Leíamos en voz alta un cuento oriental en clase. Iban
saliendo palabras y algunos muchachos preguntaban qué significaban. Una de
ellas era candil. No sabían su
sentido. En el texto aparecía como un candil
de aceite. Cuando supieron lo que era, uno de ellos dijo que en su pueblo
había candiles pero de petróleo. Se refiría a Rachidía, una zona de Marruecos
de donde son muchos alumnos bereberes. Varios se interesaron por el tema y me
contaron que en el Marruecos rural
muchas veces se va la luz y tienen que alumbrarse con candiles. Les pregunté si
les gustaba alumbrarse con esa luz durante el anochecer antes de irse a dormir.
Para mi sorpresa apareció en varios de ellos una sonrisa y me respondieron que
les encantaba esa luz en la noche en medio de conversaciones en que se mezclan
viejos, adultos y niños. Cuando se va a Marruecos,
me explicaron, hay que saber que se va a otro mundo, un mundo en que los niños
están sueltos y corren por el campo y las calles, un mundo en que se juega a
las chapas o a las canicas o a otros juegos, y en ellos participan muchos niños
como ellos. Vi en el tono de voz que esa forma de vivir les gustaba. Les
pregunté si querrían vivir allí. Hubo división de opiniones entre los que
elegirían gustosos vivir en Marruecos
y los que prefieren vivir en esta sociedad occidental. Es la contraposición de
un mundo pobre pero con raíces y un mundo desarrollado, aunque en crisis, pero
sin raíces, esas raíces que Lorca en
su poema La aurora encontraba
ausentes en la civilización americana llena de números y leyes.
Todo tiene su doble lectura porque en esas raíces se incluye
que las muchachas se casan a los dieciséis años con el primo elegido por sus
padres como he visto que sucede casi sistemáticamente aun en alumnas buenas que
un día desaparecen del instituto y poco después te enteras de que ya están
casadas. Todo sucede como si de un secreto se tratara. Las alumnas que has
apreciado durante varios años un día se esfuman y no vuelves a saber de ellas.
Tras una relación importante, esas muchachas se van del instituto y ni siquiera
se despiden de ti. No vuelves muchas veces a saber de ellas.
Me imaginé ese mundo ancestral, iluminado por un candil
cerca del desierto, imaginé sus juegos, sus tradiciones, sus festividades, la
mezquita que vertebra sus vidas, intuí la nostalgia que sienten algunos de
ellos por ese tipo de vida rural, alejado de la tecnología que domina las
nuestras. Por un momento sentí la magia de la luz del candil y la reunión de
todas las generaciones en la noche. Me llevó a mi niñez donde los niños eran
más independientes y estaban menos superprotegidos. Recordé las reuniones de
los vecinos del barrio sentados en sillas de anea en la calle al atardecer. Me
atraía oír sus conversaciones de mayores.
Pienso que la vida moderna, ahíta de tecnología, ha perdido
mucho de la magia que yo viví cuando era niño. No sé si era así o lo recuerdo
yo como una especie de sueño. El mundo era inmenso y en él tenía lugar el
misterio en una realidad sencilla en la que existía un lugar para la maravilla
y el asombro. Un mundo sin televisión, sin internet, solamente con la radio que
adquiría un valor difícil de imaginar hoy. Unas calles y unas plazas en que
jugábamos a veces con extrema crueldad. No necesariamente era un mundo fácil,
pero sí que era denso y lleno de sombras y de luces. No siento nostalgia de
aquella realidad, pero por unos momentos me gustaría alumbrarme a la luz de un
candil y prescindir de todos los inventos y avances técnicos. Una temporada sin
luz, sin agua corriente y habiéndola de sacar del pozo, sin televisión, sin
internet, tiene que ser una gozada. Por eso me ha interesado tanto la
conversación con mis alumnos marroquíes y latinos que provienen de sociedades
en que todo eso es posible y lo más sorprendente es que lo rememoran con
fascinación.
Tal vez fuera una experiencia que no soportaríamos mucho
tiempo, pero si por un azar fuera posible, creo nos daríamos cuenta de que
nuestro mundo tiene unas claves en las que hemos de vivir, no queda otra.
Estamos aquí y hemos de vivir aquí. Pero cuando leo literatura de hace ya un
tiempo, he de ser consciente de que fue
producida en realidades que no tienen nada que ver con las que vivimos ahora, y
que el tiempo y las cosas tenían otra dimensión que se ha perdido. Pensamos por
un error de perspectiva que nuestro tiempo, el que vivimos, es el eje de
interpretación de todo lo anterior olvidando que cada tiempo es autónomo y que
el nuestro es tan relativo como cualquier otro y que dentro de unas décadas lo
que vivimos ahora será tan inimaginable como lo que yo viví cuando era niño.
Fueron unos instantes en clase que me dejaron maravillado,
pero pronto hube de volver al relato que estábamos leyendo. Me dije que de
alguna forma tendría que retener esa sensación que experimenté con mis alumnos,
y es este relato en forma de post, lo único que sé hacer. Ya me gustaría tener
alguna vez un mundo propio como el que descubrió Kafka cuando en un rapto de inspiración escribió La condena en ocho horas y le salió como
diría Juan Poz, de molde, como si
hubiera estado allí años y años esperando para emerger. Pues eso, aquí esta.