Bobby Fischer.
Escucho mientras escribo So
what de Miles Davis. Está en su
mítico álbum Kind of blue. Pienso en si
merece la pena luchar por ser el número uno en algo. He leído hoy el artículo sobre el jugador español de ajedrez Paco Vallejo, campeón mundial juvenil a sus diecinueve años, pero
que abandonó el terreno de la competición máxima, contentándose con lugares
discretos en el ranking mundial cuando, a juicio de muchos, podría estar entre
los primeros ajedrecistas del mundo. Parece que en un viaje internacional encontró
un texto taoísta que le cambió el modo de estar en el mundo y le llevó a
relativizar la lucha por llegar a la cúspide. No merecía la pena hacerlo.
Algunos le arguyeron que cuando uno tiene talento tiene la obligación moral de
llegar a lo más alto, de desarrollarlo al máximo. Paco pensó tal vez que el
esfuerzo por ser el mejor no es sano. Uno recuerda al jugador Bobby Fischer que en la cima de su
carrera la abandonó en cierto sentido tras ganar el campeonato mundial y no
volvió nunca a competir, tras haber derrotado a Spassky. Seguí este campeonato en mi juventud con apasionamiento y
reproducía todas las partidas entre los dos genios del ajedrez.
¿Hay alguna ingenuidad mayor que intentar demostrar que se
es el número uno? Entiendo que haya algunos ofuscados que lo intenten, que logren
durante un tiempo serlo, hasta que alguien los desbanca. Siempre hay alguien
más rápido, más inteligente, más hábil, más ambicioso que lo que es uno.
Siempre hay un pistolero más rápido que el más rápido pistolero del far west. Y
te mata aunque sea a traición. El éxito es un veneno que embriaga, es transitorio y supone siempre el
esfuerzo de mantenerlo, de satisfacer las expectativas que otros se ocupan de
alimentar sobre ti.
Pero luchar por ser el número uno es inútil, otra cosa es
serlo y que se reconozca a posteriori. La competición es un terreno que solo
estimula a los espectadores que nutren las expectativas de los contendientes
para vivir de ellos, para aprovechar su esfuerzo, hacerlos subir y luego, si se
puede, hundirlos en la sima del fracaso, en la decadencia que inevitablemente vendrá.
Pero ¿qué droga más poderosa hay en intentar ser el mejor? El taoísmo nos
enseña, como le mostró a Paco Vallejo,
que el éxito y el fracaso son las caras de una misma moneda, que uno está
contenido en el otro, que uno no puede triunfar sin llevar implícita la
realidad de fracasar. Fracasamos inevitablemente por mucho que nos esforcemos
en triunfar, en perseguir el éxito y que tengamos talento para ello. El fracaso
es, no obstante, uno de los alimentos más estimulantes de la vida.
En mi carrera como profesor algún compañero me ha recordado
que durante un tiempo fui un número uno, pero luego la realidad me había ido
arrumbando en la mediocridad, en el fracaso, en una situación en la que ni siquiera los alumnos más brillantes veían
en mí ningún punto de referencia. Esto me abrumó, pero mirado en perspectiva me
ha enseñado mucho.
Es un error pugnar por ser el mejor, por intentar ser un
punto de referencia, es mejor la sensación de trabajar con honestidad, con
sentido común, con ganas... Sólo los tontos pretenden ser los mejores. Si
alguien lo es, no dejará el tiempo de mostrarlo. Me inquieta además el
sentimiento de autodestrucción de algunos de estos mejores. Pienso en El Perseguidor de Julio Cortázar, inspirado en la epopeya jazzística de Charlie Parker. Entiendo ese
sentimiento de autodestrucción que va asociado a la leyenda de los mejores.
Paco Vallejo,
este magnífico jugador de ajedrez, podría estar luchando por pertenecer a la
división de honor de este deporte intelectual. Pero leyó a tiempo un texto
taoísta que le enseñó el sentido de la moderación en la vida. Sólo los
inseguros, sólo los pobres, sólo los que están llenos de miedo, luchan tal vez
por ser los mejores para demostrarse algo a sí mismos. El que se siente seguro
de sí no lucha por ser el mejor. Es una lucha estéril que solo conduce
inevitablemente al fracaso tarde o temprano. Esto incluye la pugna por tener
razón, por demostrar que los argumentos de uno son los mejores y que invalidan
los del contrario cuando toda pugna demuestra que los dos lados de la polémica
cuentan con razones sólidas. A y B son contrarios pero los dos tienen razones de ser.
No merece la pena luchar por tener razón ni por ser el número
uno. Es una dependencia enfermiza la que nos lleva a ello. Si alguien pretende
tener razón con demasiada insistencia, con demasiada convicción, hay algo que
falla. Inevitablemente el que cree tener la verdad, se demuestra que se
equivocaba. Y el que lucha por la victoria termina fracasando, solo es cuestión
de tiempo.