Hoy he leído medio alborozado, medio
desolado, el extracto de la primera encíclica del papa Francisco titulada Laudato Si en que asume las tesis
científicas que evidencian la causa humana del calentamiento global. Dejo aquí
el enlace para quien quiera leer la noticia en su origen. El papa habla
asimismo sobre la pérdida de la calidad de las aguas, de la contaminación de
los acuíferos, la tendencia a la privatización de este bien común que es el
agua, y, de igual modo, sobre las amenazas gravísimas que existen contra la
biodiversidad y su consiguiente pérdida de numerosas especies –grandes y
minúsculas-, la deforestación de los pulmones del planeta (Amazonía, la cuenca
fluvial del Congo, Indonesia...), la contaminación de los océanos...
La raíz del calentamiento global es el
patrón basado en el uso intensivo de los combustibles fósiles (carbón, gas,
petróleo). El consumo es desordenado y gigantesco por parte de los países más
poderosos del planeta, y ello está repercutiendo trágicamente en continentes
como África que se está desangrando, desertizando y empobreciendo por efecto de
la sequía que empuja a millones de seres humanos fuera de sus lugares de origen,
que, a la vez, se da en zonas de conflictos bélicos. Estos son los hombres que
vemos llegar en pateras por el mediterráneo –añado yo-.
En París, a final de año, se celebrará la
cumbre internacional en que habrá de aprobarse el nuevo protocolo de reducción
de gases de efecto invernadero que se aplicará a partir del 2020. El papa
Francisco une su voz a las más críticas del planeta alertando a los países
desarrollados para que asuman su compromiso claro en favor de las energías
renovables y para aportar recursos a los países más necesitados para apoyar
políticas y programas de desarrollo sostenible.
Hasta aquí, el resumen de la noticia.
Ahora va mi comentario.
El planeta está en estado de emergencia.
Se encienden las luces repetidamente y suenan los timbres de alarma. No sé si
queda margen de maniobra para reorientar nuestras políticas de desarrollo. Me
temo que si no cambia a nivel global nuestra mentalidad, vamos directamente al
desastre climático provocado por el efecto invernadero. La situación es más que
alarmante. El mundo se está transformando delante de nuestros ojos, pero
vivimos tan absorbidos por nuestras circunstancias que no advertimos los signos
inequívocos de que nos vamos directos a una catástrofe planetaria. Ya no es
cuestión de ser o no alarmistas. El papa Francisco ha asumido ya una posición
que es alarmista porque, efectivamente, estamos en estado de alarma. Todo el
tiempo que tardemos en reaccionar va en contra de nosotros. ¿Habremos de
presionar a los gobiernos para que orienten la producción de energía hacia las
renovables? ¿Habremos de reducir nuestra dependencia cada vez mayor de un consumo
disparatado de energía? Coches, aires acondicionados, calefacciones, turismo,
exceso de iluminación permanente...
No creo equivocarme si intuyo que nuestro
nivel de vida tendría que descender drásticamente para enfrentarnos a esta
catástrofe climática. Esto nos afecta a nosotros como países desarrollados pero
también a los países en vías de desarrollo y que reclaman su derecho también a
contaminar para crecer. Y es que la contaminación ha sido un signo de
crecimiento industrial y político. Crecer es contaminar. Esta ecuación es
maligna porque si seguimos con ella veremos muy pronto los cambios a nivel
irreversible que van a tener lugar en el planeta. Es como si viviéramos en un
estado de ceguera voluntaria. No hay más ciego que el que no quiere ver. Siempre
que he abordado este tema ha obtenido escasa respuesta. El problema es
terriblemente complejo porque no nos damos cuenta de que una de las causas de
que millones de hombres estén migrando desde África y Asia hacia Europa es el
cambio climático que se combina con crisis planetarias derivadas de nuestras
prácticas políticas y militares. Cuando inician cada día miles y miles de
hombres y mujeres la travesía del mar mediterráneo para llegar a Europa, ello
es claramente un efecto colateral del cambio climático. No los queremos aquí,
pero ¿quién puede vivir en sus países arrasados por la sequía, por la guerra,
por la barbarie, por la pobreza?
No queremos ver ni oír. Las palabras del
papa Francisco han sonado potentes. Pero dudo que los gobiernos cambien. Dependen
de opiniones públicas que solo quieren bienestar y escuchar cantos de sirena.
Esos somos nosotros. Los que debemos aullar y ser conscientes de que el tiempo
se está acabando.