
La enseñanza es una profesión paradójica y extraña: es como cuenta aquella historia de San Agustín que me explicaban en el mal recordado colegio religioso en el que estudié durante nueve nefastos años: un niño había hecho un pequeño pozo en la arena de la playa e intentaba meter en él toda el agua del mar. Aquello era tan imposible como entender el dogma de la Santísima Trinidad –nos decían-. Así es nuestra profesión: una profesión humanista llena de esperanza pues queremos transmitir un conjunto de conocimientos y valores a unos alumnos en una fase de expansión de su vida. Son conocimientos que han fundamentado nuestra existencia. En mi caso es la literatura, y la lengua en un obligado segundo lugar; por otro lado, está la desesperanza pues te das cuenta que la vida de tus alumnos camina por senderos a los que tú no tienes acceso y todas tus enseñanzas en buena parte caen en saco roto. Esta ha sido siempre la historia de la escuela. Una institución contradictoria; para algunos, represiva y desmotivadora; para otros, un lugar fundamental para el aprendizaje de la vida.
En la escuela se aprende convivencia pero también mucha crueldad. Para algunos la escuela es una etapa a olvidar. Posteriormente llega a ciertas personas la fiebre del deseo de conocimiento y es entonces cuando se inicia un camino de autoaprendizaje hecho a base de grandes esfuerzos. Nada puede suplir al ansia personal.
Entre tanto en las aulas parece que los entretengamos: tenemos la sensación de dejar ir pasando las horas sin ningún trascendencia, así son de reacios a lo que les estamos explicando. A primera hora están dormidos, a última están demasiado cansados, después del patio están alterados y por la tarde no están por la tarea. Llegas al aula y pretendes explicarles un tema, por ejemplo el de la narrativa española en el siglo XVI y como ejemplo máximo El Lazarillo de Tormes publicado en 1554. Consigues, tras muchos esfuerzos, un clima de cierta atención y les repartes el texto de El Lazarillo para que conozcan las andanzas de Lázaro con el ciego y el clérigo de Maqueda. Se lo haces leer en voz alta y tú vas desgranando el sentido que a ellos se les escapa. Les explicas con entusiasmo punto por punto las circunstancias del protagonista y el significado de las tretas del muchacho nacido a orillas del río Tormes. Parece funcionar. Pones toda la carne en el asador, te dejas la piel en el intento. Les relees fragmentos que han quedado oscuros. Ellos parecen interesados y la clase –el tiempo- va transcurriendo. Al final te quedas con la duda de si algo de lo leído habrá calado en ellos, si algo de tus comentarios sobre la novela, la época o el peligro que suponía para el autor sus reflexiones sobre los estamentos eclesiásticos habrá traspasado su dura piel ya blindada ante el conocimiento y los datos inútiles.
Vas por los pasillos entre clase y clase. Has salido con una sensación ambivalente. De pronto una profesora te para y te da noticias de una antigua alumna, una alumna de la que recuerdas el nombre pero cuyas características en buena parte se te escapan. Dicha alumna te envía recuerdos y un mensaje. Fuiste su profesor hace siete u ocho años. Ha pasado mucho tiempo. Te hace saber, a través del mensajero, que tú como profesor la marcaste, que tus clases le resultaron inolvidables, que entre todos los profesores del instituto te recuerda a ti especialmente. Sientes mariposas dentro del estómago. Intentas recordar a aquella alumna pero a partir del nombre no se iluminan el conjunto de sus circunstancias. Algo ha cambiado en esa tarde casi anodina. Un comentario fugaz te ha puesto en un lugar privilegiado en el recuerdo de alguien al que diste clase como a estas fierecillas que ahora te están esperando en el aula. Llevas veinticinco ejemplares de El Lazarillo de Tormes. Siempre te entregas. En esta profesión es fundamental e inevitable, pero ahora es como si volaras y subieras las escaleras lleno de energía renovada. Volverás sobre las andanzas de Lázaro de Tormes con un hervor que nadie sabrá interpretar. Para muchos serás un plasta, para otros serás un profesor indiferente, para otros, en cambio, aunque esto se produzca una vez en cada promoción, serás un profesor imprescindible, tus palabras serán recordadas y en su vida serás un punto de referencia.
Nunca sabemos con exactitud el peso de nuestras palabras. Sabemos lo que ponemos en ellas. Siempre mucho, pero la sensación de la inanidad te invade en muchas tardes que parecen eternas y en las que nadie parece prestarte ninguna atención. Tú luchas con tus dudas, con su apatía, con su falta de interés, con su agotadora adolescencia… Acaba la clase, haces que se pongan las sillas en su sitio. Todo el mundo siente una liberación de que aquello por fin se haya acabado. Mañana será otro día. Ahora queda la calle y el camino a casa. Respiras hondo con una mezcla de orgullo y resignación. Eres como un personaje teatral que representa su papel en el escenario menos gratificante que existe. Es necesaria mucha resistencia psicológica y a veces no se tiene la suficiente. Dudas, te tambaleas, eres como un tentetieso que cae y ha de levantarse de nuevo… Sabes que mañana habrá de seguir el juego. A veces también hay días buenos y tú estás más fuerte. Dichosa fragilidad humana.
Gracias, Miriam, desde la distancia