El otro día tenía una cita en una clínica para realizarme
una panendoscopia oral o lo que es lo
mismo que te metan un tubo por el esófago hasta el estómago y el duodeno. Es
una situación que me atrae. Padecí desde muy joven de úlcera duodenal durante
muchos años y recuerdo el dolor intenso que sentía y el humor sombrío que me
producía cuando había de entrar en clase con esa aguda molestia. Dicen que hay
una patología del enfermo de úlcera, e incluso una literatura basada en ello,
igual que existe otra literatura llena de romanticismo sobre los tísicos o los
depresivos. El cuerpo es extraño. En él, por el desgaste, se van uniendo
diversas patologías que nos van conformando. Algunas pueden ser de origen
genético, otras son adquiridas por nuestro modo de vida, por nuestro carácter,
por nuestra alimentación, por nuestros hábitos.
Siempre espero con intensidad el momento en que el
anestesista me pone la vía en el brazo. Me
llamo Luciano me dijo el otro día un hombre negro muy amable que me
atendió. Póngase de lado, así. Ahora
vendrá el doctor. Fueron unos minutos de espera, mientras mi cuerpo se relajaba
y disfrutaba de la situación. La mente se me fue a mis alumnos y en los fuertes dolores
que siento cuando entro en clase enfrentándome a la tensión que existe en el
aula. En ella lucha la entropía adolescente y el sentido del orden del
profesor, el sentido del orden que tranquiliza al profesor, ese anhelado
silencio, esa ordenación de las mesas, esa “predisposición a escuchar” de los
alumnos que se aprestan a tomar apuntes de lo que explica el profesor.
Recordaba mi tensión centrada en el estómago cuando intento explicar u ordenar
un debate. No es fácil. Los nervios atacan precisamente ahí. Y siempre hay un
Abdel y un Hamza y un Ismael que no pueden estar quietos ni callados. Y cuando
acaban estos aparece un Rachid y un Yassin levantándose y girándose para
molestar al que tienen delante o detrás, o te das cuenta de que la clase está
desconectada de lo que estás explicando que por cierto es terriblemente pesado.
Entonces te invade una enorme tristeza y algo próximo al desistimiento cuando
eres consciente de que tus preocupaciones o tu mundo está muy alejado del de
ellos. Eres su profesor y deberías creer en lo que estás haciendo, pero a veces
no es así. El profesor siente contradicciones muy fuertes en su interior,
diversas voces que lo atenazan y que amenazan con arrojarle por la borda. ¿Qué
siente que es importante para él y para sus alumnos? ¿Qué lo estimula ya en
estos momentos? ¿Se puede ser profesor toda una vida sin abrasarse? Una
profesora relativamente joven me decía en la intimidad del departamento que el
oficio de profesor es demoledor. Que
ella no podría resistir mucho más y que tendría que cambiar. Hace poco que ha
sacado las oposiciones, y en un mundo tan complejo como el que vivimos es muy
difícil abandonar este seguro que nos protege para irse a la intemperie de
nuevo. Demoledor es poco creo yo. Es
más que demoledor. Nadie fuera de
esto puede imaginarse un oficio en el que se pongan tantas ilusiones y
expectativas de intentar cambiar el mundo y la realidad pero cada año la roca
que hemos elevado de nuevo, vuelve a caer sobre nosotros y hemos de volver a
levantarla en vilo sobre nuestros hombros y llevarla arriba, sabiendo que
inevitablemente volverá a caer. Es un oficio que se ama demasiado y lo que devuelve
es muchas veces amargo y otras veces maravilloso. En todo caso es intenso,
demasiado intenso. Llega un momento en que el profesor ya no tiene ganas de
cambiar el mundo, no puede generar de nuevo entusiasmo, ese que salía a
raudales exportándolo y proyectándolo sobre sus alumnos. Porque si no se desea
cambiar el mundo, esto no funciona, esto no tiene sentido. No se puede ser
profesor sin un cierto idealismo, sin una cierta fe en lo imposible. Pensaba
esto cuando ha llegado el doctor. Me ha dado la mano y me ha dado una pieza
para la boca por donde meterán el tubo hasta el duodeno. Ha llamado al anestesista para inyectarme un fuerte inductor del sueño. Me ha sugerido que
piense algo agradable. He pensado entonces en una playa de Tailandia en la que
hace muchos años fui feliz. Era una playa inmensa y desierta. Solo estaba yo,
desnudo bajo el sol abrasador del trópico, con mis pies en las aguas
transparentes, y mi cuerpo recostado en la arena blanquísima. Sentí entonces lo
que era el aquí y el ahora. Como en este momento en que me entra por la vía un
líquido que me quema y me sumerge en la inconsciencia...