Burn out significa “estar quemado” profesionalmente y se ha aplicado con mayor frecuencia a las profesiones con mayor riesgo y tensión laboral, como los especialistas en la salud o los profesores. Es un lugar común hablar de la depresión que aqueja a un buen porcentaje de enseñantes, el peligro de achicharramiento que nos acecha a los que entramos diariamente en las aulas.
El mayor peligro viene de la falta de consideración social y la escasa estima o respeto que tienen los recipiendarios de nuestra práctica laboral, nuestros alumnos. Es una profesión en que has tenido que ir rebajando tus expectativas respecto a ese feed back que considerabas antaño como esencial, es decir, el juego de estímulo-respuesta que tienen por objeto nuestras clases. No puedes esperar demasiado de tus alumnos y no puedes nutrirte de esa ansiada respuesta porque entonces el profesor va directamente al psiquiatra y a pasar una buena temporada con ansiolíticos y antidepresivos. La autoridad del profesor está socavada socialmente, administrativamente y escolarmente. Nadie va a tenerlo en excesiva consideración. De hecho, la calidad del trabajo del profesor es un factor que nadie va a tener en cuenta. Burocráticamente, el profesor ha de cumplir un horario, unas normas y mantener aceptablemente el funcionamiento de una clase. Nadie se meterá si su trabajo es de mayor o menor calidad. Sólo importan las cuestiones externas, de mero orden y de eficacia administrativa.
Sin embargo, la profesión de enseñante implica mucho mayor compromiso humano que otras. Es el contacto directo con personas que se están haciendo, que están conformando su mundo intelectual y emocional. Eso debería llevar a un riesgo personal mayor por parte del profesor que aspira a “moldear” o, al menos, “satisfacer” una demanda interior de alimento existencial por parte de los alumnos. Esta es la tentación del que puedo calificar como “del club de los poetas muertos”. ¿Recuerdan al profesor Keating que enseñó a sus alumnos a pensar, a sentir, a atreverse ante la vida, con riesgo real de equivocarse? Sus alumnos –de un afamado colegio de élite- recogieron sus enseñanzas, empezando por la del carpe diem, y se lanzaron a la búsqueda de ellos mismos. Redescubrieron el club de los poetas muertos y lo refundaron como reivindicación de la poesía auténtica, y decidieron aplicar el alimento vital e intelectual de Keating.
En la película, todo pareció terminar mal porque uno de los muchachos se suicida, nadie sabe si por haber seguido al profesor o por culpa del autoritarismo de su padre que le impide seguir haciendo teatro. El caso es que Keating es despedido y ha de abandonar la escuela. Todos sus alumnos, o casi todos, sienten un fuerte impulso para hacerle un último homenaje al profesor que se va. Se levantan y se suben a la mesa diciendo Sí, mi capitán, oh, mi capitán. Es su despedida, que se convierte en un compromiso de fidelidad a ellos mismos fundado en el aprendizaje que han tenido con Keating.
¿Cuántas veces no ha sido recreada la figura del profesor, muchas veces de literatura en este sentido? Es un clásico en la historia del cine. Recuerdo otra serie de televisión titulada Lucas Tanner, profesor de Literatura en que el profesor llevaba a sus alumnos al bosque a leerles poemas de Whitmann con los pies dentro del agua, como expresan algunos versos de Hojas de hierba. Alain Tanner recreó al profesor de historia en Jonás en el año dos mil tendrá veinticinco años, y era el profesor alguien que educaba sentimentalmente a sus alumnos.
Esta figura del profesor como profesor de la vida ha sido denunciada por algunos como mesianismo indeseable, pero ha nutrido la imaginación de multitud de enseñantes que han comenzado su vida profesional soñando dejar una huella imborrable en sus alumnos.
La práctica diaria lleva a que nuestra huella es prácticamente inexistente. Nadie espera de los profesores que lleven a nadie por un camino vital. Nadie lo espera, ni ellos mismos. Han aprendido a relativizar su tarea, a rebajar, como decíamos, sus expectativas, a enterrar sus ilusiones, a convertirse en enseñantes eficaces en el mejor de los casos, sorteando el riesgo de una mayor esperanza, riesgo que conlleva el peligro cierto de una depresión. La cosa es seguir en la brecha, dando la cara, exponiéndose al temporal pero sin sucumbir en él, nadar y guardar la ropa, en definitiva. No es nada malo, es cuestión de supervivencia personal, de resistirse a la quemazón cotidiana que nos amenaza. Sólo es un punto de vista, claro.
El mayor peligro viene de la falta de consideración social y la escasa estima o respeto que tienen los recipiendarios de nuestra práctica laboral, nuestros alumnos. Es una profesión en que has tenido que ir rebajando tus expectativas respecto a ese feed back que considerabas antaño como esencial, es decir, el juego de estímulo-respuesta que tienen por objeto nuestras clases. No puedes esperar demasiado de tus alumnos y no puedes nutrirte de esa ansiada respuesta porque entonces el profesor va directamente al psiquiatra y a pasar una buena temporada con ansiolíticos y antidepresivos. La autoridad del profesor está socavada socialmente, administrativamente y escolarmente. Nadie va a tenerlo en excesiva consideración. De hecho, la calidad del trabajo del profesor es un factor que nadie va a tener en cuenta. Burocráticamente, el profesor ha de cumplir un horario, unas normas y mantener aceptablemente el funcionamiento de una clase. Nadie se meterá si su trabajo es de mayor o menor calidad. Sólo importan las cuestiones externas, de mero orden y de eficacia administrativa.
Sin embargo, la profesión de enseñante implica mucho mayor compromiso humano que otras. Es el contacto directo con personas que se están haciendo, que están conformando su mundo intelectual y emocional. Eso debería llevar a un riesgo personal mayor por parte del profesor que aspira a “moldear” o, al menos, “satisfacer” una demanda interior de alimento existencial por parte de los alumnos. Esta es la tentación del que puedo calificar como “del club de los poetas muertos”. ¿Recuerdan al profesor Keating que enseñó a sus alumnos a pensar, a sentir, a atreverse ante la vida, con riesgo real de equivocarse? Sus alumnos –de un afamado colegio de élite- recogieron sus enseñanzas, empezando por la del carpe diem, y se lanzaron a la búsqueda de ellos mismos. Redescubrieron el club de los poetas muertos y lo refundaron como reivindicación de la poesía auténtica, y decidieron aplicar el alimento vital e intelectual de Keating.
En la película, todo pareció terminar mal porque uno de los muchachos se suicida, nadie sabe si por haber seguido al profesor o por culpa del autoritarismo de su padre que le impide seguir haciendo teatro. El caso es que Keating es despedido y ha de abandonar la escuela. Todos sus alumnos, o casi todos, sienten un fuerte impulso para hacerle un último homenaje al profesor que se va. Se levantan y se suben a la mesa diciendo Sí, mi capitán, oh, mi capitán. Es su despedida, que se convierte en un compromiso de fidelidad a ellos mismos fundado en el aprendizaje que han tenido con Keating.
¿Cuántas veces no ha sido recreada la figura del profesor, muchas veces de literatura en este sentido? Es un clásico en la historia del cine. Recuerdo otra serie de televisión titulada Lucas Tanner, profesor de Literatura en que el profesor llevaba a sus alumnos al bosque a leerles poemas de Whitmann con los pies dentro del agua, como expresan algunos versos de Hojas de hierba. Alain Tanner recreó al profesor de historia en Jonás en el año dos mil tendrá veinticinco años, y era el profesor alguien que educaba sentimentalmente a sus alumnos.
Esta figura del profesor como profesor de la vida ha sido denunciada por algunos como mesianismo indeseable, pero ha nutrido la imaginación de multitud de enseñantes que han comenzado su vida profesional soñando dejar una huella imborrable en sus alumnos.
La práctica diaria lleva a que nuestra huella es prácticamente inexistente. Nadie espera de los profesores que lleven a nadie por un camino vital. Nadie lo espera, ni ellos mismos. Han aprendido a relativizar su tarea, a rebajar, como decíamos, sus expectativas, a enterrar sus ilusiones, a convertirse en enseñantes eficaces en el mejor de los casos, sorteando el riesgo de una mayor esperanza, riesgo que conlleva el peligro cierto de una depresión. La cosa es seguir en la brecha, dando la cara, exponiéndose al temporal pero sin sucumbir en él, nadar y guardar la ropa, en definitiva. No es nada malo, es cuestión de supervivencia personal, de resistirse a la quemazón cotidiana que nos amenaza. Sólo es un punto de vista, claro.