Cuando cumplí doce años mi padre me hizo el regalo más maravilloso que me han hecho en mi vida. Me regaló
una radio de galena, un artefacto que aún hoy –en nuestra era tecnológica- es capaz de sorprender por la sencillez de sus componentes y sus funciones.
Recuerdo que me llevó a una tienda de electrónica en el casco antiguo de Zaragoza. Llovía aquel día como hoy. Yo no sabía qué era una
radio de galena. Intentaré explicarlo en pocas palabras: es un receptor de ondas de frecuencia media y corta que funciona sin pilas y sin toma de corriente. Se alimenta de la misma energía de las ondas que recibe. Consiste en una bobina de hilo de cobre esmaltado que se arrolla en torno a un soporte cilíndrico (unas cuatrocientas vueltas), un condensador variable que sirve para sintonizar las distintas emisoras (sirve el de una radio vieja), un diodo de germanio (en lugar de la galena que es muy difícil de conseguir hoy día) que detecta la señal de radiofrecuencia, y unos auriculares antiguos (cascos) de alta impedancia (no sirven los modernos de baja impedancia). Lleva una toma de tierra y una antena que es un hilo de cobre de varios metros. Al que esté interesado en sabe cómo funciona más al detalle este aparato, le dejo
este enlace en que se explica paso por paso cómo construir una radio sin pilas.
Pero a mí lo que me interesa es transmitir cómo aquella pequeña caja roja, con un dial de ciento ochenta grados conectado a unos auriculares de porcelana negra tipo los que llevan en los antiguos submarinos, se me convirtió en el instrumento más extraordinario que he conocido nunca en la tecnología. Entonces, tras hacer los deberes y cenar, aguardaba todas las noches el momento de irme a la cama donde me esperaba una de las experiencias más sorprendentes que recuerdo: el mundo de la radio, difícil de imaginar hoy día en que nos nutrimos de imágenes.
Recuerdo mi descubrimiento de la música de los
Beatles, de
Simon y Garfunkel, de
Bob Dylan, de los
Rollings Stones, de
Lone Star, de
Los Sirex… También el mundo de las noticias que me llegaban en torno a la rebelión que no entendía del
mayo francés, los programas radiofónicos seriados de terror que me sumían en el más auténtico pavor, los programas reportajes, los espacios de teatro, los concursos… Así estaba oyendo la radio, aislado en mis cascos, fascinado hasta pasada la media noche en que el sueño me alcanzaba y me hundía en otras historias oníricas igualmente fértiles. No hacía falta apagar aquel artilugio pues, como he dicho, funcionaba sin electricidad.
Aquel aparato me sirvió varios años en que no hubo noche en que no me sintiera hechizado por lo que allí oía. Había programas de historia. Uno se llamaba
Incógnitas de la historia; otro,
Amores decisivos. Los modernos
podcasts de radio –estoy suscrito a varios- me recuerdan aquella modalidad, igual que la radio por internet en que puedes seleccionar el tipo de música que quieres oír. Habitualmente selecciono
jazz y me dejo arrebatar por el ritmo mientras tecleo en mi ordenador.
Mi
radio de galena fue el instrumento más formidable que recuerdo para conectarme al latido del mundo: la primavera de
Praga, la guerra fría, los viajes espaciales con la llegada del hombre a la luna, la guerra del
Vietnam, la muerte del
Che, la revolución cubana, el ascenso de
Allende en Chile y el golpe de estado de
Pinochet… La televisión nunca tuvo tanta capacidad de inspirarme y hacerme imaginar como aquel artefacto sumamente sencillo que consistía en una bobina, un dial, un diodo de germanio y unos cascos, como he dicho.
Mañana, uno de febrero, mi hija mayor cumple doce años. Le hemos preguntado qué quería y nos ha dicho que un reproductor de MP3 si era posible. He ido a varias tiendas y al final le he comprado un reproductor de MP4 de Sony, que también es sintonizador de radio. Espero que este aparato ocupe en su historia un lugar semejante a la mítica radio de galena, que me regaló mi padre, con el que discrepé en tantas cosas, pero al que quiero hoy dedicar este post, lleno de emocionado recuerdo y agradecimiento por aquel fantástico regalo cuya dimensión es difícil de percibir quizás a través de mis torpes palabras.