Páginas vistas desde Diciembre de 2005
jueves, 20 de abril de 2006
Esperando a Godot
Tenía diecinueve años. Estudiaba el segundo curso de mi carrera de Filología Hispánica. Una de mis aficiones era instalarme en la Biblioteca de una Caja de Ahorros y ponerme a estudiar, investigando y ampliando los temas de la universidad. Pero aquella mañana de la incipiente primavera no tenía ganas de estudiar y me dediqué a buscar algún libro de lectura que me atrajera. Después de dar varias vueltas hubo uno cuyo autor me sonaba ligeramente: Samuel Beckett. Allí tenía un texto teatral que me atrajo. Se titulaba Esperando a Godot. Desconocía que me encontraba ante uno de los textos dramáticos capitales del siglo XX. Recuerdo eso sí las tres horas siguientes que pasé embebido, hechizado, por aquel libro teatral que enfrentaba a dos personajes Vladimiro (Didi) y Estragón (Gogo) en un juego dramático sin precedentes para mí. El libro rezumaba un sentido del humor que no puedo calificar sino como “terrible” que me suscitó sonrisas y alguna carcajada. ¿Qué estaba leyendo? Yo no conocía la tendencia del llamado “Teatro del absurdo” que se dio en Europa en los años cincuenta.
El texto era de una desesperanza absoluta pero desprendía una gran ternura especialmente en la relación forzada de los dos protagonistas que he citado. Los dos estaban unidos por una espera que no se resolvía. Esperaban a Godot. Es el único que podría darles una explicación y algún sentido a sus vidas. Entretanto se aburrían mortalmente e intentaban ocupar el tiempo en diálogos absurdos y llenos de largos silencios. Al final del primer acto llegaba un mensajero que les comunicaba que Godot no llegaría hoy, que tal vez lo haría mañana. Me abalancé sobre el segundo acto creyendo que resolvería esta situación de espera anodina en que nos hallábamos, lector y personajes. El segundo acto acentúa lo sombrío de la situación. Continúa la espera inútil. Lo único que ha cambiado es un árbol que ahora tiene hojas a diferencia del primer acto. Otros dos personajes Lucky y Pozzo (esclavo y señor) también han cambiado desde el día anterior. El primero es mudo y el segundo ciego. La espera interminable continúa y al final del segundo acto nuevamente llega un mensajero que les anuncia, claro está, que Godot no vendrá hoy, que tal vez mañana lo hará.
Samuel Beckett (1906-1989) retrató este mundo sin salida, sin sentido, en una Europa que salía de una guerra que la había destrozado. Sesenta millones de muertos. Ya sabíamos la realidad de los campos de exterminio, y se habían arrojado dos bombas nucleares sobre ciudades japonesas. El mundo que él refleja está en ruinas y en él, el lenguaje ha perdido toda significación.
La lectura me resultó fascinante y desde entonces no he podido olvidar aquellas tres horas que me pasé absorto en la lectura de esta tragedia contemporánea en que el mundo carece de cualquier sentido y aquel que debería venir a dárnoslo tampoco llega.
Años después hice trabajar a mis alumnos de tercero de BUP sobre diferentes textos dramáticos. Les ofrecí a Shakespeare, Molière, Lope de Vega y Calderón, Lorca, Valle Inclán, Sastre, Beckett, Alfred Jarry, Tenessee Williams, Arthur Miller... El grupo que escogió a Beckett tuvo la fortuna de poder ver en Barcelona tres obras del autor irlandés y leyeron sus textos teatrales y narrativos. Aquel grupo, al cabo de los meses, se había transformado. La visión desesperanzada pero estimulante de la obra de Beckett había variado su modo de percibir el mundo y la realidad. Recuerdo con afecto su trabajo, su exposición oral y su representación teatral. Aquellos muchachos habían madurado. Entrar en el universo beckettiano les había supuesto un deslumbramiento y una sorpresa como la que tuve yo cuando tenía una edad parecida. Es como si a partir de entonces ya no pudieran mentirse a sí mismos ni tolerar la impostura del lenguaje lleno de trampas y falsedades.
Recuerdo que aquellos muchachos vivieron el estallido de la Primera Guerra del Golfo en 1991. La tensión en el mundo era enorme. El 16 de enero se desencadenó la operación Tormenta del desierto contra el Irak de Sadam Hussein. La mañana de ese día de enero había electricidad en las aulas. Tenía yo clase a primera hora de la mañana con un tercero de BUP. Les planteé que me resumieran en una palabra la sensación que tuvieran en aquellos momentos. Las escribí en la pizarra. Empezaron a repetirse términos como “desolación”, “tristeza”, “miedo”, “consternación”, “estupor”, “dolor”, etc. Hasta que llego el turno a Toni Ribes, el coordinador del trabajo sobre Beckett. Toni no siguió a sus compañeros y señaló que él sentía “curiosidad” y “fascinación”. La clase se echó con furia encima de él, pero creo que Toni estaba viendo más allá de sus compañeros. Le entendí perfectamente y sabía por qué él había escogido cuidadosamente dichos términos. El horror también puede ser fuente de fascinación. Pero además, ellos eran hijos de familias bastante bien acomodadas que llegaban cada día en moto al instituto y aquella guerra se hacía por el control del petróleo. Supongo que él era consciente de nuestra necesidad del crudo y de nuestra contradicción. Al cabo de pocos días, la guerra dejó de ser noticia central y el miedo se pasó en cuanto vimos que aquello quedaba muy lejos de nosotros. Toni estaba observando la guerra pero también nuestras reacciones, nuestra conciencia acomodaticia, nuestro mundo carente de excesivo sentido, y las palabras, vacías en buena parte de contenido. Lo que había denunciado y expuesto Beckett con sus obras.
Sé que a Beckett no le gustaban demasiado los admiradores ni las palabra de elogio. Vamos a dejarlo así, pero sugiero la lectura de sus textos, o mejor aún, su relectura. Este centenario de su nacimiento puede ser una excusa perfecta.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
Sabes que la lucidez tiene un precio y aunque nos haga descubrir el lado más crudo de la realidad, cuando nos da uno de sus relampagazos nos hace ver tan lejos. Eso debió de ocurrirle a Beckett al que no debemos ya más que el homenaje de su lectura. Siempre lo digo prefiero el discurso humano de la persona a cualquier otra cualidad, aunque esta sea la de ser un genio creador. Lo valoro más porque es más fundamental desde mi punto de vista.
ResponderEliminarEn cuanto al teatro del absurdo qué mejor reflejo para la existencia humana que vernos en ese espejo donde nos cuesta reconocernos. Ocurre que tantas veces preferimos cerrar lo ojos y mirar para otro lado.
Por cierto qué fue de ese alumno tuyo (Toni Ribes). O se dedicó a hacer negocios y ganar dinero o se hizo un individuo políticamente incorrecto.
fmop
No sé qué fue de él. Me gustaría volverlo a ver y saber qué ha sido de su vida. Quizá sea un hombre de negocios o todo lo contrario. Su respuesta le ganó la inquina de toda la clase que se decantó por lo que debería decirse en circunstancias semejantes. Diez días después estaban pasando cosas terribles pero ya no les afectaba casi nada. Recuerdo el bombardeo americano de un orfanato donde había dos centenares de niños. Mis alumnos ya no estaban conmocionados. En Toni hubo lucidez, la que le llegó de Beckett. Imagino que es una experiencia que no ha olvidado. Un cordial saludo.
ResponderEliminarHay una hipocresía de sensibilidad en el mundo. Y ver que todavía, unos quince años después, esa misma guerra continúa.
ResponderEliminarMe llama la atención la sugerencia que creo que dejas de que a través de ese sinsentido, el absurdo, se expresa un tipo sentido, tal vez más profundo.
Steinbeck y Becckett, cómo echaba de menos tus comentarios literarios, un placer.
ResponderEliminarBono, el cantante de U2, ha escrito un poema de homenaje a Beckett.
ResponderEliminar