Hoy he recibido un libro en formato
digital a primera vista muy interesante. Se titula Profesor en secundaria. Claves para lograr la autoridad en el aula
educando por competencias. Sus autores son Andrés Carmona Campo y Antonio Fonseca (2015). No lo he leído
pero he mirado su índice para saber los temas que aborda y me han parecido
francamente jugosos. Ha habido uno que me ha llamado poderosamente la atención.
Es el capítulo titulado Nunca improvises. Me he ido a él con sumo interés por motivos
que luego aclararé. Los autores son defensores a ultranza de la preparación de
las clases y de que se evite la improvisación solo posible para verdaderos
maestros del jazz y no para los novatos. Añaden la ineludible programación de aula para realizar un
trabajo realmente solvente y eficaz. Me he mirado atentamente y me he
preguntado si yo era un profesor que improvisaba en el aula. No porque no me
prepare las clases, algo que hago con exhaustividad sino porque la
improvisación forma parte de mi modus
operandi medular como profesor de literatura. Los mayores logros
intelectuales de mi larga carrera docente han sido fruto de una intuición
poderosa que me ha asaltado y se ha adueñado de mí. A veces se unen cabos
sueltos para dar lugar a una idea que destroza las programaciones de aula y los
planes prefijados con anterioridad. ¿Cómo puedo saber qué haré exactamente a lo
largo del curso? ¿Puedo planificarlo con precisión de antemano? Yo no. No puedo
responder a un guion estable, no sé hacerlo, si lo hago me veo hundido en el
hastío profesional. Necesito una idea que surja estelarmente para embarcar a
mis alumnos en viajes que exigen riesgo. No puedo siquiera programar las
lecturas que van a tener mis alumnos. ¿Cómo voy a saberlo si no conozco bien
sus límites?
Puedo parecer insolvente, pero pienso que
para ciertas cosas es necesaria la magia de la inspiración. Y la capacidad de
adentrar a los alumnos en objetivos insólitos. Los parámetros con que inicié el
curso se han cumplido con bastante acierto, creo yo. Sin embargo, se han
enriquecido con nuevas propuestas como la de escribir una novela de veinte a
veinticinco páginas. Esto no lo había planificado. Hablé de ello en un post
anterior. Fue una idea, ya realizada anteriormente, que surgió de repente y me
dije ¿por qué no? Sería mi última oportunidad de llevarla a cabo. Para mi
sorpresa, tras las vacaciones muchos alumnos se han sumergido en la novela y
llevan varios capítulos ya escritos. Me lo han dicho varios con orgullo. Esa
novela será sin duda la mayor aportación vital que van a realizar este curso.
Quiero que se sientan satisfechos con ella. Que sea expresión de ellos mismos
en un momento cenital de su vida. He lanzado la piedra y ya está formando
círculos en el agua. Pero esto, como digo, no lo había previsto. Otra aportación
es dedicar el curso al escritor Franz
Kafka como hablé el post anterior. Fue una improvisación total. Tal vez
sugerida por el gato del libro Marina
de Carlos Ruiz Zafón. Se llamaba Kafka. Y eso fue la chispa que
desencadenó un proceso dentro de mí llegando hasta un profundo centro. Kafka es un autor que había dejado de
lado durante largo tiempo. Sentía que su mundo revelaba la impotencia del ser
humano y eso me desconcertaba y ponía nervioso. Pero sabía que en algún momento
habría de enfrentarme a él. Tengo en mi mesilla varios libros de relatos del
autor de Praga, he recibido sus
novelas completas, El proceso y El castillo. Anteriormente había leído América y La metamorfosis. He recibido asimismo un par de libros de
novelización de la última parte de su
vida, el tiempo que pasó en Berlín con Dora
Diamant y en diversos sanatorios
hasta que murió el 3 de junio de 1924. Es un Kafka distinto del que me había imaginado. Mi inmersión gozosa en Kafka propicia este proyecto en que voy
a implicar a mis alumnos de tercero empezando con la lectura de Kafka y la muñeca viajera de Jordi Sierra i Fabra y luego leyendo
directamente las setenta páginas de La
metamorfosis. ¿Una lectura adecuada para alumnos de quince años? No lo sé.
No lo sé realmente. Puede ser y representar un fracaso o una experiencia
fascinante la lectura de este relato verdaderamente sorprendente. Pero he de entrar
en su mundo enigmático para poder expresar a mis alumnos el misterio de la
literatura con mayúscula. Sin duda dará lugar a debates intensos la lectura de
esta obra. No quiero destripársela. Quiero que se encuentren con ella, si acaso
que sepan del autor, de su lugar en la literatura del siglo XX, la vida de un
modesto oficinista de una compañía de seguros que creó las más extraordinarias
historias de un mundo extraño y misterioso no reducible en absoluto a las
etiquetas.
Así se une mi pasión por un tema a la
indagación que van a hacer ellos. Pura improvisación. De hecho he recibido una
llamada de atención por parte del AMPA por no respetar las lecturas
programadas. ¿Cómo voy a saber qué diablos van a leer con un año de antelación?
¿Cómo lo voy a saber si no sé dónde estaré yo y dónde estarán ellos? De momento
veo las dos clases de tercero de ESO inmersas en una fiebre creativa muy
interesante. Están creando su propia novela. Como hacía Kafka en sus noches de insomnio.
Un curso de literatura pierde su esencia
si sabemos con demasiada precisión qué va a suceder. Supongo que habrá los
partidarios de las programaciones de aula
y que quieran llevar al milímetro lo que entra en cada clase. Puede ser. Y que
sean magníficos profesionales. Lo único que puedo decir es que yo no soy así.
Que necesito un margen para la creación y el arte de enseñar, que necesito la
inspiración, que no me desagrada tomar carreteras secundarias y pararme en un
paisaje para verlo con delectación. Creo que hay una vertiente maravillosa del
arte de enseñar que tiene en la improvisación uno de sus principales
fundamentos. Yo no hubiera sido el que he sido sin la improvisación cuando
empezaba, cuando seguí y ahora cuando acabo.