En el mes de febrero se realizaron en Cataluña las pruebas
de Competencias Básicas en las áreas de catalán, castellano, inglés y
matemáticas. En las áreas de lenguas fundamentalmente versaban sobre
comprensión escrita referida a dos textos sencillos y un ejercicio de expresión
escrita para la que se daba a los alumnos un tema a desarrollar.
En mi centro los alumnos están agrupados por niveles de
resultados. Hay un A, hay un B, hay un C y hay un D, en orden de mayor a menor
nivel. Yo soy profesor del B, del C y del D en los que más del setenta por
ciento son muchachos de origen inmigrante sean magrebíes, sean latinos o
pakistaníes... Su motivación es escasa, no están acostumbrados a la lectura y
tienen serias dificultades con la lengua sea porque no sea la suya, sea porque
su disposición hacia el lenguaje escrito es muy deficiente.
Los resultados de las pruebas de Competencias Básicas de mis
alumnos ha sido desolador. Los tres cursos que imparto han sacado un nivel muy
bajo, muy inferior a la media de Cataluña. Me he sentido seriamente aludido y
me pregunto qué es lo que falla ante los interrogantes de la dirección del
centro sobre estos resultados demoledoramente bajos en todas las áreas
consideradas (catalán, castellano, inglés y matemáticas).
¿Qué pasa con mis alumnos? ¿Cómo puedo actuar para mejorar
estos resultados? ¿Qué parte es responsabilidad mía...
No sé qué respuesta darle a estos interrogantes. El profesor
se siente interpelado por los mismos y a la vez es incapaz de saber por dónde
orientar la acción. Me he sentido tentado a centrar el curso en el desarrollo
de dichas competencias básicas, es decir, la comprensión de textos y la
expresión escrita, y de hecho hago un gran hincapié en ello. Sin embargo, el
año pasado una alumna me reclamó conocimientos de sintaxis para prepararle para
el bachillerato. Entendí que tenía razón y que yo no debía esquivar dicha
dificultad en los alumnos de mediano o bajo nivel. Asimismo asumo que debo
darles unos rudimentos de historia literaria...
Sin embargo, los resultados son tozudos y muestran un bajo
rendimiento en todas las áreas. No logro enderezar dichos resultados, no puedo
conseguir mejorar la motivación de mis alumnos ni su predisposición al estudio
ni a su trabajo habitual.
Fuera de clase me interrogo por sus resultados y me siento
abrumado cuando veo en el panel de anuncios sus calificaciones. Luego en clase
los observo uno por uno, considerando sus circunstancias (inteligencia media,
trabajo, hábitos, capacidad comprensiva y expresiva... ) y no me sorprende el
juicio emanado de estas pruebas objetivas. Son así mis alumnos. Los aprecio
profundamente, pero sus posibilidades son limitadas y existe una contradicción
flagrante entre aquello que se nos exige (unos aprobados generosos para
remediar las estadísticas educativas y la realidad que proviene de pruebas de
evaluación externa que exhiben la realidad interna de su nivel lingüístico).
La dirección del centro nos pide explicaciones, también lo
hará la inspección educativa sobre este desfase, pero sabemos que como
profesores estamos instados a aprobar lo inaprobable porque entran en
consideración criterios fundamentalmente sociales, prácticos y pedagógicos.
Los profesores estamos ante un dilema irresoluble cuando nos
movemos en cierto niveles del subsuelo. Sabemos que hemos de procurar el título
de la ESO a nuestros alumnos porque es una demanda social y política, y para
ello hemos de facilitar y considerar sus circunstancias humanas y sociales,
sabiendo de antemano que no alcanzan ni de lejos el mínimo exigido, lo que
retratan y reflejan estas pruebas externas que desnudan el entramado del sistema.
Ello no quita ni un ápice a mi desolación como profesor que
ignora cuál es el camino correcto ni qué debe hacer, sabiendo que intenta todo,
que procura todo, que busca ser entendido por sus alumnos, que busca mejorar
esta realidad que parece marcada, como una baraja en que las cartas estuvieran
señaladas y supiéramos que es lo que nos corresponde a cada uno y cuál es el
nivel que realmente nos corresponde.