Hay una cierta corriente pedagógica muy
extendida que piensa que la escuela debe ser un espacio mágico en que exista la
felicidad, que allí los niños vayan para ser felices, aislados de un mundo hostil
y agresivo que les esperará después cuando abandonen esa placenta agradable que
es la escuela. En buena parte lo hemos logrado. A lo menos en el centro de
enseñanza donde yo estoy. Mis alumnos viven tranquilamente. Y son felices, o al
menos lo parecen. Me refiero ahora a segundo de ESO. Algunos de ellos viven
experiencias no tan tranquilizadoras cuando salen de la escuela. El tiempo en
la escuela puede ser más o menos aburrido pero no infeliz. Hay quien dice que lo que enseñamos no les
prepara para el siglo XXI, hay quienes rechazan que nuestros alumnos sean odres
para ser llenados con conocimientos absurdos que pueden ser encontrados
fácilmente en google. La memoria ya no es necesaria tal como la concebíamos. No
merece la pena retener información cambiante que puede ser encontrada sin
problemas en la red. Tal vez no sea necesaria tampoco la ortografía o conocer
las tablas de multiplicar de memoria. La escuela es un espacio de
sociabilización y de aprendizaje compartido en que fundamentalmente debe serse
feliz. Las clases deben ser espacios de felicidad. La escuela no debe ser uniformadora ni mitificar la disciplina.
Las calificaciones no tienen demasiado sentido y son marca de la escuela
jerárquica del siglo XIX. La escuela debe ser un espacio donde se aprenda
jugando y por placer. No podemos medir las inteligencias con un único baremo
pues existen inteligencias múltiples y muy distintas. Hay quien vale para una
cosa y hay quien vale para otra. Todos deben tener un lugar destacado en la
escuela que no debe fomentar la sensación de fracaso, y para ello el primer
elemento que hay que desterrar es la inteligencia formal, pues dicha
inteligencia es casual e injusta. ¿Por qué debemos destacar a esos alumnos que
nacen aleatoriamente con un grado mayor de CI frente a los que no lo tienen? La
inteligencia es clasista. No debe considerarse un mérito. Sería clasista y
marcaría un sesgo inaceptable. La excelencia es sospechosa pues busca
reproducir un universo jerarquizado en que hay unos que están arriba y otros
están abajo.
Pensaba esto durante la sesión de
evaluación de segundo de bachillerato humanístico. Los alumnos de este curso
acumulan multitud de suspensos. Ni uno solo aprueba todo. Se quejan de que se
sienten agobiados, estresados por el instituto. No soportan la tensión de estar
preparándose para la selectividad como único objetivo. Y que los exámenes sean
tan duros. Incluso se les ha hecho pasar un simulacro de selectividad para que
sepan a qué se van a enfrentar. La experiencia les ha parecido horrible. Y
esperan que no vuelva a repetirse. Los profesores han intentado explicarles que
esto es lo que pueden esperar de cualquier oposición a que se presenten, pero
ellos no aceptan que en esa placenta en que están se les someta a esos estados
de tensión. Vale que no estudian demasiado, que no llevan las cosas al día,
pero ¿alguna vez en el instituto en que están ha tenido que hacerse? Hasta este
curso fatídico de segundo de bachillerato han vivido bastante plácidamente.
Muchos han copiado y en eso son maestros y maestras. Son buenos chicos. Esperan
disfrutar de la vida y algunos ya saben qué es el carpe diem. Saben que estos años de juventud son irrecuperables y
hay que aprovecharlos. Pero no está justificada desde su punto de vista esta
tensión que están viviendo ahora como si nosotros no fuéramos sus aliados, sus
protectores que deben cubrirles de los sinsabores de la vida. ¿No les hemos
explicado alguna vez que la escuela debe buscar la felicidad? ¿A qué viene esta
distorsión de angustia a que los estamos sometiendo?
Yo no abría la boca pero me identificaba
con su discurso subyacente que nos pedía piedad y comprensión. Afuera está el
mundo oscuro. Terrible. Exigente. Disparatado. Injusto. ¿Por qué hacerlos
crecer de golpe? ¿Por qué toda la ESO ha sido distendida y los profesores han
pretendido hacerles gozar con el aprendizaje haciéndolo divertido? Y si no lo
era, ellos ya lo convertían en divertido. La angustia está fuera en las calles
pero la escuela es una prolongación del útero materno y nosotros somos una
suerte de líquido amniótico. Queda lejos la escuela de la infelicidad en que yo
estudié, me digo. Allí me pegaban, me vejaban, me aplastaban. Era una escuela
enferma. Formada por sádicos. Hoy somos en general buenos maestros. Y los
padres los protegen de nuestros excesos. Sabemos que hemos de ir con ojo no
agobiándolos. Aprendimos a no ser talibanes y hoy somos cantos rodados en el
lecho del río en que estos muchachos están. Entiendo su queja. Una de dos: o
les hacemos este segundo de bachillerato menos tenso y angustioso o se tendrán
que preguntar que por qué no les preparamos antes para lo que les esperaba.
¿Por qué les engañamos? ¿Por qué pasaron sin dar un palo al agua? ¿Por qué se
les permitió comportarse como niños con ganas de diversión en las clases y no
tuvo consecuencias? ¿Por qué ahora cambiamos el discurso y les hablamos de lo duro
que es el mundo de fuera? ¿Por qué no se lo dijimos antes?
Algo no funciona. Me hubiera gustado
escribir un texto argumentativo para que lo leyeran los representantes de los
alumnos en la sesión de evaluación, pero me he quedado en silencio esperando
poder escribir sobre ello.