Participo cada año en la caminata popular que lleva desde el
barrio de La Almeda (Cornellà de
Llobregat) hasta la abadía de Montserrat.
Son unos 54 o 56 kilómetros dependiendo del trayecto trazado. Este año era
diferente. La noche del 26 al 27 de mayo me la pasaría caminando como otros
años, pero esta vez iría solo. Ninguno de mis compañeros habituales participaba
este año por diversas razones. Ello me daría oportunidad de enfrentarme en
soledad a la noche, arropado por mis pensamientos y mi esfuerzo.
Salimos a las siete de la tarde y llegamos a las ocho de la
mañana a Montserrat, lo que supone
unas doce horas andando, descontada una hora para avituallamientos. Mi promedio,
cuando camino sin condicionantes, es de 4,3 kilómetros por hora, pero en
las primeras etapas de la caminata hube de ir mucho más rápido para no perder
el tren del grueso de la marcha en que participaban más de 600 personas. Forcé
mi ritmo hasta 5,4 o más kilómetros por hora, lo que me llevó a un gran
cansancio físico. Suerte que a media noche, los grupos se habían distanciado y
el ritmo se hizo más llevadero y se ajustó a mis pies. Se hizo poco después de la diez noche cerrada.
Caminaba alumbrado por mi linterna y seguía la pista de algún grupo que iba
delante de mí y que me orientaban con las lucecitas rojas de posición que
llevaban en la mochila.
Caminar por la noche, tras asistir al atardecer que va
cayendo lentamente, te induce un estado especial, que yo llamaría
contemplativo, más yendo solo. Sentía mi camiseta totalmente
empapada en sudor así como mi pelo en la nuca. Mis pies funcionaban bien y solo
me dolían los dedos especialmente en las bajadas. El cansancio y el sueño en
algún momento me asaltaron, pero yo me concentraba en seguir las lucecitas y me
despejaba. Cuando pasaba por algún bosque, oía cantar a algunos pájaros
solitarios que se saludaban unos a otros. Es una sensación extraña la de oír
cantar a los pajarillos por la noche. Tiene mucho de poética, y me llevaba a
recordar la retórica de la canción tradicional y los romances en que el
ruiseñor acompaña a los enamorados en su canto nocturno. Así en La Celestina en el acto en que Calisto y Melibea se juntan en el huerto de la primera. El silencio de la
noche me acompañaba solo contrapunteado por el viento que agitaba las copas de
los árboles y el gorjeo de los pajarillos. Uno no tiene muchas ocasiones de caminar por la noche y ello supone un conjunto de percepciones singulares que te
sumergen en tu intimidad. Nubes de pensamientos sobre muchas cosas me
asaltaban. El instituto, el final de curso, las calificaciones, la crisis... pero todos se
disolvían dando un paso tras otro y siguiendo la serie de señales puestas por
la organización. Estaba solo pero a la vez me sentía acompañado por los
caminantes que iban delante o detrás de mí y que me servían de referencia.
El momento más hermoso de la caminata es cuando llegas a Collbató ante el último avituallamiento
y quedan solo seis kilómetros de subida que suponen la parte más
exigente y dura pues llevas toda la noche caminando y estás al límite de tus
fuerzas. Y es hermoso porque empiezas a subir de noche y asistes, maravillado, al
amanecer entre las montañas y las nubes que quedan debajo a medida que vas
subiendo. Un paso lleva a otro y poco a poco vas ascendiendo el formidable
farallón que es Montserrat. Ves florecillas y sientes cómo los colores del día
se van trasfigurando. El cansancio hace mella pero, como he dicho en algún post
anterior, dicho cansancio es creativo y te induce una ligereza extraordinaria.
Esta vez el camino se desviaba cerca del punto más alto hacia la Santa Cova y ello nos llevó a que
hubimos de descender bastante para luego, como era previsible, tener que
ascender. La majestuosidad del macizo de Montserrat
me cautivaba. Me detenía a hacer fotos de los colores del amanecer, de las diferentes
perspectivas de las rocas características del macizo, la Santa Cova,
florecillas... La dimensión de la montaña me parecía colosal y yo me sentía
pequeño, muy pequeño, pero sabía que iba a llegar hasta el final. Esa mezcla de
cansancio, esfuerzo, sudor, respiración acompasada y la visión de la dimensión
sobrehumana de la montaña que iba descendiendo y luego ascendiendo me
confortaba y me excitaba fibras íntimas de mi ser. Estaba agotado, tenía ganas
de llegar, pero vivía aquella última hora como en un rapto de alucinación que
me llevaba a ver trasfigurados los colores y las formas. Me paraba y hacía
fotos lo que me permitía recuperar algo de aliento, respiraba hondo, me dolía
todo, pero sabía que estaba en el lugar justo en que quería estar. Era como si
el universo estuviera por una vez todo en su sitio y no dudaba. Era una
impresión de centralidad, acompañado de ese maravilloso sol primero de la
mañana que cubre de tonalidades doradas toda la realidad. Me sabía en el centro
del universo y a la vez notaba mi insignificancia en relación a la montaña que
iba ascendiendo poco a poco hasta llegar a través del Vía Crucis que lleva
desde la Santa Cova hasta la Abadía. Me invadían simultáneamente la
tristeza y la euforia, no sé cómo explicar esa mezcla pero es real. Aquellas
dos últimas horas habían sido prodigiosas viviendo el amanecer combinado con el
esfuerzo último pero sabía que esta era una edición más de la caminata Almeda-Montserrat. Era mi décima y solo
una vez no he conseguido llegar al destino porque me perdí en la noche. Era un
año más y aquello marca inexorable el paso del tiempo. Falta un año para la
siguiente.
Llegué al puesto de avituallamiento final. Me dieron un
diploma con mi nombre que tiré en la primera ocasión que tuve, tomé una copita
de cava fresquito y un bocadillo de salchichón con un poco de tomate, y me
senté percibiendo el aire refresante que corría en la cumbre. Pocas veces
siento más felicidad y paz que cuando llego arriba y me tomo esa copa de cava
fresquito y me siento a mirar las rocas inmensas de Montserrat sintiendo un
enorme cansancio y dolor en los músculos, a la vez que una profunda sensación
de bienestar interior y ligereza que no logran alejar un ala de tristeza que me embarga.
Tiene algo de sexual, estoy seguro. Los seres humanos necesitamos de estos
retos, de estas profundas experiencias físicas, para sentir el hálito de la
vida latiendo en nuestras venas por las que la sangre circula con alegría e
ilusión renovadas.