Otoño es una estación del año magnífica para las sombras. Lo
saben los fotógrafos que hacen fotos reflejando esta dimensión de las personas.
El ángulo del sol es más bajo y produce sombras más alargadas y densas. Esta
percepción y aprovechamiento fotográfico, unido a la lectura reposada durante
dos semanas del breve ensayo Elogio de la
sombra del escritor japonés Junichiro
Tanizaki (1886-1965), me ha llevado a intentar condensar estas reflexiones
para mi blog, espacio cada vez menos visitado por la intensa decadencia de este
modelo comunicativo respecto a cinco años atrás.
Nunca me había planteado la dimensión de las sombras.
Vivimos en un mundo que, visto desde el espacio, es una brillante profusión
lumínica por las noches. Los países son multipolares focos de luz que perfilan
las ciudades. Apenas quedan espacios en sombra. Tal vez África siga siendo el continente oscuro en ese sentido. Nuestra
civilización ha amado la luz desde que a comienzos del siglo XX empezó a
extenderse la luz eléctrica. Tanto que identificamos en cierta manera felicidad
con iluminación. Así los centros comerciales están hiperiluminados, nuestras
casas tienen muchas fuentes de luz que mantenemos encendidas fuera de su
lógica. Si vamos al teatro, las funciones están muy iluminadas con potentes
focos que se cuentan por docenas. ¿Cómo era el mundo anterior a la luz
eléctrica? Probablemente si nos desplazáramos al pasado, esto sería junto a los
olores el cambio más significativo que notaríamos. El mundo era, hasta la
aparición de la luz eléctrica un mundo de sombras profundas en cuanto se ponía
el sol. Las funciones de teatro se hacían iluminadas por lámparas de petróleo o
candelas lo que producía innumerables zonas de sombra. Las calles estaban en
penumbra total solo alumbradas en algunos sitios por llamas de petróleo.
Probablemente, nuestra civilización se distingue de otras anteriores por la
presencia de la luz nocturna y la iluminación ostentosa de cualquier edificio
comercial sea la hora que sea del día.
Pero ¿cómo es el mundo de las sombras? ¿Nos podemos hacer
una idea? Alguna vez, rara, que se ha ido el fluido eléctrico nos hemos
alumbrado con velas lo que crea un espacio fantástico, lleno de sombras que nos
fascina pero que soportamos mal. Recuerdo que una visita al MACBA me llevó a ver una exposición del
artista brasileño Cildo Mereildes.
En ella había entre otros varios montajes, una amplia habitación en ele llena
de talco hasta las rodillas e iluminada tan solo por una vela encendida en el
medio. Había que descalzarse para entrar. Luego era la penumbra y la luz mágica
de la vela que creaba un fulgor fantasmal en que deambulaban nuestras sombras,
las de mi hija y yo que entramos en la cámara. Fueron unos minutos
sorprendentes, alejados de la dimensión lumínica.
Una experiencia en línea con la oscuridad es la que nos
lleva a contemplar el firmamento desde algún punto no contaminado
lumínicamente. Son puntos raros pues nuestra cultura ha querido llenar el
cosmos de luz, aunque pueda llegar a ser avasalladora. Y así vislumbrar el cielo
sin ese exceso es un portento, más si es en el silencio, otra de las
experiencias que la modernidad ha proscrito.
Este verano tuve ocasión durante unos minutos de entrar en
un espacio que me maravilló. Era en el cementerio de Pere Lachaise concretamente en el columbario donde estaba, según
sabía, la urna de Isadora Duncan.
Dejé a mi familia arriba y bajé dos pisos bajo tierra para encontrarme con las
salas más acogedoras que podría imaginar. Un espacio extenso lleno de paredes
con pequeñas urnas funerarias estaba iluminado tenuemente por lámparas
indirectas que no producían brillo alguno. Era una escena en casi penumbra y en
total silencio la que me llevó a sentirme cálidamente rodeado por miles de
muertos. Esos minutos que pasé en el interior del columbario fueron magnéticos
y algún día volveré a aquel lugar poseído por una energía prodigiosa de las
sombras.
Hemos expulsado a las sombras de nuestro modo de ver el
mundo. Queremos luz potente, directa, a todas horas. Entendemos que la
oscuridad es reflejo de un mundo peligroso y amenazador que no queremos ver. La
civilización ha hecho encenderse la luz pero ha apagado la dimensión de las
sombras que eran otra forma de ver el mundo. La Odisea, El Quijote, Fausto, Otelo, Crimen y castigo, entre una
porción de obras maestras, fueron concebidas en un mundo de sombras. Puede ser
que nos imaginemos el mundo de Raskolnikov
iluminado por potentes focos de luz, pero no era así. Ni Don Quijote corrió sus aventuras iluminado por lámparas halógenas,
ni leyó sus libros de caballería por la noche con luz salvo una vela de sebo
que alumbraba las páginas impresas de Tirant
Lo Blanc o el Palmerín de Inglaterra.
Este año leía con mis alumnos Tormento
de Galdós y veía imágenes de los
encuentros de los personajes totalmente entre sombras, algo que Galdós explicaba apenas pues todos los
que le leyeran en aquel momento lo conocerían.
La dimensión de las sombras aporta una energía diferente. Es
el otro lado, es el reverso negativo de la luz, y entre las tinieblas late todo
un universo imaginativo que hemos desechado. ¿Quién va a querer estar a oscuras
si es posible la luz? ¿Quién va a querer el silencio si es posible acompañar
esa sensación ominosa con música, a ser posible atronadora? Así las tiendas de
moda juvenil poseen esta conjunción poderosa: una música estruendosa en la que
es difícil hablar y una iluminación abrumadora. Ese es el espacio en que ahora
se desarrolla buena parte de los ratos de la juventud que duramente soporta el
silencio o la oscuridad.
Yo me he propuesto al menos una vez a la semana pasarme una
velada alumbrado por las velas. Al fin y al cabo el mito más grandioso de la
historia del pensamiento humano, el mito
de la caverna de Platón, reflejaba el mundo de las sombras como opuesto al
mundo exterior en que reinaba la luz del día. ¿Hay algo que todavía nos puedan
ofrecer las sombras? Tras leer el opúsculo de Junichiro Tanizaki, uno tiende a pensar que hemos olvidado esta
dimensión y el espesor profundo de esta materia oscura que es la sombra.