Mis primeros seis años de
vida me atraen con una fuerza magnética irresistible. He
escrito mucho sobre ellos, aunque raramente he publicado. Fue un territorio auténticamente salvaje, el único
territorio salvaje de mi vida. Aprendí a leer a los cinco años, de modo que en aquel lejano tiempo el mundo pasaba a
través de mis ojos sin el filtro de la lectura que luego me
devoró. Yo era un niño callejero. A partir de mis cuatro años yo deambulaba por las calles yendo suelto de un
lado para otro, aunque nunca formé parte de las bandas que por
allí había, como la del Velas,
llamada así por sus mocos colgantes.
Fumaba yo lo que los viejos tiraban al suelo. Iba buscando las colillas
encendidas y las chupaba con fruición. Era un niño solitario y desquiciado que recorría la
plaza del Pilar de Zaragoza, entre los cipreses tristes y sombríos, provocando e insultando a los viejos a los que
detestaba. El mundo me fascinaba, siempre estuve dominado por visiones que la
realidad de una mirada nueva aumentaba con una potencia que luego nunca he
logrado recuperar. Solo tenía una amiga con la que
jugaba en una vieja buhardilla e imaginábamos un mundo menos sórdido. Fue el primer amor de mi vida y, a pesar del tiempo
pasado, aún recuerdo el olor de su
piel y sus ojos profundos y oscuros. Mi padre no estaba o solo lo veía muy de vez en cuando. Mi madre era el ser más fascinante que he conocido nunca, pero disfrutaba
causando dolor al único ser que tenía a su alcance. Yo orbitaba en torno a su fuerza
prodigiosa como un satélite subsumido por el maelströn de su mundo sádico y obsesivo. Carecía de límites y de piedad. Yo viví aquel mundo de dolor inmenso y terrible, ampliando mi
capacidad para la ensoñación, para
la creación de entornos mágicos y oníricos. Me hice lento de
reflejos pues me costaba salir de mis ensoñaciones.
Aun después del tiempo pasado sigo
yendo rápido a todos lo sitios para
encontrar un tiempo luego detenido y magnético.
La vida era terriblemente
triste e inmensa, y esa tristeza que me inundaba amplió mi
universo multiplicado por mil al entrar en contacto aquel niño salvaje con la concepción religiosa de un colegio de
monjas al que empecé a ir a mis cuatro años. Los primeros días me escapaba, insultaba a las monjas tildándolas con los motes y
palabrotas más obscenos y soeces que conocía y eran muchos, me negaba a sentarme con los niños y me escapaba al sector de las niñas a
pesar de los castigos y las reprimendas. La capilla de la iglesia excitaba mi
universo interior sumiéndolo en escenas terroríficas. Mi espíritu indomable se vio
dominado por la culpa y sintió más dolor,
inenarrable, hasta que llegó uno de los días más ominosos de mi vida: el día de la primera comunión. El
abismo del fin del mundo se abría y yo esperaba la llegada
de Dios en medio de ángeles y arcángeles que tocarían sus trompetas para
castigar a aquel ser de seis años que era profundamente
malo y era culpable de todo lo que sucedía a su alrededor.
No sé en qué ocupan sus primeros seis años de
vida otras personas. Tal vez en ser felices. Yo no tuve esa oportunidad, pero
el tiempo me ha enseñado que aquello posiblemente
fue una ocasión única e irrepetible y no
renuncio a mi particular Auschwitz emocional. No sé qué hubiera pasado si yo hubiera sido un niño querido en un universo amable y acogedor. Lo ignoro.
Pero sé que en aquello había un mensaje poderoso, que ha nutrido toda mi vida
posterior con una fuerza extraordinaria. Desarrollé una
potencia cósmica que me permitió observar todo desde la perspectiva del dolor y a la vez
alcanzar la dicha en instantes de plenitud. He vuelto una y otra vez a aquel
mundo incluso desde la perspectiva del teatro que ensayé durante
unos años. Reproduje la escena de
la manzana asada en la que reside el día más doloroso de mi vida. Mi madre a mis cinco años me echó de casa por no querer comer
una manzana que me repugnaba. Para mí no era un juego y sentí en mis entrañas el abismo de la soledad
total y el abandono del único ser al que estaba
unido. Este día ha sido reproducido en una
escena dramática en presencia del
director ruso Boris Rotenstein muchos años después. Éste asistió maravillado a aquello y
dijo que era la escena teatral más potente que había visto hasta entonces. De tal manera aquellos años espantosos aún nutren mi modo de ver el
mundo que en su dimensión apocalíptica son capaces de alumbrar magnéticamente
una potencia personal a la que no renuncio y que casi llego a considerar como
una suerte. Probablemente otras personas de sus primeros seis años solo tienen recuerdos tiernos y afectuosos a los que
miran con nostalgia y una reprimida melancolía. Yo, en
cambio, viví de entrada la apoteosis del
sufrimiento en cantidades inimaginables, pero ¡cómo
desarrolló mi capacidad para la
observación interior, para la generación de universos paralelos, para el erotismo intenso en
escenas íntimas con aquella primera
muchacha que conocí y amé, hasta
que llegó aquel día gris y triste en que hice mi primera comunión en un colegio de pobres y Mariví definitivamente se trasladó de
barrio y no la volví a ver jamás! Suerte que entonces pude sustituir definitivamente
aquel mundo insólito y violento por la
literatura cuando descubrí los libros, que han sido
una forma de prolongar las visiones de la infancia con una dicha difícil de imaginar para los que solo tienen recuerdos entrañables de estos primeros seis años.
Cuando el año pasado acompañé a mi madre a la entrada del
crematorio, toqué su frente helada, la miré por última vez, ya totalmente
indefensa, y advertí que tal vez había sido un monstruo, pero había sido mi
monstruo. El cadáver entró por la puerta, y luego sus cenizas fueron esparcidas,
como ella quería, en un bosque de Santillana
del Mar, cerca de Altamira. Aquella mujer había sido en
sus años jóvenes
artista de cabaret. Algún día
escribiré su historia, no sé si real o imaginaria, del mismo modo que ignoro si lo
que cuento o lo que soy es real o fruto de la ensoñación.