Uno de los artículos periodísticos que más me han interesado en las últimas semanas ha sido uno publicado en el suplemento de Salud de El País del 8 de setiembre de 2007. El título era La vida como la narra el cerebro y su tesis consiste en que “el cerebro humano siente una afinidad estructural por la construcción narrativa de los recuerdos”. Ello viene a sostener que el cerebro, aparte de ser una máquina sintáctica como enunció Noan Chomsky, es una máquina narrativa y ello se manifiesta en la pasión que tenemos por que nos cuenten historias y en contarlas. En la Edad Media eran los cantares de gesta, las baladas y los romances los que cautivaban al pueblo; los pórticos de las iglesias eran utilizados por los clérigos como historias narrativas para los iletrados; posteriormente fueron las novelas las que surgieron como género del mundo moderno y que tienen en el siglo XIX su apogeo con sus largos y prolijos novelones publicados muchas veces por entregas para satisfacer el gusto lector de damas y caballeros aburridos.
En el siglo XX esta pasión no disminuyó sino que se enriqueció con las nuevas historias que nos contó el cine, nuevo arte que electrizó a las audiencias millonarias. El cerebro es una máquina a la que le gustan las historias pero ese cerebro se ha ido adaptando a la velocidad creciente del mundo y las historias cinematográficas, televisivas, literarias, o vídeos de youtube… que gustan a los jóvenes son plasmadas generalmente en imágenes vertiginosas y fragmentarias, en sucesiones de ritmo acelerado; sobran para ellos las transiciones, los matices, la profundización en el ambiente y en los detalles. El futurismo ya plasmó en su aplauso enfervorecido de la velocidad esa pasión de los nuevos tiempos.
No olvidemos tampoco los cuentos tradicionales, aquellos siguen gustando a los niños antes de irse a dormir, las leyendas –rurales y urbanas-, los culebrones, las teleseries, los anuncios de televisión que son estructuras narrativas en treinta segundos…
Me pregunto si podría aprovechar esa pulsión congénita del cerebro humano de contar/escuchar historias y de ver también la propia vida como una novela con sus capítulos y sus partes, para conseguir que mis alumnos escribieran una narración extensa de unas veinte páginas, un relato breve, de su propia vida o quizás de materia inventada. Según los estudios sólo en la adolescencia se comienza a ver la propia vida como una historia con principio, nudo y posible desenlace. Me fascina la posibilidad de que mis alumnos hagan un esfuerzo de creación sostenido para idear una historia personal o ajena en la que se impliquen totalmente. La adolescencia es una época turbulenta y necesita conmociones pero también remansos de introspección para conocerse mejor a sí mismos.
Supongo que una de las primeras objeciones que podría hacerse a que los alumnos contaran su propia historia es que algunas veces éstas son dolorosas y tras muchachos de aspecto normal se esconden dramas violentos y complicados. En mis alumnos, el pudor sería uno de los principales inconvenientes y veo difícil que pueda ser vencido. ¿Por qué contar al profe mi propia historia? Que le divierta su tía… Y tendría razón, por lo que sé que no he de enfocar la cuestión desde este punto de vista. No es la propia vida la que habría que contar –por fascinante que pudiera ser el ejercicio- sino una historia ficticia respecto a la que habrá que mantener una clara distancia. El narrador puede ser omnisciente o narrador protagonista con lo que implica de diferente planteamiento narrativo.
El caso es poner en marcha esa prodigiosa facultad narrativa de nuestro cerebro. Pero primero he de conocer a mis alumnos, saber cómo respiran, escucharles, sonreírles manteniendo las distancias, hablarles con tono sereno no inquietándome demasiado por la posible sorpresa que pueda causarles salirse de los esquemas convencionales de una asignatura como lengua. Además tenemos un trimestre de lecturas apasionantes para irles preparando para otra aventura igualmente trepidante: la de contar su propia historia. Aunque no sea la suya personal, sí que será de su creación íntima. Veremos.
En el siglo XX esta pasión no disminuyó sino que se enriqueció con las nuevas historias que nos contó el cine, nuevo arte que electrizó a las audiencias millonarias. El cerebro es una máquina a la que le gustan las historias pero ese cerebro se ha ido adaptando a la velocidad creciente del mundo y las historias cinematográficas, televisivas, literarias, o vídeos de youtube… que gustan a los jóvenes son plasmadas generalmente en imágenes vertiginosas y fragmentarias, en sucesiones de ritmo acelerado; sobran para ellos las transiciones, los matices, la profundización en el ambiente y en los detalles. El futurismo ya plasmó en su aplauso enfervorecido de la velocidad esa pasión de los nuevos tiempos.
No olvidemos tampoco los cuentos tradicionales, aquellos siguen gustando a los niños antes de irse a dormir, las leyendas –rurales y urbanas-, los culebrones, las teleseries, los anuncios de televisión que son estructuras narrativas en treinta segundos…
Me pregunto si podría aprovechar esa pulsión congénita del cerebro humano de contar/escuchar historias y de ver también la propia vida como una novela con sus capítulos y sus partes, para conseguir que mis alumnos escribieran una narración extensa de unas veinte páginas, un relato breve, de su propia vida o quizás de materia inventada. Según los estudios sólo en la adolescencia se comienza a ver la propia vida como una historia con principio, nudo y posible desenlace. Me fascina la posibilidad de que mis alumnos hagan un esfuerzo de creación sostenido para idear una historia personal o ajena en la que se impliquen totalmente. La adolescencia es una época turbulenta y necesita conmociones pero también remansos de introspección para conocerse mejor a sí mismos.
Supongo que una de las primeras objeciones que podría hacerse a que los alumnos contaran su propia historia es que algunas veces éstas son dolorosas y tras muchachos de aspecto normal se esconden dramas violentos y complicados. En mis alumnos, el pudor sería uno de los principales inconvenientes y veo difícil que pueda ser vencido. ¿Por qué contar al profe mi propia historia? Que le divierta su tía… Y tendría razón, por lo que sé que no he de enfocar la cuestión desde este punto de vista. No es la propia vida la que habría que contar –por fascinante que pudiera ser el ejercicio- sino una historia ficticia respecto a la que habrá que mantener una clara distancia. El narrador puede ser omnisciente o narrador protagonista con lo que implica de diferente planteamiento narrativo.
El caso es poner en marcha esa prodigiosa facultad narrativa de nuestro cerebro. Pero primero he de conocer a mis alumnos, saber cómo respiran, escucharles, sonreírles manteniendo las distancias, hablarles con tono sereno no inquietándome demasiado por la posible sorpresa que pueda causarles salirse de los esquemas convencionales de una asignatura como lengua. Además tenemos un trimestre de lecturas apasionantes para irles preparando para otra aventura igualmente trepidante: la de contar su propia historia. Aunque no sea la suya personal, sí que será de su creación íntima. Veremos.