En la comunidad autónoma de Cataluña se imparten clases por la tarde en la ESO, a diferencia de muchas otras comunidades en que el horario es sólo de mañana. Son clases pesadas y en las que el aprovechamiento no es el ideal. Los alumnos llegan con la modorra de la tarde y cuesta motivarles. Especialmente si la materia a explicar es Historia de la Literatura, una asignatura que gustaba mucho hace años pero que hoy día les resulta tediosa y desagradable por la abundancia de explicación teórica que necesita.
En la tarde del jueves tenemos clase de tres a cuatro. Los 30 alumnos entran y se sientan. Cuesta comenzar la clase. Están muy agitados y el bullicio domina en los primeros diez minutos, hasta que el profesor se pone serio y les pide imperativamente que se vayan tranquilizando y se pongan en disposición de trabajar. No son conflictivos los alumnos de cuarto; si acaso muy perezosos a la hora de ponerse a estudiar y elaborar la materia explicada. Pero les gusta escuchar si uno consigue metérselos en el bolsillo. Hoy el tema no era sencillo. Tocaba el Modernismo y la crisis de final de siglo. El profesor intenta llevarles a esos años de transformación de las sociedades europeas (1890- 1914) y a las nuevas concepciones del arte y la literatura. La clave es que los modernistas, bohemios y rebeldes, eran esteticistas: buscaban una belleza no burguesa y se evadían de su tiempo al que consideraban vulgar y adocenado para proyectarse en otras épocas y espacios geográficos. De ahí, el exotismo, el orientalismo, las evocaciones refinadas de la Europa del Renacimiento o los mundos idealizados con princesas, palacios, cisnes… El profesor les habla de la vida bohemia de estos artistas, de las drogas que utilizaban para inspirarse. Escucho comentarios que afirman que así cualquiera crea. El profesor se ve obligado a meter una cuña en contra de las drogas en el periodo de la adolescencia, pero reconoce la importancia que pudieron tener en cierta concepción maldita de la literatura.
Luego hablamos de las corrientes que nutrieron el Modernismo como fueron el Simbolismo y el Parnasianismo. Hablamos de los símbolos, elementos visibles, que hacen referencia a realidades invisibles, en un mundo que está más allá de las apariencias. ¿Artistas modernistas españoles? Pues claro, muy influidos por Rubén Darío y los simbolistas fueron Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Ramón María del Valle Inclán. De Machado hablaremos largo y tendido pues este año también iremos a Collioure y prepararemos la visita a su tumba. Introduzco al ínclito Valle Inclán, uno de mis artistas más estimados. Les cito las famosas Sonatas –claro nombre musical por la importancia que daban los modernistas a la musicalidad-. Las Sonatas de primavera, de estío, de otoño y de invierno, que se corresponden con diferentes fases de la vida. El protagonista –les digo- es el marqués de Bradomín, un personaje único: “feo, católico y sentimental” que es un gran seductor a pesar de su fealdad, porque a las mujeres lo que las seduce, más que la belleza física, son las palabras. Hago referencia a las palabras de un blog de un muchacho colombiano de la clase del que reproduzco sus ideas. El marqués de Bradomín, en la Sonata de estío, llega a México –les explico- y en el barco que les lleva a Yucatán se encuentra a una mujer exótica y atractiva: la niña Chole, india exuberante, que inmediatamente atrae a nuestro personaje central. La niña Chole va acompañada de sus servidores y viaja para reunirse con su marido, el general Diego Bermúdez. La belleza perversa de la muchacha maya enloquece a nuestro marqués que se propone seducirla. En un momento cuando ella está montando a caballo le pide ella que le calce la espuela. Él coge delicadamente su pie –parte erótica donde las haya- y lo besa apasionadamente. El seguidor de las artes amatorias de Ovidio, el divino marqués, antes le había dicho que los españoles se dividían en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás. “La niña Chole me miró risueña”: - Cuánta jactancia, señor”.
En la tarde del jueves tenemos clase de tres a cuatro. Los 30 alumnos entran y se sientan. Cuesta comenzar la clase. Están muy agitados y el bullicio domina en los primeros diez minutos, hasta que el profesor se pone serio y les pide imperativamente que se vayan tranquilizando y se pongan en disposición de trabajar. No son conflictivos los alumnos de cuarto; si acaso muy perezosos a la hora de ponerse a estudiar y elaborar la materia explicada. Pero les gusta escuchar si uno consigue metérselos en el bolsillo. Hoy el tema no era sencillo. Tocaba el Modernismo y la crisis de final de siglo. El profesor intenta llevarles a esos años de transformación de las sociedades europeas (1890- 1914) y a las nuevas concepciones del arte y la literatura. La clave es que los modernistas, bohemios y rebeldes, eran esteticistas: buscaban una belleza no burguesa y se evadían de su tiempo al que consideraban vulgar y adocenado para proyectarse en otras épocas y espacios geográficos. De ahí, el exotismo, el orientalismo, las evocaciones refinadas de la Europa del Renacimiento o los mundos idealizados con princesas, palacios, cisnes… El profesor les habla de la vida bohemia de estos artistas, de las drogas que utilizaban para inspirarse. Escucho comentarios que afirman que así cualquiera crea. El profesor se ve obligado a meter una cuña en contra de las drogas en el periodo de la adolescencia, pero reconoce la importancia que pudieron tener en cierta concepción maldita de la literatura.
Luego hablamos de las corrientes que nutrieron el Modernismo como fueron el Simbolismo y el Parnasianismo. Hablamos de los símbolos, elementos visibles, que hacen referencia a realidades invisibles, en un mundo que está más allá de las apariencias. ¿Artistas modernistas españoles? Pues claro, muy influidos por Rubén Darío y los simbolistas fueron Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Ramón María del Valle Inclán. De Machado hablaremos largo y tendido pues este año también iremos a Collioure y prepararemos la visita a su tumba. Introduzco al ínclito Valle Inclán, uno de mis artistas más estimados. Les cito las famosas Sonatas –claro nombre musical por la importancia que daban los modernistas a la musicalidad-. Las Sonatas de primavera, de estío, de otoño y de invierno, que se corresponden con diferentes fases de la vida. El protagonista –les digo- es el marqués de Bradomín, un personaje único: “feo, católico y sentimental” que es un gran seductor a pesar de su fealdad, porque a las mujeres lo que las seduce, más que la belleza física, son las palabras. Hago referencia a las palabras de un blog de un muchacho colombiano de la clase del que reproduzco sus ideas. El marqués de Bradomín, en la Sonata de estío, llega a México –les explico- y en el barco que les lleva a Yucatán se encuentra a una mujer exótica y atractiva: la niña Chole, india exuberante, que inmediatamente atrae a nuestro personaje central. La niña Chole va acompañada de sus servidores y viaja para reunirse con su marido, el general Diego Bermúdez. La belleza perversa de la muchacha maya enloquece a nuestro marqués que se propone seducirla. En un momento cuando ella está montando a caballo le pide ella que le calce la espuela. Él coge delicadamente su pie –parte erótica donde las haya- y lo besa apasionadamente. El seguidor de las artes amatorias de Ovidio, el divino marqués, antes le había dicho que los españoles se dividían en dos grandes bandos: Uno, el Marqués de Bradomín, y en el otro, todos los demás. “La niña Chole me miró risueña”: - Cuánta jactancia, señor”.
Camino de Veracruz, el marqués y la niña Chole reposan en un convento. Les acogen gentilmente las monjas, y allí en una celda Bradomín la hará su esposa en una noche mágica. Entonces expliqué que el marqués le había hecho el amor ocho veces… En realidad son siete- número arcano-: “Mis manos, distraídas y doctorales, comenzaron a desflorar sus senos. Ella, suspirando, entornó los ojos, y celebramos nuestras bodas con siete copiosos sacrificios que ofrecimos a los dioses como el triunfo de la vida”. En aquel momento se produjo una conmoción en clase y se alzó un murmullo que duró un par de minutos. Hubo vivas al marqués y entonces supe que Bradomín se había unido a su educación sentimental. Algunos blogs de los alumnos se hicieron eco de la explicación. Todo lo que desarrollé después no tuvo ya importancia. Varios alumnos me preguntaron si podían leerse las Sonatas. Yo, encantado, les dije que valoraría adecuadamente la lectura de esas obras modernistas, que además son cortas y de fácil comprensión. A veces el acercamiento a la literatura ha de ser forzosamente tramposo y ha de tender celadas a los potenciales lectores. Así acabó aquella tarde de noviembre en que habíamos tenido como personaje invitado al marqués de Bradomín, el alter ego de Valle. Creo que no lo olvidarán.