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viernes, 19 de marzo de 2010

Amada imaginación

Mis diarios de 1989 en adelante están demasiado escondidos y no he podido dar con ellos. Están en un armario muy profundo de mi zaquizamí, perdidos entre bolsas, cachivaches, bártulos varios, cajas, cunas, muñecos y trebejos sin fin. He preferido dejarlo estar y procurar utilizar mi memoria afectiva. No habrá gran diferencia.

Corría 1989, el año en que cayó el muro de Berlín, pero unos meses antes, en pleno invierno, murió el mayor farsante y artista surrealista que ha dado este país, ya de por sí surrealista. Sí, el 23 de enero de 1989 moría Salvador Dalí, el ínclito, carismático e insoportable narcisista impotente que nos dejó una obra pictórica magnífica y una Vida Secreta en la que recreaba su extraordinario complejo de inferioridad travistiéndolo de megalomanía desmesurada. Mis alumnos de tercero de BUP del Institut Mediterrània de El Masnou (Barcelona) estaban avisados. Su estado de salud era precario y la noticia esperada –su muerte anunciada- podía llegar en cualquier momento.

Al día siguiente del óbito, compré toda la prensa disponible para recoger el impacto que causó su muerte. Todas las portadas remitían a extensos artículos que reseñaban la importancia de su obra y su vida enigmática. Aquel martes de enero de 1989, suspendimos las clases ordinarias y me dediqué a leerles fragmentos del Primer manifiesto surrealista publicado por André Breton en 1924. Oír las palabras contenidas en este manifiesto que supone una reivindicación de la infancia y su potencia creadora, de nuestra capacidad de ser todos artistas si dejamos fluir nuestro subconsciente que es capaz de aproximar (en los sueños, en la poesía, en juegos de asociación regidos por el azar) realidades lejanas, de erigir la palabra libertad en eje de nuestra vida, oír esto y ser joven y no sentir una llamada clamorosa a la rebelión es impensable. Así se sintieron aquellos treinta alumnos de 16 y 17 años cuando escucharon mi propuesta. Pero era totalmente secreta.

Durante un mes nos dedicaríamos a estudiar el papel de las vanguardias artísticas, centrándonos fundamentalmente en el surrealismo. Abandonábamos el desarrollo normal de la asignatura de literatura y las cuatro horas semanales trabajaríamos en equipos buscando las claves de este movimiento artísticamente revolucionario que pretendía nada menos que cambiar la vida y la liberación de los impulsos reprimidos para acceder a la verdadera vida (vraie vie) que se halla amordazada en lo más hondo de las conciencias. Luego, un día de febrero, el día D, llevaríamos a la práctica en el instituto un experimento a gran escala, una acción poética colectiva, un happening surrealista.

Viviríamos en primera persona, en carne propia, la experiencia surrealista sin límites, dejándose desbordar nuestra imaginación fuera de corsés morales, estéticos o sociales.
Nuestra espontaneidad a la hora de conectar mundos e imágenes era esencial. Nadie fuera del curso había de saber nada. Ni el director, ni los profesores, ni sus padres, ni sus compañeros. Absolutamente nadie. Era nuestro máximo secreto.

Aquellos muchachos llenos de entusiasmo trabajaron duro. Leyeron manifiestos vanguardistas en especial dadaístas y surrealistas, se impregnaron de la teoría del inconsciente (Freud), trajeron cuadros (no había internet, recordadlo), estudiaron la obra de distintos autores, se empaparon del movimiento en sus bases teóricas, leyeron y crearon poemas basados en la escritura automática y el collage, experimentaron el azar de los encuentros imprevistos, reseñaron sus sueños anotándolos cuidadosamente, descubrieron el movimiento OULIPO y vieron conmigo, comentándola y diseccionándola, cuatro veces la película fundadora del surrealismo cinematográfico El perro Andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí, además de La edad de oro.

El resultado de un happening surrealista (íbamos a mezclar estos dos conceptos) es imprevisible. No puede estar demasiado elaborado. Teníamos un espíritu, una idea global de lo que representaba el surrealismo, podíamos trazar un pequeño guión, pero era fundamental nuestra propia improvisación del momento. Era necesario, imprescindible, la inspiración, dictada por nuestro inconsciente y el azar.

Día D. Lo fijamos. Sería un 23 de febrero, jueves. La noche anterior deberían llevar a las puertas del instituto todos los objetos raros que les dictara su imaginación, los que tuvieran en casa, en los talleres, en los desvanes, los que encontraran por la calle… El conserje, que debía abrir las puertas, estaría en el ajo y a las siete y media de la mañana les dejaría entrar. No deberían temer las consecuencias ante el director, pues yo las asumía completamente.

23 de febrero. Crónica poética. Treinta adolescentes imbuidos de surrealismo dejando aflorar el eros y el ananké (sexo y necesidad) sin contención pueden ser peligrosos, pero yo intuía -no sé si muy acertadamente- que el experimento no se desbordaría.

La noche anterior empezaron a llevar durante horas en grupos a la puerta del instituto: arcones, muñecos, máquinas de coser y de escribir antiguas, tocadiscos, teléfonos viejos, televisiones desechadas, un contenedor, posters, maniquíes, un banco de la vía pública, una cama, un biombo, posters, bolas del mundo, cuadros, herramientas varias, globos, máscaras africanas, cuerdas, cadenas, cuchillos, floreros, jarrones, peceras, alfombras, cajas, sillones, una moto, un orinal, un lavabo, una mesa…

A las siete treinta AM, el conserje abrió la puerta y los alumnos en comandos se distribuyeron por el instituto. Yo llegaba a las ocho y las clases empezaban a las ocho y media. Toda la planificación escenográfica fue suya. Trabajaron según su propio criterio durante una hora. Bajaron las persianas de todas las ventanas y llenaron el instituto de docenas y docenas de velas encendidas. En cada rellano de la escalera había botellas que servían de palmatorias. Todo debería estar en penumbra e iluminado por las velas. Pusieron en la entrada el banco y asaltaron el seminario de ciencias para traer el esqueleto que allí se guardaba. Lo colocaron sentado fumando un cigarro en el banco frente a la entrada.

Una muñeca, a la que llamaron Chessie, y a la que le faltaba un ojo, colgaba por el hueco de la escalera por un hilo de pescar. Le pusieron vello en el pubis.
La cama estaba en un rellano de la escalera junto con el biombo, hincharon centenares de globos de colores que colgaron por todas partes, había por doquier muñecos de todo tipo y poemas surrealistas en las puertas de cada clase creados por ellos y de Paul Eluard, Max Ernst, Aragon, Soupault, Crevel, Picasso, Dalí, Lorca, Vicente Aleixandre, Alberti…El instituto ofrecía una atmósfera realmente inquietante con docenas y docenas de objetos y con la tumba que habían ideado a la entrada y las velas encendidas. Era espectral y maravillosamente fantasmagórico.

A las ocho treinta todos se escabulleron y fueron a clase. Yo estaba escondido. Por mi reputación, nadie dudaría que yo estaba detrás de aquello y no quería aparecer en público. Di mis clases y no acudí cuando recibí una llamada urgente del director para que fuera a su despacho a explicar aquello. Estaba reunido con la junta para tomar medidas. No podíamos pedir permiso.

El surrealismo es una irrupción de la imaginación en la gris rutina cotidiana
Era una rebelión contra el sistema y la llevaríamos hasta el final. La bomba estaba montada, yo no podía detenerme a dar explicaciones.

En la hora anterior al patio, a las diez, tenían clase conmigo los alumnos de aquel tercero. Todos habían llevado en sus mochilas maquillaje, pinturas y ropa para disfrazarse. Yo también. Cada uno debía crear un personaje y sentirse cómodo dentro de él. Yo me disfracé de Quasimodo con la cara deformada, una enorme joroba y una túnica negra que guardaba de mi época teatral. En el grupo había auténtica fiebre creativa. Todos entendían racional e instintivamente lo que íbamos a hacer. Antirreglas: no romper nada; si se manchaba algo, había que limpiarlo; no alterar en absoluto las clases… Llevaríamos adelante primero acciones individuales. Cada muchacho se colocaría disfrazado delante de las puertas de las distintas aulas y llevaría a cabo una acción dramática que le sugiriera su personaje. Habíamos hablado de los ejes de una actuación y sabían que el personaje debía crear una ilusión (para ello tenían que creérselo) y debían saber hacer esperar al público que estaría sorprendido. Al cabo unos minutos de acciones individuales, sería el momento de acciones en grupo. Iban vestidos algunos de monja, de cura, de obispo, de policía, de militares, de nazis, de prostitutas, de detective con gabardina y sombrero, de años veinte, de niña, de enfermos psiquiátricos, de Freddy Kruger… Yo llevaría a cabo mi propia actuación.

Todo se desarrolló según el guión previsto. A las once sonó el timbre de salida al patio. La sorpresa fue mayúscula entre el alumnado que no sabía qué pasaba desde que habían llegado a primera hora y habían visto el decorado montado. El director del centro estaba desesperado -se había tomado varios ansiolíticos- y me volvió a llamar, pero yo iba metido dentro de mi personaje y no podía dejarlo. Seguiríamos adelante en una locomotora desbocada sin saber adónde íbamos. Tendríamos que improvisar sobre nuestra leve línea argumental. Muchos profesores estaban indignados por la obscenidad del montaje y pedían un claustro extraordinario. Algún representante del OPUS DEI amenazó con llevar a inspección el asunto del crucifijo invertido en el lavabo de chicas de la planta primera, el profesor de arte protestaba por un montaje que era totalmente antieducativo y contrario al buen gusto. Todas las balas apuntaban a Joselu, al que se consideraba con certeza promotor de aquella barbaridad antipedagógica. Y tenían razón, era brutalmente antipedagógica.

Pero me estoy extendiendo demasiado y estoy abusando de vuestra paciencia. El próximo día de aquí a tres continúo con el relato que queda interrumpido en este punto.

(Continuará)

sábado, 10 de noviembre de 2007

Lectura de El Quijote


Doy clase de Literatura Española a cuatro alumnos de segundo de Bachillerato. Las lecturas nos son fijadas por la Administración, con mejor o peor criterio. Ahora estamos leyendo unos veinte capítulos seleccionados de El Quijote, lo que no permite una visión global de la obra. Hay demasiados saltos narrativos que no dejan hacerse una idea de la continuidad de la novela (o novelas).

En todo caso, siempre es un gozo reencontrarme con la más amada de mis novelas. La he leído en cinco ocasiones íntegramente, y parcialmente para impartir la asignatura, otras tantas. Hay capítulos que me los sé casi de memoria, pero nunca acabo de extraer conclusiones definitivas de esta obra tan evasiva y compleja.

¿Está loco don Quijote? Eso afirma el narrador, mejor dicho, los narradores: Cid Hamete Benengeli, autor moro del que no cabe fiarse demasiado, que fue coetáneo de los hechos, el traductor, también moro aljamiado, y el segundo narrador que recoge las dos fuentes citadas anteriormente. Este segundo narrador puede identificarse (o no) con Cervantes. Vemos la realidad desde tres dispares puntos de vista. Ello se añade a las diferentes perspectivas (cambiantes) que tienen don Quijote y Sancho de la realidad. El resultado es una visión compleja de todo lo narrado. ¿Existe Dulcinea? La fuerza de la imaginación de Don Quijote es tal que se nos impone como realidad, aunque sepamos que, tras su altisonante nombre, se esconde una labradora de pelo en pecho, de potente vozarrón y bastante “cortesana” que se llama Aldonza Lorenzo. Pero don Quijote la pinta en su imaginación como la desea y, por ello mismo, tiene consistencia como mito que le orienta y dirige en sus aventuras de caballero andante. El encantamiento y desencantamiento de Dulcinea en la segunda parte es uno de los aspectos más desoladores y tristes de la novela.

En el penúltimo capítulo, don Quijote, llegando a su aldea encuentra cerca de sí una liebre blanca, perseguida por unos cazadores. Representa simbólicamente a Dulcinea del Toboso. Y a partir de allí, su mito se desvanece y el caballero deja de tener consistencia. Enferma y muere recuperando –para nuestra consternación- la conciencia de ser Alonso Quijano el Bueno.

Sin duda, el problema mayor de El Quijote es la naturaleza problemática de la realidad. No hay nada que no pueda ser cuestionado. La verdad depende del observador que la contempla. Y además existen encantadores que trasmutan la realidad.

Es una novela impresionante, que fue interpretada según la época que la leía. En España no se la prestó demasiada atención hasta la Ilustración. Se desconfiaba de una obra que gustaba tanto a los ingleses y franceses. De hecho, se admiraba más el Quijote apócrifo de Avellaneda que el de Cervantes. Hasta que el catalán Juan Jolis importó la fórmula de más allá de los Pirineos de publicarlo en cuatro tomitos de bolsillo en 1755, no obtuvo un éxito rotundo.

Hablamos en clase de Avellaneda, de Lope de Vega, de las rencillas de su tiempo, del desastre personal de la vida de Cervantes, de su fracaso teatral, de la intertextualidad extraordinaria que se produce en la segunda parte de El Quijote.

Los alumnos asisten asombrados al descubrimiento de un clásico del que han oído hablar en muchas ocasiones pero del que no sabían nada. Vamos desmenuzándolo poco a poco, capítulo a capítulo, y ellos participan constantemente haciendo aportaciones que reflejan que han entrado en el juego literario de la obra

Incorporan a su acervo términos como perspectivismo, baciyelmo, venta-castillo, realidad cambiante, evolución interna de los personajes, quijotización de Sancho; se ríen con ganas ante muchas de las situaciones que se producen, especialmente en la de los batanes en que Sancho se hace aguas mayores en medio de la oscuridad, y comienza a subir un tufo característico hasta las narices de don Quijote.

Sin duda, es una novela extraordinaria, que analizada con método y progresivamente, abre las mentes de los jóvenes hacia la complejidad literaria. Espero que les lleve a valorar críticamente el aluvión de obras de medio pelo que nos invade y que tienen como atractivo el márchamo de “novela histórica”. La buena literatura ha de tener alguna dificultad. El esquematismo y simplicidad que nos acosa en las obras de éxito es una parte de la historia, pero no toda. La literatura es algo más. La buena literatura nos cuestiona y es inquiridora. Nos devuelve nuestra imagen transformada. Va más allá de nosotros mismos, pero no nos salva –aunque alivia- de la soledad.

miércoles, 23 de abril de 2014

La fiesta de la rosa y el libro



No me resisto a la tentación de escribir un artículo en fecha tan señalada que aparecerá en la cabecera de mi blog en un veintitrés de abril de dos mil catorce. Y precisamente hoy hablaré de los libros y yo en este aniversario al parecer benéfico que conmemora la muerte de dos genios de la literatura. Además en mi amada Catalunya es una fiesta patriótica en que se funden los libros y las rosas en una tradición singular que tiene una especial atracción para el ciudadano medio que en este día repara en el valor de los libros y compra las últimas novedades editoriales mientras los libreros y editoriales gimen de placer.

Los libros y yo. ¡Qué extraña fantasía hablar de los libros y yo! O de la literatura y yo en otro sentido pues no leo sino literatura. ¿Amo la literatura? No lo sé. Ha formado parte de mi vida conformándola en su propia entraña desde aquel niño triste que fui y fueron los libros precisamente los que lograron rescatarme del dolor de vivir. Probablemente hubiera podido decir que la vida no me gustaba pero sí los libros que fueron cayendo poco a poco en mis manos abriéndome distancias nuevas. La literatura se convirtió en una especie de amante a la que me entregaba en escenas barriobajeras de sexualidad turbia. Pero miraba las cosas a través de esos libros cuyos personajes se adueñaban de mi ego frágil. Y así fui uno y otro buscando claves de vida para lograr interpretarme a mí mismo en una búsqueda incesante de identidad. Pronto me di cuenta de que yo no era nada en mí mismo. Era un sujeto cambiante, oscilante, que se adentraba en el mar de la literatura buscando un asidero que me ayudara a vivir. No leí solo por placer sino por sostenerme en pie como atado al mástil. Aquel adolescente extraño que fui creaba sus propias escenas de erotismo en su mente y  los libros fueron compañeros de aquel agotador onanismo de mis catorce años junto a las canciones de los Beatles.

Hoy, mucho tiempo después, me doy cuenta de que la literatura sigue siendo una amante con la que comparto confidencias, que me sigue seduciendo a pesar de lo ajada que está pues ha envejecido a la par que yo. A veces me acuesto con ella y realizamos prácticas inverosímiles que no puedo confesar. La llamo puta porque sé que a ella le gusta. Es mi otro lado. Y no puedo sino amarla y odiarla a la vez porque permite que salga mi lado oscuro. Sueño con abandonarla, la  miro con desdén, con resentimiento preguntándome cómo hubiera sido mi vida si aquel niño triste en lugar de ser torpe con el balón y querer sentarse siempre con las niñas en clase, hubiera sido un crack de la pelota y hubiera podido resarcir su identidad con el éxito en el fútbol que me estuvo vedado. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera disfrutado con aquellos cánticos sobre el equipo de mi ciudad? ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera metido alguna vez un gol? Pero no. Solo me quedaron los libros a los que me aferré por mi inutilidad ante la vida. Me encadené a ellos y ellos me crearon de nuevo en un magma confuso de identidades múltiples. No me sentí nunca de un sitio u otro. Nunca he tenido creencia en una pertenencia patriótica. Cuando intuyo un patriota hablando conmigo, presiento que estoy hablando con un hombre afortunado pues esa pertenencia le da claves de existencia. Anhelo estar cubierto por una bandera. Aquí en Catalunya abundan por todos los lados, pero yo no lo entiendo, no entiendo estar identificado con una bandera, con  un club de fútbol, con una identidad central. Con una virgen. Con unas tradiciones. ¡Que existencia más sencilla la que encierra todo eso! No sé si sencilla o simple. Yo no puedo en este amor atormentado que me liga al veneno de esta puta que me arrastra y me lleva siempre a la sala de los espejos donde más nos gusta representar ese juego de identidades donde soy un extraño y atónito amante lésbico o un marino que pierde la gracia del mar, o el capitán Ahab, o el tuberculoso en una montaña mágica, o la polla de José Arcadio Buendía. No sé, en definitiva. Me hice al final profesor de literatura. Era mi única opción y mi condena final. He de llevar a estos muchachos desnortados y enemigos de la lectura a la literatura, pero he de confesar que detesto ese papel. No considero que la literatura sea una buena cosa en la vida de uno. Y esta fiesta de rosas y de libros me produce una sensación ominosa. Hoy casi he vomitado viendo la cadena de rosas que invade todas las calles y que se venden o regalan. Ese literario símbolo que es la rosa convertido en tópico y manido símbolo de patriótico diapasón. La rosa es fugacidad, es camino hacia la muerte. Su belleza nos revela la proximidad de la muerte, y las rosas de ahora no tienen siquiera aroma. Son rosas de postal de libro de autoyuda pero he comprado casi una docena y las he puesto en un jarrón en la cocina. No sé por qué lo he hecho si este acto inconfesable para mi fe me produce aversión. Tal vez sea por mi afán de sufrimiento que aprendí con esa amante cruel que es la literatura. Identifiqué dolor con placer. Y esta mujer sádica y cruel que es la literatura, para que no me escape, sigue teniéndome en sus manos que me acarician y me cortan con cuchillas y me sume en visiones de imágenes oscuras que no puedo olvidar. Ni quiero olvidar.


¿Cómo podría expresar a mis alumnos este sentimiento de dolor que experimento? ¿Cómo puedo aspirar a que lean? Me repele este papel de docente que ha de defender que los libros son inspiradores de nuestra imaginación. Quia. Si alguien quiere encontrar el camino a los libros, lo encontrará por sí solo. Yo solo soy un farsante que elude su misión salvífica. Detesto esta fiesta de los libros y de las rosas. Y esta euforia que reina en las calles como si la literatura fuera a dar claves de nada. Bah.

miércoles, 1 de abril de 2020

Víctor Nubla (in memoriam)



Con motivo del fallecimiento del músico experimental Víctor Nubla a los 63 años en Barcelona, quiero traer de nuevo un post que escribí en 2010 con motivo de una actuación del músico en mi instituto en abril de 1998. 
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Hubo un tiempo en que tuve un cargo en mi instituto. Era Coordinador de Actividades. Un verdadero lujo aquello de organizar jornadas, semanas culturales, festivales, fiestas… Recuerdo que radiografiaba Barcelona rastreando su vida intelectual y cultural e intentaba hacer llegar a un modesto instituto del cinturón industrial lo más vivo, lo más comprometido, lo más revolucionario y actual que se estuviera cociendo en los antros vanguardistas de mi amada Barcelona. Disponía de presupuesto y libertad para proponer apuestas arriesgadas. El espíritu pedagógico todavía no se había adueñado de nuestras instituciones de enseñanza media y podíamos idear y llevar a cabo experimentos que tuvieran relación con el conocimiento, la filosofía, el arte y la cultura en general.

En aquel abril de 1998 decidimos dedicar unas jornadas a la Poesía Visual de origen conceptual. A través del mundo de la magia, entré en contacto con el mejor representante de dicha poesía, el gran poeta catalán Joan Brossa, que nos hizo el honor de visitarnos y recorrer nuestro taller polipoético de poesía Visual organizado por COU y el recién inaugurado Bachillerato Artístico. Supe que el MACBA había organizado unas experiencias sobre poesía visual y conceptual. Propuse que varios participantes –estudiantes de escuelas artísticas- vinieran al instituto para coordinar la producción y creación de poemas visuales. Por otro lado organizamos unos encuentros con artistas visuales que enseñaron a los alumnos las técnicas de la antipoesía, el OULIPO y la Patafísica.

Resumo rápidamente aquella semana que fue un éxito de participación, de imaginación, de creatividad, de espíritu vanguardista… Pero hubo una anécdota que no quiero dejar de contar. Fue lo más cómico de la semana aunque en aquel entonces yo lo viví de modo distinto.

El uno de abril de dicho año, yo había asistido en el Harlem Jazz Club de Barcelona a un recital de uno de los artistas más célebres y difíciles de clasificar en el panorama de la Música abstracta o conceptual. No sé muy bien si estos adjetivos pueden definir la personalidad controvertida, vanguardista, rompedora, de Víctor Nubla. Tomando unos gin tonic a las doce de la noche pude escuchar su concierto de sonidos de saxo y órgano sin melodía y distorsionados por ordenador. No sabría cómo definir aquella música o antimúsica, pero en aquel contexto me pareció una idea genial para llevar a mi instituto. Dicho y hecho, teníamos amigos comunes y no costó demasiado convencerlo para que viniera a actuar el 23 de abril (Sant Jordi), en aquella semana dedicada a la poesía y en especial a la de Joan Brossa y el mundo de la magia. Víctor Nubla me sugirió que en el gimnasio en que tendría lugar la actuación, colgáramos mantas para evitar la reverberación de los sonidos. Allí estarían en la fecha indicada, él y su compañero.

He dicho que aquella semana fue un éxito pero no he dicho toda la verdad. El concierto de Víctor Nubla era esperado con expectación. Había transmitido que su música era revolucionaria y que era lo más avanzado en cuanto a experimentación.

Ocasión de gala a las doce de la mañana en un soleado día de Sant Jordi, tras toda la mañana llena de actividades polipoéticas, improvisaciones teatrales, creación de poemas visuales… El gimnasio estaba lleno con más de cuatrocientos alumnos esperando los primeros acordes. En el escenario había dos músicos con órgano y saxo y un sofisticado distorsionador que conectaba el sonido amplificado a varios miles de vatios por los altavoces del polideportivo convenientemente manteado según su indicación.

Pues bien. Empezó Víctor Nubla a tocar. El sonido era brutal. En mi vida he oído unos sonidos más monstruosos en cuanto a dimensión. El gimnasio parecía estallar y estar a punto de reventar. Tuvimos que casi taparnos los oídos, y desde luego a las doce de la mañana aquel recital de sonidos desestructurados y antimelódicos estuvieron a punto de romper los tímpanos de los asistentes –alumnos y profesores- que salieron en estampida del gimnasio hacia el patio. He dicho que había dentro unos cuatrocientos en total. A los dos minutos, el gimnasio se había quedado vacío salvo media docena entre los que me encontraba yo que miraba desesperado la situación. Para mi sorpresa, los músicos estaban encantados y no parecieron sorprenderse para nada y continuaron con entusiasmo renovado su antirrecital por medio de juegos tonales, contrapuntos de sonidos industriales salidos de alguna producción hipnótica, delirante y esquizofrénica. Era música industrial, desafinada, conceptual y no sabría más que decir porque en medio de mi desesperación me encontré con esa media docena de alumnos –ningún profe- que se sentaron en medio de la amplitud del gimnasio a escuchar aquello que estaba sonando. Fuimos pocos pero los que se quedaron estaban cautivados por la desestructuración de aquellos sonidos.

Al terminar el concierto una hora después, fui a hablar con los músicos que habían continuado impertérritos durante toda la sesión. Víctor Nubla me vio decaído y me dijo con una gran sonrisa: ¿Bien? ¿No? Yo miré la desolación del gimnasio e hice un gesto expresivo pero me dijo Víctor: ¿No te habrá preocupado lo del público? De las audiencias sólo se preocupan las televisiones.

No entendí muy bien la situación, pero yo estaba al borde del llanto o de la carcajada. Afortunadamente, mi amigo Alberto, que había llevado varias mantas, me invitó en su casa a una exquisita tortilla de patata.

Dejo el vídeo para que os hagáis una ligera idea de lo que fue aquello. No es de la ocasión pero sirve como orientación. No deja de tener gracia, pero quizás mejor oírlo por la noche y convenientemente motivado en otro lugar.

(Macromassa es el grupo de Nubla. Él es el que toca el saxo en el centro de la imagen)

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