Me doy cuenta de que es muy difícil acceder a esto para
mentes acostumbradas a lo racional. Pienso en el trance en que se puede entrar
en distintas experiencias. El ascender una montaña difícil, el deporte en grado
intenso, el dejarse llevar por la música, el efecto de distintas drogas
psicodélicas. Pero a mis alumnos hay que darles algo más plástico y evidente.
Pienso en los danzantes turcos, los derviches,
de la vertiente sufí del Islam. Entran en trance en sus giros
llenos de magnetismo, acompañados de una música hipnótica y tras la lectura de
textos sagrados del Corán. Mis
alumnas marroquíes agradecen que intente acercar la perspectiva de las clases a
su mundo islámico. Esto era impensable hace unos años. Ahora he de entender que
muchos de mis alumnos provienen de otro universo cultural y religioso, que no
comparten necesariamente las evidencias de nuestro mundo occidental.
Les pongo un vídeo de los derviches leyendo el Corán,
al ritmo de la música, y el momento en que empiezan a girar sobre sí mismos en
un abandono progresivo del yo, ese abandono que Cioran no compartía porque estimaba que nuestro altivo yo es lo
único y más valioso que tenemos, lo que nos hace singulares. Sin embargo, las
distintas religiones han valorado como esencial ese abandono del ego en aras de
uniones más hondas. Los danzantes sorprenden a mis alumnos. No los conocían.
Van girando con las manos primero cruzadas sobre el pecho y luego con los
brazos abiertos o alzados. La música produce un efecto magnético sobre la clase.
Pienso entonces que cómo hacerles partícipes de aquello. Les propongo que los
que quieran pueden salir adelante y girar como los derviches. Yo hago el amago de girar dos o tres vueltas. No se
deciden. Pero la idea les atrae. Están fascinados. Luego un par de chicos y una
muchacha musulmana aceptan la propuesta y salen a danzar. Vuelvo el vídeo atrás
para que comiencen esos ochos minutos de giros y éxtasis. Empiezan a girar mis
alumnos. Al principio pierden el equilibrio tras treinta o cuarenta segundos de
giros. La música invita a la experiencia. La chica musulmana se marea y dice
que tiene ganas de vomitar, se retira, no sin una sonrisa. Los dos chicos que
quedan danzan durante cinco o seis minutos con una gran seguridad en sí mismos.
Siguen sus giros. Los demás le dicen que vayan más rápido al ritmo de los derviches. Ellos tienen los ojos
cerrados. No sé si esto coincide con los danzantes turcos. Giran y giran hasta
el final del vídeo. Son alumnos poco escolares, pero hoy han participado. Les
pregunto qué han sentido en sus giros. ¿Han
visto la realidad de otro modo? Contestan que sí, que han percibido un mundo
que subía y bajaba, que se alejaban de la clase, que se han visto dominados por
estados de conciencia no habituales (esta terminología se la añado yo a sus
palabras). En alguna manera, este trance, este abandono, es propio de todas las
corrientes místicas en el cristianismo, el judaísmo, el islam, el hinduismo y
el budismo en un ansia de alejamiento del yo, de superación, de hundimiento de
la propia conciencia en una realidad inmensa, sea la Gloria de Dios o el
Nirvana.
La lectura de Cioran
este verano mientras hacía el camino de Santiago me hace reflexionar sobre
ello. Las religiones han propuesto el abandono del yo como vía para calmar el
sufrimiento. Dice Cioran: “El yo es una obra de arte que se nutre del
sufrimiento que la religión tiene como misión calmar” y “Por este motivo
quieren liberarnos del yo, de la más
extraña florescencia que hay bajo el sol”.
No he planteado ello en clase. Sería un debate demasiado
hondo para esta situación que debía más bien acercar la experiencia mística a
adolescentes de diecisiete o dieciocho años. Lo hemos intentado. Creo que será
algo que no olvidarán, especialmente los que han danzado, pero los que los han
visto, tampoco.