El tema del calentamiento global que tiene como consecuencia el llamado cambio climático ha dejado de ser una cuestión de ecólogos y especialistas para haber sido en unos meses difundido extensamente por los medios de comunicación y haber llegado al conocimiento de la población. No son teorías fruto de hipótesis exóticas. No, hay abrumadores fundamentos, hechos y estudios para poder afirmar que la acción del hombre está provocando un cambio climático sin precedentes en decenas de miles de años. No revelo nada nuevo.
Lo que es nuevo es la actitud que tomamos ante esta realidad inobjetable. Hace unos meses poco se hablaba de esta metamorfosis del clima en la tierra. De pronto, se ha convertido en un tema estrella en toda la prensa y la televisión. Como consecuencia, el ciudadano medianamente informado lo ha incorporado a su bagaje cultural. ¿Cambio climático? Ah, pues bueno -parece decirse-. Hay tantas cosas que pasan que ésta es una más en un mundo que ha escapado a nuestro control. Tengo la impresión que junto a esta toma de conciencia no hay una acción consecuente respecto a ello. Incluso veo que el cambio climático es incluido en conversaciones de modo rutinario sin que nadie entre al trapo a desentrañar lo que significa. Hay además quien lo toma como tema de broma o chascarrillo fácil. Mis alumnos no hablan de ello y cuando lo hacen lo hacen en tono de chanza.
No sé qué es peor: la negación o la indiferencia en la que estamos ahora. Según Al Gore, tenemos todavía tiempo -hay quien lo niega- para contrarrestar los efectos del calentamiento global. Depende de nuestra acción, de la limitación voluntaria de nuestro consumo energético. Hace unas semanas hubo un apagón de cinco minutos en España. No sé si en otros países. Fue escasamente seguido, excepto por instituciones oficiales que apagaron monumentos históricos y edificios oficiales. La población en general, lo ignoró no sé si por desconocimiento de la convocatoria o escepticismo sobre su eficacia. O sencillamente, indiferencia.
Me asombra el exceso de iluminación comercial que domina en todos los establecimientos, me irrita el derroche energético al que estamos acostumbrados (las calefacciones, la energía eléctrica, la propaganda mayoritaria para que nos pongamos aire acondicionado los meses de verano, la venta masiva de vehículos a motor que emiten CO2 a raudales). El exceso y el gasto superfluo se ha convertido en unas décadas en nuestro motor de la existencia. Y nadie parece que voluntariamente esté dispuesto a limitar el consumo aunque esté en juego la supervivencia del planeta. Seguramente la población en general no ve la conexión entre ambas variables: consumo personal y salud del planeta, o es escéptica sobre las acciones individuales y su eficacia. O quizás se piense que por mucho que yo me limite, otros no lo harán y el resultado es el mismo.
Es esto lo que me sorprende. El fatalismo de nuestra civilización. No pensamos en el mundo que habremos de dejar a nuestros hijos y nietos. Sólo importa el presente y el placer. Es como si una especie de hedonismo lleno de inconsciencia se hubiera apropiado de todo. Poco hay en mis alumnos -según yo lo observo- que les lleve a considerar valores que estén por encima de ellos mismos y de su bienestar personal. No hay una conciencia planetaria que nos haga ver que en esto estamos metidos todos en el mismo barco: musulmanes y judíos, cristianos y budistas, ateos y escépticos, agnósticos y librepensadores.
Queda todavía un espacio (amplio) para la acción pero debemos limitar nuestro consumo en primer lugar, evitar el despilfarro, reciclar más, usar agua menos caliente, evitar comprar productos con muchos envoltorios, apagar los aparatos electrónicos que no utilicemos, plantar árboles, limitar el uso del automóvil, apagar luces inútiles...