Hace ya un tiempo que la literatura no me excita, leer
cualquier libro de los muchos que tengo comparado con la emoción que me supone
navegar con mi iPad me resulta decepcionante. Detesto la lectura de literatura.
Me parece insulsa, envarada, retórica, incapaz de reflejar la vida... a pesar
de lo que ha representado para mí. Recuerdo la emoción profunda cuando leí a
mis diecinueve años Esperando a Godot,
o la decisión que tomé en Indonesia
en un autobús abarrotado de nativos, leyendo algún fragmento de las Memorias de Adriano de Margueritte Youcernar, o la honda
influencia que me produjo la escritura de Gerald
Brenan sobre todo en lo que significaba su relación con alguna mujer
(incluso me fui a pasar un invierno y primavera a las Alpujarras cerca de Yegen
donde vivió Brenan), o mis veinte
años jalonados por Cortázar al que
leí hasta la extenuación e incluso una vez la policía intentó detenerme por
homenajearlo en la calle con mis alumnos, o la fascinación que me produjo Justine de Lawrence Durrell y de cuya protagonista femenina me enamoré. O la
poderosa sensación de maravilla leyendo Moby
Dick o Los hermanos Karamazov o Guerra y paz o Melmoth el errabundo o Las
noches lúgubres de Cadalso o Lord Jim de Joseph Conrad o La montaña
mágica de Thomas Mann...
La literatura no es para mí entretenimiento, no leo para
pasar el rato (aunque lo haya hecho muchas veces). No, leo para entender, para
alimentar mi alma, para buscar espíritus afines que hayan pensado lo que yo he
pensado o sentir lo que yo he sentido, es un diálogo complejo en que uno tiene
la maravillosa posibilidad de dialogar con los escritores más fascinantes de la
historia... Uno es un privilegiado por poder conversar con Kafka, con Boris Vian,
con Sánchez Ferlossio, con Baroja, con Canetti, con Unamuno,
con María Zambrano... así muchos.
Pero de un tiempo hasta esta parte ya nada tiene sabor para
mí. La literatura me repele. No soy capaz de concentrarme y ya nadie me dice
nada. El otro día, el 23 de abril, pasaba por los estantes de una librería que
mostraban infinidad de ejemplares aparentemente apasionantes pero que me
parecían simulacros. Creía que no encontraría ningún libro que me dijera algo
que yo necesitara, ni lo buscaba, solamente mi vista se desplazaba sin interés y
con fastidio por las pilas de libros que me resultaban ininteresantes.
Prescindibles. Redundantes. Olvidables. Me identificaba con mis alumnos que
rehúyen la lectura y con mi padre que me dijo un día que la literatura era
anacrónica.
Mis ojos miraban con burla y displicencia aquello que tanto había amado yo
y que ahora no me decía nada ineludible. Miraba y miraba, hasta que por azar
llegué a un título y a un autor que me detuvo en el aire como una libélula sobre el abismo y sentí
una corazonada punzante, me di cuenta de que necesitaba apasionadamente leerlo,
que quería leerlo, que su mundo me era necesario, que, en definitiva, iba a
comprar ese título que tenía ante mí, con una pasión abrasadora. Volvía a
sentir algo propio de mi adolescencia, de mis crisis depresivas en el sanatorio
en los Alpes con Hans Kastorp, con
lo que sentí leyendo La isla misteriosa
de Julio Verne a mis doce años...
Me he sumergido en su mundo descarnado y oscuro, alejado de
cualquier esperanza, poseído por la soledad y la muerte, me siento arropado por
su hondo pesimismo, por su humor negro, por su sátira corrosiva y sarcástica acerca de los
austriacos a los que califica de vulgares, de su ataque brutal contra la calaña
vulgarizadora y mediocre de los profesores que lleva a odiar el arte y la
literatura a sus alumnos, leo con delectación su diatriba contra la supuesta
felicidad de la infancia, contra el valor de los padres cuya principal
contribución a la felicidad de los hijos es cuando se mueren... Leo en cada
frase una carga de profundidad alejada de cualquier visión romántica y
esperanzadora acerca de la existencia humana, de los valores de las patrias, de la
falsedad y fracaso que son los maestros antiguos que pintaban para la corte y
se vendían para lograr sobrevivir, leo en cada frase una idea fuerza ácida y
disolvente acerca del valor de las cosas y de la vida, que se burla de la
sociabilidad y asume la amargura como componente básico de la vida, y que no
espera nada más allá de la muerte porque lo bueno de la vida es que se acaba y
no se resetea el sistema.
Evohé, nada habría que más reparara mi alma que la lectura
de este libro cuyo autor -novelista y dramaturgo- es odiado en Austria y por los católicos... Su ácida
desesperanza me parece repleta de sentido del humor que me hace sonreír y
siento en mis capas profundas una honda afinidad sentimental que me reconcilia
con la literatura a pesar de que todo lo que arroje este maestro sea mierda
total y absoluta sobre todo o casi todo, pero a pesar de lo escrito por él y
por mí, ambos sabemos que es mejor estar vivo que estar muerto y que cada día -aunque suponga una maldición- implica una sorpresa que el espíritu acepta embriagado de curiosidad por ver qué
viene a continuación.
Gracias, Thomas Bernhard.