Una vida sin libros no es necesariamente inferior. Se puede vivir perfectamente sin leer libros, sin ir a exposiciones pictóricas y sin ver buenas películas… Es más conozco a bastantes personas que lo hacen y son perfectamente felices. Es una falacia pensar que la lectura es una necesidad humana y que nos hace mejores en ningún sentido. Hay algunas personas que leen, que no pueden vivir sin leer, y otras para las que la lectura es algo enojoso y absolutamente prescindible. ¿Quién es mejor? Cada uno tiene sus pasiones. Uno puede apasionarse por el fútbol como jugador o como espectador. Otros, en cambio, se apasionan por Los hermanos Karamazov de Dostoievski.
Leer es un acto pueril. Don Quijote de la Mancha era un personaje pueril que acaba derrotado, igual que algunos personajes de Kafka o Vladimir Nabokov. Es un acto pueril porque nos instala en el mundo de la irrealidad. Tenemos vidas reales pero nos atraen vidas irreales. Es como una enfermedad del alma. Los lectores compulsivos necesitamos de la ficción, vivir otras vidas que no sean la nuestra, necesitamos alimentarnos de belleza, necesitamos trascender nuestras vidas incompletas y trasladarnos a espacios imaginarios o identificarnos con personajes que no somos nosotros mismos como si nuestra vida no estuviera completa. ¿Hay acaso mayor evidencia de que los lectores tenemos algo de niños?
Detesto esa obsesión de los ministerios de Educación y Cultura de intentar conseguir que toda la sociedad sea lectora. La lectura es una actividad minoritaria, de individuos insatisfechos y sin terminar que tienen algo de niños pues buscan en los libros la magia que les falta en sus vidas. O la magia que les lleve más allá de sus vidas. No todo el mundo tiene esa íntima necesidad. No hay ningún poder en el mundo que impida que alguien sea un lector compulsivo. He tenido alumnos de vida desdichada de quince años que devoraban a Dostoievski. Leerlo era una forma de consuelo. La mayor parte de las grandes historias que ha creado la humanidad son historias tristes o desoladoras. La gran literatura es triste. Nos vemos reflejados en esas historias y nos producen consuelo. Nos vemos desplazados de nuestro centro y llevados más allá de lo que conocemos. Nos aventuramos en otras historias que no somos nosotros mismos.
Los grandes narradores son perversos con corazón candoroso. Intentan que seamos felices. No existe otra motivación para contar o leer historias que la de intentar ser feliz, igual que en la vida cotidiana necesitamos de esos postres tan maravillosos como las natillas, el arroz con leche o el turrón. Leemos para ser felices. Poseer un libro ya es un factor de felicidad. Me gustan con tapa dura y con bellas encuadernaciones. Cuando consigo un libro –los libros hay que comprarlos de uno en uno- largo tiempo anhelado me posee una emoción especial. Me gusta que alguien pueda recomendarme libros desde su experiencia personal. Del mismo modo que me gusta hablar de ellos o escribir sobre ellos. Ahora estoy embebido en una turbia historia cuyo narrador es un personaje perverso pero su vida y sus reflexiones me son atractivas. Me siento identificado en su cotidianidad pero odio lo que su vida representa. Leer es enfrentarse en muchos casos a la ambigüedad humana, a esos seres que representan la miseria moral pero que tienen una atractiva sensibilidad. Leer es un veneno del alma porque nos acerca a laberintos y encrucijadas morales que necesitan ser resueltas.
No entiendo que leer deba ser una actividad mayoritaria. Como transición existen los bestsellers, las libros acomodaticios y fáciles que no suponen una experiencia compleja para el lector. Son géneros de éxito editorial y que se venden a millones. Satisfacen esa mayoritaria necesidad de escuchar historias atrayentes, pero que no nos amenazan. La gran literatura siempre es un riesgo y una experiencia importante. No son libros de fácil lectura por su densidad o su longitud. Muchas veces sus autores han llevado vidas desgraciadas que han dejado plasmadas en mayor o menor medida en sus obras. Algunos lectores son enfermos o niños en el fondo de su alma y están enganchados a una droga poderosa y terrible: la buena literatura. Algo perfectamente prescindible e innecesario para ser buena persona o feliz. El problema es otro pero quizás no lo sepa explicar.
Leer es un acto pueril. Don Quijote de la Mancha era un personaje pueril que acaba derrotado, igual que algunos personajes de Kafka o Vladimir Nabokov. Es un acto pueril porque nos instala en el mundo de la irrealidad. Tenemos vidas reales pero nos atraen vidas irreales. Es como una enfermedad del alma. Los lectores compulsivos necesitamos de la ficción, vivir otras vidas que no sean la nuestra, necesitamos alimentarnos de belleza, necesitamos trascender nuestras vidas incompletas y trasladarnos a espacios imaginarios o identificarnos con personajes que no somos nosotros mismos como si nuestra vida no estuviera completa. ¿Hay acaso mayor evidencia de que los lectores tenemos algo de niños?
Detesto esa obsesión de los ministerios de Educación y Cultura de intentar conseguir que toda la sociedad sea lectora. La lectura es una actividad minoritaria, de individuos insatisfechos y sin terminar que tienen algo de niños pues buscan en los libros la magia que les falta en sus vidas. O la magia que les lleve más allá de sus vidas. No todo el mundo tiene esa íntima necesidad. No hay ningún poder en el mundo que impida que alguien sea un lector compulsivo. He tenido alumnos de vida desdichada de quince años que devoraban a Dostoievski. Leerlo era una forma de consuelo. La mayor parte de las grandes historias que ha creado la humanidad son historias tristes o desoladoras. La gran literatura es triste. Nos vemos reflejados en esas historias y nos producen consuelo. Nos vemos desplazados de nuestro centro y llevados más allá de lo que conocemos. Nos aventuramos en otras historias que no somos nosotros mismos.
Los grandes narradores son perversos con corazón candoroso. Intentan que seamos felices. No existe otra motivación para contar o leer historias que la de intentar ser feliz, igual que en la vida cotidiana necesitamos de esos postres tan maravillosos como las natillas, el arroz con leche o el turrón. Leemos para ser felices. Poseer un libro ya es un factor de felicidad. Me gustan con tapa dura y con bellas encuadernaciones. Cuando consigo un libro –los libros hay que comprarlos de uno en uno- largo tiempo anhelado me posee una emoción especial. Me gusta que alguien pueda recomendarme libros desde su experiencia personal. Del mismo modo que me gusta hablar de ellos o escribir sobre ellos. Ahora estoy embebido en una turbia historia cuyo narrador es un personaje perverso pero su vida y sus reflexiones me son atractivas. Me siento identificado en su cotidianidad pero odio lo que su vida representa. Leer es enfrentarse en muchos casos a la ambigüedad humana, a esos seres que representan la miseria moral pero que tienen una atractiva sensibilidad. Leer es un veneno del alma porque nos acerca a laberintos y encrucijadas morales que necesitan ser resueltas.
No entiendo que leer deba ser una actividad mayoritaria. Como transición existen los bestsellers, las libros acomodaticios y fáciles que no suponen una experiencia compleja para el lector. Son géneros de éxito editorial y que se venden a millones. Satisfacen esa mayoritaria necesidad de escuchar historias atrayentes, pero que no nos amenazan. La gran literatura siempre es un riesgo y una experiencia importante. No son libros de fácil lectura por su densidad o su longitud. Muchas veces sus autores han llevado vidas desgraciadas que han dejado plasmadas en mayor o menor medida en sus obras. Algunos lectores son enfermos o niños en el fondo de su alma y están enganchados a una droga poderosa y terrible: la buena literatura. Algo perfectamente prescindible e innecesario para ser buena persona o feliz. El problema es otro pero quizás no lo sepa explicar.