicos. Una temporada sin luz, sin agua corriente y habiéndola de sacar del pozo, sin televisión, sin internet, tiene que ser una gozada. Por eso me ha interesado tanto la conversación con mis alumnos marroquíes y latinos que provienen de sociedades en que todo eso es posible y lo más sorprendente es que lo rememoran con fascinación.

Tal vez fuera una experiencia que no soportaríamos mucho tiempo, pero si por un azar fuera posible, creo nos daríamos cuenta de que nuestro mundo tiene unas claves en las que hemos de vivir, no queda otra. Estamos aquí y hemos de vivir aquí. Pero cuando leo literatura de hace ya un tiempo, he de ser consciente de que  fue producida en realidades que no tienen nada que ver con las que vivimos ahora, y que el tiempo y las cosas tenían otra dimensión que se ha perdido. Pensamos por un error de perspectiva que nuestro tiempo, el que vivimos, es el eje de interpretación de todo lo anterior olvidando que cada tiempo es autónomo y que el nuestro es tan relativo como cualquier otro y que dentro de unas décadas lo que vivimos ahora será tan inimaginable como lo que yo viví cuando era niño.


Fueron unos instantes en clase que me dejaron maravillado, pero pronto hube de volver al relato que estábamos leyendo. Me dije que de alguna forma tendría que retener esa sensación que experimenté con mis alumnos, y es este relato en forma de post, lo único que sé hacer. Ya me gustaría tener alguna vez un mundo propio como el que descubrió Kafka cuando en un rapto de inspiración escribió La condena en ocho horas y le salió como diría Juan Poz, de molde, como si hubiera estado allí años y años esperando para emerger. Pues eso, aquí esta.

viernes, 23 de mayo de 2014

Panendoscopia oral



El otro día tenía una cita en una clínica para realizarme una panendoscopia oral o lo que es lo mismo que te metan un tubo por el esófago hasta el estómago y el duodeno. Es una situación que me atrae. Padecí desde muy joven de úlcera duodenal durante muchos años y recuerdo el dolor intenso que sentía y el humor sombrío que me producía cuando había de entrar en clase con esa aguda molestia. Dicen que hay una patología del enfermo de úlcera, e incluso una literatura basada en ello, igual que existe otra literatura llena de romanticismo sobre los tísicos o los depresivos. El cuerpo es extraño. En él, por el desgaste, se van uniendo diversas patologías que nos van conformando. Algunas pueden ser de origen genético, otras son adquiridas por nuestro modo de vida, por nuestro carácter, por nuestra alimentación, por nuestros hábitos.


Siempre espero con intensidad el momento en que el anestesista me pone la vía en el brazo. Me llamo Luciano me dijo el otro día un hombre negro muy amable que me atendió. Póngase de lado, así. Ahora vendrá el doctor. Fueron unos minutos de espera, mientras mi cuerpo se relajaba y disfrutaba de la situación. La mente se me fue a mis alumnos y en los fuertes dolores que siento cuando entro en clase enfrentándome a la tensión que existe en el aula. En ella lucha la entropía adolescente y el sentido del orden del profesor, el sentido del orden que tranquiliza al profesor, ese anhelado silencio, esa ordenación de las mesas, esa “predisposición a escuchar” de los alumnos que se aprestan a tomar apuntes de lo que explica el profesor. Recordaba mi tensión centrada en el estómago cuando intento explicar u ordenar un debate. No es fácil. Los nervios atacan precisamente ahí. Y siempre hay un Abdel y un Hamza y un Ismael que no pueden estar quietos ni callados. Y cuando acaban estos aparece un Rachid y un Yassin levantándose y girándose para molestar al que tienen delante o detrás, o te das cuenta de que la clase está desconectada de lo que estás explicando que por cierto es terriblemente pesado. Entonces te invade una enorme tristeza y algo próximo al desistimiento cuando eres consciente de que tus preocupaciones o tu mundo está muy alejado del de ellos. Eres su profesor y deberías creer en lo que estás haciendo, pero a veces no es así. El profesor siente contradicciones muy fuertes en su interior, diversas voces que lo atenazan y que amenazan con arrojarle por la borda. ¿Qué siente que es importante para él y para sus alumnos? ¿Qué lo estimula ya en estos momentos? ¿Se puede ser profesor toda una vida sin abrasarse? Una profesora relativamente joven me decía en la intimidad del departamento que el oficio de profesor es demoledor. Que ella no podría resistir mucho más y que tendría que cambiar. Hace poco que ha sacado las oposiciones, y en un mundo tan complejo como el que vivimos es muy difícil abandonar este seguro que nos protege para irse a la intemperie de nuevo. Demoledor es poco creo yo. Es más que demoledor. Nadie fuera de esto puede imaginarse un oficio en el que se pongan tantas ilusiones y expectativas de intentar cambiar el mundo y la realidad pero cada año la roca que hemos elevado de nuevo, vuelve a caer sobre nosotros y hemos de volver a levantarla en vilo sobre nuestros hombros y llevarla arriba, sabiendo que inevitablemente volverá a caer. Es un oficio que se ama demasiado y lo que devuelve es muchas veces amargo y otras veces maravilloso. En todo caso es intenso, demasiado intenso. Llega un momento en que el profesor ya no tiene ganas de cambiar el mundo, no puede generar de nuevo entusiasmo, ese que salía a raudales exportándolo y proyectándolo sobre sus alumnos. Porque si no se desea cambiar el mundo, esto no funciona, esto no tiene sentido. No se puede ser profesor sin un cierto idealismo, sin una cierta fe en lo imposible. Pensaba esto cuando ha llegado el doctor. Me ha dado la mano y me ha dado una pieza para la boca por donde meterán el tubo hasta el duodeno.  Ha llamado al anestesista para inyectarme un fuerte inductor del sueño.  Me ha sugerido que piense algo agradable. He pensado entonces en una playa de Tailandia en la que hace muchos años fui feliz. Era una playa inmensa y desierta. Solo estaba yo, desnudo bajo el sol abrasador del trópico, con mis pies en las aguas transparentes, y mi cuerpo recostado en la arena blanquísima. Sentí entonces lo que era el aquí y el ahora. Como en este momento en que me entra por la vía un líquido que me quema y me sumerge en la inconsciencia... 

viernes, 9 de mayo de 2014

Pescadito frito y cerveza bien fría



Hoy ha sido una de las últimas clases de Literatura de Bachillerato en este curso. Queda ya solamente pasar los exámenes finales y la preparación de Selectividad. Hoy hemos acabado el tema sobre la novela Luciérnagas de Ana María Matute y hemos tenido ocasión de conversar sobre este relato, la sociedad de la época y el sentido de la literatura. Me niego a ser un profesor que sirva solamente para pasar un examen de selectividad, un examen muy relativo y mediatizado por los criterios totalmente parciales y por las obsesiones del Subcoordinador de las Pruebas de Literatura Española en Cataluña. No se trata de pasar un examen sobre historia de la literatura sino de de satisfacer el punto de vista de dicho Subcoordinador, punto de vista que no necesariamente coincide con el mío propio y del que más bien discrepo profundamente. 

No sé qué huella les dejará esta asignatura. Sé que hay otras materias que estudian con más ahínco por la personalidad del profesor. Yo no me he ganado esa posición de prioridad pero no me importa. Soy profesor de literatura, y eso significa para mí un compromiso. No les hablo solamente a los jóvenes que son ahora sino a lo que pueden ser en la vida y a la importancia que puede tener la cultura en sus existencias respectivas. Sé que el papel que se adjudica a la cultura en España es mínimo. Somos un país muy analfabeto culturalmente y en esto incluyo a la mayoría de los profesores que conozco, no digamos ya el conjunto de la población que no tiene la cultura como un referente en su vida, la cultura, el ansia de saber, el amor al conocimiento en sus múltiples matices. Hay muchos otros países que adjudican al conocimiento un lugar muy destacado. Una de mis alumnas recordaba una conversación con una estudiante italiana en un viaje que ha hecho recientemente con el proyecto Comenius a la República Checa. En esa charla se dio cuenta de que los italianos tenían un interés enorme por la cultura, por  la literatura, por el arte. Formaba parte de su educación sentimental. Ella se daba cuenta de que en España no ocupa ningún puesto en nuestras preferencias. Eso le hizo pensar. Hoy en un intercambio sosegado hemos podido reflexionar sobre ello. En mi materia quiero enseñarles a pensar, a observar, a considerar los hechos literarios, a adquirir un lenguaje adecuado para referir los elementos de la literatura.

No me he limitado a hablar de los libros obligatorios. En mis reflexiones en voz alta salían también mis lecturas, mis dudas más que mis certezas sobre la historia y la literatura. Hemos hablado de J.D. Salinger, de Dostoievski, de Baroja, de Tolkien, de Lovecraft, de Sánchez Ferlossio, de Murakami (autor que no me gusta nada y que considero un bluf), de Kafka, de Tolstoi... Quería crear un mundo de referencias e intereses, de puntos de vista sobre el hecho literario. A principio de curso les pregunté por sus lecturas, y lo más sofisticado que habían leído eran Las cincuenta sombras de Grey y algún libro de Carlos Ruiz Zafón. La mayoría no leían y reconocían que no les atraía la lectura. Yo no puedo cambiar eso por la fuerza. No hay nada que impela a leer que lleve la marca de la obligatoriedad. Adquirir una cultura lleva toda una vida. Es lo único que no se puede comprar por parte de un rico (eso y la salud). La cultura es un ansia personal de crecimiento y de curiosidad. Y la cultura es enemiga de la simplificación, del esquematismo y sí más conectada con la complejidad y la ambigüedad. Ellos, mis alumnos, son enemigos de los finales abiertos, prefieren que todo les sea explicado hasta el último detalle, pero la buena literatura deja huecos y silencios que no acaban de ser explicados. La supuesta cultura predominante es enemiga de la connotación y la incerteza. Es como la televisión y los programas mediáticos.

La literatura exige tiempo y lentitud, y todo nuestro estilo de vida parece lejano a ello. Hace falta tiempo para pensar, para pensar y considerar tantos y tantos aspectos que se nos presentan en los libros. Una persona que aspira a algo parecido a la cultura ha de saberse necesariamente ignorante, el conocimiento no acaba nunca, cada paso que damos ahonda más nuestra perplejidad. De hecho no aprendemos para contestarnos a preguntas sino para formularnos nuevas preguntas para las que solo hallaremos respuestas provisionales si es que las encontramos. Es un camino improductivo que no lleva a soluciones fáciles.

En este curso de literatura no solo ha habido una preparación exhaustiva para la selectividad sino también unas propuestas modestas de búsqueda de nuevos referentes que incorporar a la vida que pasan por la literatura y el arte en general. Esa formación humana y sentimental tiene que ser necesariamente morosa y pausada. Se trata de dar píldoras que lleguen al corazón y a la mente para despertar ese amor contenido y desconocido hacia algo que nuestra época trivializa y desdeña en aras de un pragmatismo apabullante.


El amor a la cultura debería estar dentro de nosotros pero todo contribuye a enterrarlo en un mar de banalidades mediáticas. Quiero creer. Pero ya digo que la vida española es desoladoramente pobre en este sentido y sí rica en bares de pescadito y cañas de cerveza fría.

domingo, 27 de abril de 2014

Perdidos entre las palabras y las imágenes



El ser humano del siglo XXI está ahíto de imágenes y de palabras. La saturación es demoledora. Nuestra mente soporta centenares de miles de imágenes cada año, no sé si millones, por todos los medios de comunicación social, los tradicionales a los que se añade la potencia irrefrenable de internet. A estas imágenes van unidos mensajes visuales o escritos que circulan por doquier. Un ciudadano recibe continuamente dosis abrumadoras de información de todo tipo. Alguna, la menos, relevante, y la inmensa mayoría, banal o trivial. Pura espuma sin ninguna significación. Muchos estamos atados a las redes sociales por donde circulan miles y miles de mensajes cada día. Recibimos anécdotas, fotografías impactantes, vídeos truculentos, mensajes de solidaridad con alguna causa o simplemente cadenas virales que no permiten discernir su veracidad.  Muchos mensajes son contradictorios con otros, pero nuestro cerebro ya no puede procesar tanto dato y se pierde en esa marea que se desborda por encima de nuestros límites.

Imágenes totalmente estúpidas y sin ningún valor se mezclan con otras que denuncian tragedias de nuestro mundo, tragedias a las que cada vez prestamos menos atención. Sabemos a ciencia cierta que el cambio climático es ya irreversible, que la biodiversidad está amenazada gravísimamente, que los mares se deterioran, que la pesca va a desaparecer por la sobrexplotación de los océanos, que los bosques van menguando, que los pueblos indígenas están siendo aplastados, que la desigualdad en el mundo no hace sino crecer, que millones de niños son esclavizados para producir nuestros elementos del primer mundo, que los refugiados de Siria y de otras partes del planeta son cada vez más y están en peor situación, que África se muere por el cambio climático y por las dictaduras en connivencia con el primer mundo, que millones y millones de mujeres son violadas en zonas de guerra, que no hay planeta para aguantar el consumo del primer mundo, que aumenta en nuestra sociedad la soledad de los ancianos, la pobreza de los niños, el creciente uso de antidepresivos para aguantar el ritmo a que vamos, la situación de paro de muchos que pierden todo, que nuestras sociedades están en manos de unos poderes sobre los que no tenemos ningún control, y que la democracia es una estafa (o así lo sentimos al advertir a quién protege y a quién castiga).

El ser humano del siglo XXI se siente impotente y desbordado. Elige una buena parte el olvido, la distracción, la banalidad, la nada que nos distraiga del sinsentido, de la injusticia. No podemos procesar muchos ciudadanos una situación planetaria de real emergencia y nos centramos en lo más cercano, poniéndonos gafas de sol que nos tapen el horizonte de negruras insospechadas y de amenazas apocalípticas. Así reacciona la mayoría, incapaz de entender demasiado qué está pasando e intuyendo que en realidad el gobierno no sabe nada, salvo defender los intereses de esos poderes que son los que controlan la realidad mientras saben que debemos mantenernos ofuscados, distraídos, tratados con soma para adormecer nuestra angustia y nuestras ansias de rebelión.  Sabemos que mejor es no pensar, o pensar en cosas cercanas, las que están en nuestro círculo. Nada sabemos de lo que ocurre más allá ni nos conmocionan más allá de unos instantes tragedias más o menos lejanas. Nada dura demasiado en los medios de comunicación sin que suponga el cansancio de los receptores. Así nos tienen inmersos en un torbellino de informaciones cambiantes que se van sucediendo vorazmente. Y no tenemos forma de discernir demasiado cuáles son las causas justas más acuciantes. Si esa petición que va tomando fuerza en Change. org, si la petición de ayuda de alguna ONG de la que formamos parte, si la PAH, si la lucha por una sanidad y educación públicas de calidad...

Una parte de la sociedad se ha movilizado pero la gran mayoría permanece pasiva, impotente, no sé si indiferente a lo que pasa fuera de su casa. Es normal, los seres humanos eligen fundamentalmente su supervivencia personal, anímica y social. Y el mundo es demasiado complicado para saber muy bien qué hacer o qué pensar.

Nunca el ser humano ha estado expuesto a tal cúmulo de información y éste ha de insensibilizarse necesariamente ante la palabra y la imagen. Nada le conmociona demasiado, nada dura excesivamente, todo es evanescente, necesita además el cambio continuo para mantener su nivel de atención en ese torbellino que lo devora.

Observo a mis alumnos de doce años, muchachos fruto de ese sistema. No muestran inquietudes sociales. Son pequeños. Pero sí sienten la situación de sus casas, de sus economías y saben que están en crisis. Pero de esa suma de situaciones particulares no surge una conciencia compartida, cuesta hacerles emerger a ellos o a sus compañeros mayores a que hay un grado más alto de conciencia planetaria que va más allá del individuo o de su casa.


Nos cuesta a todos.

miércoles, 23 de abril de 2014

La fiesta de la rosa y el libro



No me resisto a la tentación de escribir un artículo en fecha tan señalada que aparecerá en la cabecera de mi blog en un veintitrés de abril de dos mil catorce. Y precisamente hoy hablaré de los libros y yo en este aniversario al parecer benéfico que conmemora la muerte de dos genios de la literatura. Además en mi amada Catalunya es una fiesta patriótica en que se funden los libros y las rosas en una tradición singular que tiene una especial atracción para el ciudadano medio que en este día repara en el valor de los libros y compra las últimas novedades editoriales mientras los libreros y editoriales gimen de placer.

Los libros y yo. ¡Qué extraña fantasía hablar de los libros y yo! O de la literatura y yo en otro sentido pues no leo sino literatura. ¿Amo la literatura? No lo sé. Ha formado parte de mi vida conformándola en su propia entraña desde aquel niño triste que fui y fueron los libros precisamente los que lograron rescatarme del dolor de vivir. Probablemente hubiera podido decir que la vida no me gustaba pero sí los libros que fueron cayendo poco a poco en mis manos abriéndome distancias nuevas. La literatura se convirtió en una especie de amante a la que me entregaba en escenas barriobajeras de sexualidad turbia. Pero miraba las cosas a través de esos libros cuyos personajes se adueñaban de mi ego frágil. Y así fui uno y otro buscando claves de vida para lograr interpretarme a mí mismo en una búsqueda incesante de identidad. Pronto me di cuenta de que yo no era nada en mí mismo. Era un sujeto cambiante, oscilante, que se adentraba en el mar de la literatura buscando un asidero que me ayudara a vivir. No leí solo por placer sino por sostenerme en pie como atado al mástil. Aquel adolescente extraño que fui creaba sus propias escenas de erotismo en su mente y  los libros fueron compañeros de aquel agotador onanismo de mis catorce años junto a las canciones de los Beatles.

Hoy, mucho tiempo después, me doy cuenta de que la literatura sigue siendo una amante con la que comparto confidencias, que me sigue seduciendo a pesar de lo ajada que está pues ha envejecido a la par que yo. A veces me acuesto con ella y realizamos prácticas inverosímiles que no puedo confesar. La llamo puta porque sé que a ella le gusta. Es mi otro lado. Y no puedo sino amarla y odiarla a la vez porque permite que salga mi lado oscuro. Sueño con abandonarla, la  miro con desdén, con resentimiento preguntándome cómo hubiera sido mi vida si aquel niño triste en lugar de ser torpe con el balón y querer sentarse siempre con las niñas en clase, hubiera sido un crack de la pelota y hubiera podido resarcir su identidad con el éxito en el fútbol que me estuvo vedado. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera disfrutado con aquellos cánticos sobre el equipo de mi ciudad? ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera metido alguna vez un gol? Pero no. Solo me quedaron los libros a los que me aferré por mi inutilidad ante la vida. Me encadené a ellos y ellos me crearon de nuevo en un magma confuso de identidades múltiples. No me sentí nunca de un sitio u otro. Nunca he tenido creencia en una pertenencia patriótica. Cuando intuyo un patriota hablando conmigo, presiento que estoy hablando con un hombre afortunado pues esa pertenencia le da claves de existencia. Anhelo estar cubierto por una bandera. Aquí en Catalunya abundan por todos los lados, pero yo no lo entiendo, no entiendo estar identificado con una bandera, con  un club de fútbol, con una identidad central. Con una virgen. Con unas tradiciones. ¡Que existencia más sencilla la que encierra todo eso! No sé si sencilla o simple. Yo no puedo en este amor atormentado que me liga al veneno de esta puta que me arrastra y me lleva siempre a la sala de los espejos donde más nos gusta representar ese juego de identidades donde soy un extraño y atónito amante lésbico o un marino que pierde la gracia del mar, o el capitán Ahab, o el tuberculoso en una montaña mágica, o la polla de José Arcadio Buendía. No sé, en definitiva. Me hice al final profesor de literatura. Era mi única opción y mi condena final. He de llevar a estos muchachos desnortados y enemigos de la lectura a la literatura, pero he de confesar que detesto ese papel. No considero que la literatura sea una buena cosa en la vida de uno. Y esta fiesta de rosas y de libros me produce una sensación ominosa. Hoy casi he vomitado viendo la cadena de rosas que invade todas las calles y que se venden o regalan. Ese literario símbolo que es la rosa convertido en tópico y manido símbolo de patriótico diapasón. La rosa es fugacidad, es camino hacia la muerte. Su belleza nos revela la proximidad de la muerte, y las rosas de ahora no tienen siquiera aroma. Son rosas de postal de libro de autoyuda pero he comprado casi una docena y las he puesto en un jarrón en la cocina. No sé por qué lo he hecho si este acto inconfesable para mi fe me produce aversión. Tal vez sea por mi afán de sufrimiento que aprendí con esa amante cruel que es la literatura. Identifiqué dolor con placer. Y esta mujer sádica y cruel que es la literatura, para que no me escape, sigue teniéndome en sus manos que me acarician y me cortan con cuchillas y me sume en visiones de imágenes oscuras que no puedo olvidar. Ni quiero olvidar.


¿Cómo podría expresar a mis alumnos este sentimiento de dolor que experimento? ¿Cómo puedo aspirar a que lean? Me repele este papel de docente que ha de defender que los libros son inspiradores de nuestra imaginación. Quia. Si alguien quiere encontrar el camino a los libros, lo encontrará por sí solo. Yo solo soy un farsante que elude su misión salvífica. Detesto esta fiesta de los libros y de las rosas. Y esta euforia que reina en las calles como si la literatura fuera a dar claves de nada. Bah.

Selección de entradas en el blog