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jueves, 9 de julio de 2015

Mis primeros sanfermines


Solo he estado una vez en los sanfermines. Fue en 1977. Estuve trabajando cuando cursaba cuarto de Filología Hispánica. Pamplona todavía no estaba invadida por el turismo masivo y la mayor parte de la gente que había allí era pamplonica. Yo no había leído a Hemingway y su mítico Fiesta que trajo a tantos norteamericanos a las fiestas. Encontré trabajo de camarero en un bar en la calle Curia. Se llamaba El quinto pino. Me contrataron durante las fiestas para trabajar doce horas al día. De diez de la mañana a diez de la noche. Un horario perfecto para salir por la noche y continuar la fiesta. No tenía donde dormir, así que dormía en unos jardines de la plaza del Castillo. No recuerdo cómo llevaba el tema de la higiene. Ahora lo pienso y me sorprende que pudiera estar ocho días en esas condiciones, pero así fue. Vivía intensamente el ambiente de Pamplona tanto en el bar al que acudían muchos australianos como en las calles que ardían en cánticos reivindicativos. Era el tiempo de la transición. Se gritaba y yo gritaba: Presoak kalera, txakurra barrura al ritmo de los movimientos de la masa. Hoy soy consciente del momento aquel, políticamente muy intenso y que estallaba en nuestros gritos acompasados. Hoy soy conocedor de lo problemático de lo que yo gritaba: presos a la calle, perros adentro (refiriéndonos a la Policía Nacional y la Guardia Civil) cuando  en aquellos años centenares de policías fueron asesinados por ETA. Pero esto no lo pensábamos. Aquella era la voz del pueblo y la dictadura estaba tan cerca que no dábamos ningún crédito a la depuración de la policía franquista que  no se produjo salvo con el tiempo.

Eran momentos eufóricos. Todas las fiestas lo son. A mis veinte años disfrutaba, corría, cantaba, bebía, miraba a las pamplonicas, ardía en deseo sexual y el trabajo, con unos jefes muy comprensivos, era tranquilo y divertido. El bar estaba animado todo el día. Se bebía mucho y continuamente. Cervezas, gintonics, japonesas, lumumbas, destornilladores, nombres que hube de aprender para servir a nuestros clientes. El once de julio fue mi cumpleaños y lo celebré a mi manera en el bar. Una chica australiana me besó en los labios cuando le dije que era mi cumpleaños y yo aluciné. No entiendo cómo me lo permitieron los dueños del  bar. El caso es que yo trabajaba y me divertía y cuando faltaban dos horas para salir, cogía cervezas y me las bebía para ponerme a tono con la fiesta que iba a continuación por la noche. Las calles estaban rebosantes de gente que tenía ganas de vivir y beber sin parar. Tal vez allí descubrí eso que tanto caracteriza a los españoles y que es la fiesta, esa palabra que nos define ante el mundo. No somos famosos por nuestra productividad o nuestras universidades o nuestra alta tecnología pero somos mundialmente conocidos por nuestro sentido de la fiesta. Desbordante, etílica, eufórica, desatada, sudorosa, tanto que nos arrojaban agua desde los balcones cuando la multitud gritaba “agua” lo que nos refrescaba y nos enardecía nuevamente. Es un modo de estar en el mundo profundamente catártico y sicalíptico.


No vi ningún encierro. A esas horas, sobre las siete de la mañana, yo deambulaba por Pamplona intentando tomarme algún café tras una noche sobre el césped de la plaza. Y a las cinco habían pasado comparsas tocando trompas y tambores para levantarnos. Apenas había dormido una hora. Debía oler a tigre y tenía sueño. Pero a las diez debía empezar a trabajar en el bar El quinto pino. Me sentía orgulloso: me pagaban mil quinientas pesetas diarias (unos nueve euros) pero en aquel momento me parecía una cantidad fabulosa y lo era. Imaginaos que trabajé en la construcción otro verano y me pagaban 4500 pesetas al mes por trabajo durante cinco días y ocho horas diarias. En ocho días me podía llevar doce mil pesetas lo que era una fortuna. No recuerdo cómo guardaba el dinero durmiendo en la calle o si me pagaron al final cuando llegaron los cánticos tristes del catorce de julio del Pobre de mí, pobre de mí, que se han acababado las fiestas de sanfermín. Con ese dinero me fui a San Sebastián a pasar unos días. Vi en el puerto una gigantesca ikurriña que me pareció gozosa, tanto que compré una (hecha en Terrassa) para llevarla a mi piso de Zaragoza, un piso que compartía con otros estudiantes. La pusimos en el salón de la casa presidiendo la habitación. El dueño del piso era guardiacivil. Le pagábamos 12000 pesetas al mes (unos 72 €) lo que era una cantidad elevada. El País valía quince pesetas y era un periódico de izquierdas, aunque ahora parezca mentira. Nunca consideré en aquel momento que aquel guardia civil podría pensar que por aquella bandera estaban muriendo a mansalva decenas y decenas de guardia civiles en el País Vasco. Luego lo he pensado en muchas ocasiones. Era un momento extraño, de transición de una dictadura a la democracia. Estaba Suárez pero nadie creía en él. Lo que sentíamos era un vértigo de vivir, el propio de los veinte años, unido a un momento histórico que había que haber vivido para comprenderlo. Mis sanfermines fueron un momento, probablemente no especialmente importante pero he querido traerlo aquí en estos días en que nuevamente las calles de Pamplona se llenas de jóvenes de veinte años que desean a esas pamplonicas tan hermosas todas de blanco y pañuelos rojos. ¡Qué bonitas estaban! Y quieren quemar el mundo, llenos de alcohol, viviendo la locura de la fiesta, esa que nos da fama en todo el mundo para bien y para mal. Somos un pueblo, el español, profundamente dramático en el sentido de teatral. Nos va la teatralidad y el dramatismo. Un país extraño que no se reencuentra a sí mismo sino en la fiesta.  

domingo, 28 de junio de 2015

Proyectos para el verano


Primero, nada de descansar en el sentido habitual de la expresión. No quiero descansar. No estoy cansado. Quiero actividad y movimiento. Ya busco cada cierto tiempo mis lugares y espacios de descanso en mi hamaca multicolor. No soy capaz de una concentración intensa durante horas. He perdido esa posibilidad. Soy más bien una persona que lleva un montón de temas en la cabeza y los va enfocando y centrando en espacios de tiempo no muy extensos, pero vuelvo y vuelvo una y otra vez a ello. Necesito cambiar de actividad con bastante frecuencia. Mi falta de atención me lleva a dispersarme en diversos temas que abordo en cortos espacios de tiempo y alternativamente. Cuando me canso de un asunto, voy a otro, leo una novela o el periódico, o hago la cena, o voy a comprar. Me despejo y vuelvo al punto de partida. Es una atención parcial discontinua lo mía. Hubo un tiempo memorable en que era capaz de estar leyendo durante ocho o diez horas una novela o un libro de historia. Me tomaba media anfetamina y pasaba toda la noche en estado de máxima alerta y atención recreándome en lo detalles. Lo maravilloso de aprender es perderse en los detalles y avanzar lentamente. Me gustan esos zigzagueos de la atención. Los hacía incluso con anfetaminas. Antes se podían comprar casi libremente en la farmacia. Ahora no. Pero ¡cómo añoro aquellas noches de atención máxima en que devoraba obras que en otras circunstancias hubieran durado una semana o diez días! Nunca utilicé las anfetas para colocarme e irme de marcha. Me preparé las oposiciones y disfruté como un enano haciéndolo.

Pero me he desviado del tema central del post que era proyectos para el verano. Lectura de varias obras a la vez. Un libro sobre Roma, “Un otoño romano” de Javier Reverte que me han recomendado para calentar motores de nuestra visita a Roma a mediados de mes. “El astillero” de Juan Carlos Onetti, una novela poderosa que cuenta una historia, la de Larssen, el Juntacadáveres a su regreso a Santa María cinco años después. Me subyuga el estilo narrativo de Onetti. Leyéndolo me doy cuenta de mi absoluta insuficiencia como escribidor. Este libro forma parte de la lectura de verano del Circulo de Lectura de Nueva York en el que participo. 

Sobre el 25 de julio emprenderé mi proyecto más ambicioso: hacer diez o doce etapas del GR11 que me llevará de Cabo Higuer (junto a Fuenterrabía-Hondarribia) a Candanchú. Pasaré por el Baztán que era lo que quería, y por Vera de Bidasoa donde vivía Baroja. Llevaré un diario de viaje en mis largas caminatas en soledad. Y haré un reportaje fotográfico. Hacer fotografías me ayuda a caminar. Tengo que parar, pensar la foto, me abstraigo, compongo y disparo. Será una experiencia muy intensa pues la haré en soledad por el Pirineo en una ruta que desconocía. Tendré tiempo de pensar, de sentir, de respirar, de escribir a mano un diario de viaje, de ver el cielo de día y por la noche. Esta larga caminata se basa en la potencia de mi cuerpo con el que he de estar reconciliado: no fumo, no bebo, no bebo ya café, hago travesías, tengo las piernas fuertes...

El resto del verano no sé. Supongo que leeré mucho aunque trabajar no me distrae de leer. Ahora tengo pendientes varios libros. Los diarios de Carlos Morla Lynch en relación con los años de la república pero en especial sobre Lorca del que acabo de leer un libro bastante sorprendente: Rosas de plomo de Jesús Cotta. En él se sostiene que Lorca se aproximó a Falange Española por la relación entre este y José Antonio en los últimos días, antes del estallido de la guerra. Lorca no era un izquierdista aunque lo asesinaran los más reaccionarios del alzamiento. Lorca era amigo de José Antonio, lo protegieron falangistas en Granada, y una de las razones por que lo asesinaron es por ser amigo del líder falangista. Una hipótesis sugerente. Se ha manipulado totalmente desde la izquierda la muerte de Lorca. No fue como nos lo contaron ni como lo plantea Ian Gibson en su magna biografía del poeta granadino.

Otra novela pendiente es La muerte de Virgilio de Hermann Broch, recomendada por Dimas Mas, un escritor con el que me unen lazos de amistad profunda.

No descarto leer la segunda parte de Juego de tronos. La primera me interesó muchísimo.

Un verano en que no pararé, en que me niego al descanso y en el que prepararé mentalmente el nuevo curso de Lengua y Literatura en mi instituto.


No quiero descansar. Bastante tiempo tendré para hacerlo algún día cuando ya todo sea irremediable. Hoy de momento, tengo potencia y energía para caminar, fotografiar, escribir, leer, viajar. ¿Qué más? Nada, no ansío nada más que lo que tengo.

jueves, 18 de junio de 2015

El papa Francisco pone el dedo en la herida global


Hoy he leído medio alborozado, medio desolado, el extracto de la primera encíclica del papa Francisco titulada Laudato Si en que asume las tesis científicas que evidencian la causa humana del calentamiento global. Dejo aquí el enlace para quien quiera leer la noticia en su origen. El papa habla asimismo sobre la pérdida de la calidad de las aguas, de la contaminación de los acuíferos, la tendencia a la privatización de este bien común que es el agua, y, de igual modo, sobre las amenazas gravísimas que existen contra la biodiversidad y su consiguiente pérdida de numerosas especies –grandes y minúsculas-, la deforestación de los pulmones del planeta (Amazonía, la cuenca fluvial del Congo, Indonesia...), la contaminación de los océanos...

La raíz del calentamiento global es el patrón basado en el uso intensivo de los combustibles fósiles (carbón, gas, petróleo). El consumo es desordenado y gigantesco por parte de los países más poderosos del planeta, y ello está repercutiendo trágicamente en continentes como África que se está desangrando, desertizando y empobreciendo por efecto de la sequía que empuja a millones de seres humanos fuera de sus lugares de origen, que, a la vez, se da en zonas de conflictos bélicos. Estos son los hombres que vemos llegar en pateras por el mediterráneo –añado yo-.

En París, a final de año, se celebrará la cumbre internacional en que habrá de aprobarse el nuevo protocolo de reducción de gases de efecto invernadero que se aplicará a partir del 2020. El papa Francisco une su voz a las más críticas del planeta alertando a los países desarrollados para que asuman su compromiso claro en favor de las energías renovables y para aportar recursos a los países más necesitados para apoyar políticas y programas de desarrollo sostenible.

Hasta aquí, el resumen de la noticia. Ahora va mi comentario.

El planeta está en estado de emergencia. Se encienden las luces repetidamente y suenan los timbres de alarma. No sé si queda margen de maniobra para reorientar nuestras políticas de desarrollo. Me temo que si no cambia a nivel global nuestra mentalidad, vamos directamente al desastre climático provocado por el efecto invernadero. La situación es más que alarmante. El mundo se está transformando delante de nuestros ojos, pero vivimos tan absorbidos por nuestras circunstancias que no advertimos los signos inequívocos de que nos vamos directos a una catástrofe planetaria. Ya no es cuestión de ser o no alarmistas. El papa Francisco ha asumido ya una posición que es alarmista porque, efectivamente, estamos en estado de alarma. Todo el tiempo que tardemos en reaccionar va en contra de nosotros. ¿Habremos de presionar a los gobiernos para que orienten la producción de energía hacia las renovables? ¿Habremos de reducir nuestra dependencia cada vez mayor de un consumo disparatado de energía? Coches, aires acondicionados, calefacciones, turismo, exceso de iluminación permanente...

No creo equivocarme si intuyo que nuestro nivel de vida tendría que descender drásticamente para enfrentarnos a esta catástrofe climática. Esto nos afecta a nosotros como países desarrollados pero también a los países en vías de desarrollo y que reclaman su derecho también a contaminar para crecer. Y es que la contaminación ha sido un signo de crecimiento industrial y político. Crecer es contaminar. Esta ecuación es maligna porque si seguimos con ella veremos muy pronto los cambios a nivel irreversible que van a tener lugar en el planeta. Es como si viviéramos en un estado de ceguera voluntaria. No hay más ciego que el que no quiere ver. Siempre que he abordado este tema ha obtenido escasa respuesta. El problema es terriblemente complejo porque no nos damos cuenta de que una de las causas de que millones de hombres estén migrando desde África y Asia hacia Europa es el cambio climático que se combina con crisis planetarias derivadas de nuestras prácticas políticas y militares. Cuando inician cada día miles y miles de hombres y mujeres la travesía del mar mediterráneo para llegar a Europa, ello es claramente un efecto colateral del cambio climático. No los queremos aquí, pero ¿quién puede vivir en sus países arrasados por la sequía, por la guerra, por la barbarie, por la pobreza?

No queremos ver ni oír. Las palabras del papa Francisco han sonado potentes. Pero dudo que los gobiernos cambien. Dependen de opiniones públicas que solo quieren bienestar y escuchar cantos de sirena. Esos somos nosotros. Los que debemos aullar y ser conscientes de que el tiempo se está acabando.



domingo, 14 de junio de 2015

Un niño dentro de una maleta


He leído en un titular de El Mundo esto: la vida y el arte tienden a parecerse. Lo dice la actriz francesa Juliette Binoche. Me he quedado pensando sobre esto. ¿Es cierto que el arte y la vida tienden a parecerse? Es conocido el aforismo de Oscar Wilde que expresa que la vida imita al arte más que el arte imita a la vida. Sin duda son dos apreciaciones distintas: la presuposición de que el arte imita a la vida viene de la mímesis aristotélica y es el fundamento de la concepción realista del arte. Es la que atrae a mis alumnos que quieren encontrar en los libros que leen, o en el arte que contemplan, la idea de copia de la realidad, de imitación de la misma. Sin embargo, con los parnasianos se propuso la idea de que el arte era diferente a la vida, y defendieron el arte por el arte, sin cotejo con la vida real y concreta. Los simbolistas añadieron la visión de que lo poético, las imágenes poéticas encubren una significación oculta que está detrás. Son símbolos de una realidad subyacente y misteriosa a que solo tienen acceso los iniciados, los buenos lectores. Los surrealistas en buena parte continuaron con la idea del arte como revelación de lo oculto, de lo subconsciente. Así los símbolos oníricos son expresión de algo más profundo, que existe en otra dimensión que es esencialmente poética, la de nuestra psique oculta, la que desconocemos incluso nosotros mismos.

Pienso en Adou O., un niño costamarfileño cuya imagen en el interior de una maleta ha dado la vuelta al mundo al ser revelada por el escáner fronterizo. Es la imagen que ilustra el post. ¿Por qué nos ha conmocionado tanto y por qué ha desatado tal seguimiento de la noticia si su caso es uno más como tantos y tantos que día a día se están produciendo y que no nos conmueven? La imagen de Adou O. en el interior de la maleta es semejante a la de un feto en el interior de la placenta, tanto en la forma en que está encogido –en posición fetal- como por el color de la imagen –un tono anaranjado combinado con las líneas verdes de objetos metálicos-. La situación posee una proyección simbolista: una maleta común, como millones de maletas, es mostrada en su interior, y revela la presencia de un niño. ¿No es como los símbolos? Una realidad oculta se expresa solo para los ojos de los iniciados, en este caso todos los que hemos asistido a la anagnórisis o reconocimiento del niño oculto. Aristóteles vinculaba este procedimiento, la anagnórisis, a la tragedia, y es en efecto que todos los que vemos a Adou O. percibimos lo trágico de la situación, su vinculación a la tragedia del continente negro que se nos manifiesta en esta imagen que nos golpea. Adou O. no solo es Adou O. Es un símbolo muy profundo que ha llegado a nosotros más que con la imagen de un niño que no es conocida y no nos conmociona, con la realidad oculta de algo que no queremos ver pero que esta vez nos ha golpeado: es la tragedia de África expresada en un duotono cromático y una imagen fetal. Adou O. está en el interior de un claustro metafórico, encerrado, constreñido. Palpitante. Está sumergido en líquido amniótico y parece alimentarse  por el cordón umbilical. Las leyes prohibían su presencia. Su entrada en el fabuloso mundo occidental estaba prohibida. Sin embargo, él retornó de nuevo a la placenta para poder nacer a este lado. Es ese el instante en que el escáner lo captó y nos ofreció la imagen de una ecografía tridimensional. Estaba a punto de nacer y fuimos testigos de ello. La realidad de ello conecta con el arte simbólico y probablemente no será extraño que algún artista plástico juegue con la imagen de Adou O. para expresar lo trágico de nuestra dimensión. La de un mundo que se hunde, que se transforma en feto para llegar a renacer a este lado. Rápidamente hemos concedido la entrada de Adou O. para reunirse con sus padres. ¿Por qué? ¿Vamos a permitir que todos los niños de África ahora vengan en maletas para nacer de nuevo en Europa? ¿Ha cambiado nuestra visión de que la inmigración descontrolada es un peligro para nuestra sociedad?


Para mí está claro que la realidad ha imitado al arte, y no el arte a la realidad. Me conforta que pueda existir en su dimensión autónoma. Tal vez pueda urdirse un relato más de género realista para expresar el drama del niño y su familia, pero me quedo con la dimensión trágica, simbólica, amniótica, de Adou O. Que volvió a la realidad del vientre materno para renacer en una Europa aparentemente rica y próspera. Ojalá que Adou O. tenga la oportunidad de crecer y educarse en el mundo de este lado. Por unos días su escáner nos ha evocado la terrible tragedia de África. Nos ha fascinado, nos ha golpeado, nos ha hecho sentir la idea de ser mejores de lo que somos. Tal vez necesitemos nosotros también retornar al origen para descubrir lo que en realidad representamos: un drama dentro de otros dramas colectivos más amplios. El mundo se anega en sangre, pero Adou. O. como Kirikú, venció a la bruja y llegó a este lado del mar. Que sea para bien. Al final la bruja no era tan mala y solo estaba poseída por la desconfianza, el miedo, el terror hacia el lado oscuro.

miércoles, 10 de junio de 2015

Vomitad sobre los viejos maestros


Soy profesor, he sido profesor durante muchos años, pero no me identifico con “ser un profesor”. Considero que es algo accidental, casuístico. Yo quería ser periodista como ya he explicado alguna vez, pero no pudo ser. Tengo este blog para dar salida a mi magma interno, a mis degluciones atípicas. He sido profesor y he visto pasar promociones y promociones de alumnos por el aula. Y no he sentido la más mínima emoción cuando dejaban el instituto, y no se ha apoderado de mí la melancolía, esa punta que nos puede invadir por su marcha a otros derroteros como la universidad. Soy de lo más insensible. Y si me los encuentro luego, no pretendo que  recuerden especialmente nada de lo que aprendieron conmigo. Si acaso, a ser ellos mismos. Y si alguno recuerda con especial reverencia lo que fueron las clases, apelo a Thomas Bernhard para recordarles que los maestros solo valen para ser asesinados, como el padre. Y añado para mí que esa devoción por los antiguos maestros si soy yo el recipiendario, me parece abominable. No quiero ser maestro de nadie.  Detesto esa función, así que esas efusiones sentimentales no van conmigo. Mi posición no será comprensible si no explico que lo que quiero es encontrarme con ellos en pie de igualdad, tanto como cuando soy profesor como después cuando me los encuentro por la calle. No pretendo tratar a mis alumnos como inmaduros e incompletos. No, si puedo quiero establecer un diálogo fructífero en el que no estoy arriba, salvo porque tengo algunos datos más. Pocos más. O muchos más. Da igual. Quiero alumnos que tengan su propia visión de las cosas y que me recuerden especialmente como uno más, críticamente, desapasionadamente, con desapego. El único apego que aprecio es el que se tiene uno a sí mismo y aun este es cuestionable.

¿Mis clases? Aciertos y fracasos. Grandes descubrimientos y errores a mansalva. Es como una escritura inarmónica, en la que existe un qué pero falla el cómo en multitud de ocasiones. Borrones, a veces apoteosis y otras simas. No tengo una caligrafía bien formada. Me gusta esa disarmonía, ese íntimo desasirse de lo habitual, ese buscar lo imposible en lo dado. Nunca caminos trillados y seguros. Siempre acciones en descampado, sin protección, bajo el sol o la luna grande. Eso supone grandes posibilidades de equivocarse al elegir el camino que lleva a la colina. Con esa búsqueda me gustaría que se quedaran los chavales a que he dado clase. Han de conquistar su colina, cada uno la suya, y enviar al capitán que fue un día su profesor al pozo de las cosas inservibles para encontrarse con él como un amigo, sin melancolía del pasado fuera el que fuera. Y si alguno lo recuerda está el vómito. ¡Vomiten sobre los profesores del pasado! Ese vómito será la mejor prueba de que se está en camino correcto. El vómito es proteico, vitamínico, fertilizante. Lo realmente estéril es la admiración, el más banal de los sentimientos. Les aconsejo no admirar a nadie. La admiración es peligrosa porque supone comparar tu vida con otra, y eso es abyecto. Sé que con esto algunos disentiréis y hablaréis de la admiración sana, el reconocimiento de lo que otros han hecho. Puede que algunos hombres sean especialmente interesantes, dejémoslo allí. Pero ese colocarlos en un pedestal no es lo mío. La inteligencia es azarosa. Se tiene o no se tiene. El CI es inmotivado. Y la capacidad para el esfuerzo probablemente sea totalmente genética. Si unimos inteligencia y tenacidad, tendremos siempre frutos interesantes. Y el ser un genio es algo que es un don que algunos tienen porque sí, no porque lo hayan merecido. Ya me hubiera gustado ser un Shakespeare o Thomas Bernhard para vomitar a gusto con mi escritura. Claro que los valoro. Sería necio no considerarlos como muy valiosos. Pero si alguna vez hablara con ellos me gustaría hacerlo en plenitud de mi valor, de mi pequeña o gran aventura. Cada uno tiene su aventura. Cada uno tiene su colina que conquistar. Homero, si es que existiótuvo la suya y yo tengo la mía. Y esos seres que son o fueron mis alumnos tienen la suya. Quiero que me cuenten cómo es ese viaje por el río en la oscuridad, esa tensión creativa que es su formación como héroes. Porque creo o quiero creer que todo ser humano es un héroe en potencia. Solo tiene que descubrirlo.

Vomiten sobre los viejos maestros, no se dejen apoderar por la reverencia debida, por el agradecimiento que sienten por lo que les enseñaron. Todo lo llevaban ya dentro. Aquellos maestros tal vez hicieron algo bien que es mostrar el camino hacia la introspección. Así concibo mi labor. Como explosiva, como brutal, como de viejo anarquista al que le gusta todavía poner bombas aunque sea un funcionario burgués que no hace nada especial salvo escribir sobre lo que siente o piensa. Y es que la colina que hay que conquistar está dentro, no fuera. Si conquistamos la colina interior, el paisaje exterior es casi indiferente.

Ayer acabé mi crédito de cine en tercero de ESO. Un muchacho vino y me dio la mano y me dijo que había sido un placer asistir al mismo. Me gustó ese darme la mano en pie de igualdad. No es habitual. Claro que me gusta que recuerde ese ciclo de películas que han visto. Yo apenas he hablado para nada. Pero su mirada se ha posado en obras señeras del cine. Yo he sido un catalizador para educar su mirada. Nada me debe. Pero nos hemos encontrado a gusto. En ese dar la mano hay todo un símbolo que me atrae.



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