He querido empezar el curso de Literatura Española de segundo de Bachillerato haciendo una prospección entre mis diez alumnos sobre las relaciones entre ellos y la literatura. El tema era, pues, La literatura y yo. Les sugerí un brainstorming inicial y la elaboración de un mapa conceptual para dar cuerpo al ensayo que les estaba solicitando.
Unos días después, aplicados, me han entregado sus composiciones escritas sobre las tortuosas relaciones entre ellos y la literatura.
Podemos decir que en estos jóvenes de diecisiete y dieciocho años existe unanimidad casi absoluta. Se relaciona, sin lugar a dudas, la literatura con el aburrimiento:
“Leer es aburrido”. “La literatura y yo no somos buenos amigos”. “Sólo he leído por obligación en el instituto”.” Son aburridos los libros obligatorios: son largos y complicados, hay en ellos demasiadas descripciones”. “¿Quién va a preferir leer un libro cuando puede ver la televisión, jugar a un videojuego o navegar por internet?” “Los libros no suscitan interés, no expresan nada, son pesados, una especie de suplicio”.
Estas son un resumen de las opiniones vertidas y que son reiteradas. Se deplora la falta de interés de los libros, su obligatoriedad, la desigual competencia con las nuevas tecnologías, su complejidad, su letra pequeña, el cansancio que produce la lectura…
A la vez se recuerda con enorme afecto el tiempo en que eran niños y alguien les contaba cuentos. Les dije que ahí comienza nuestra formación literaria: con la narrativa oral. Pero esa ligazón se va desvaneciendo a medida que se va creciendo hasta llegar a la adolescencia en que la lectura se ve como un padecimiento al que se resignan apáticamente, pues saben que es obligatoria en las asignaturas de lenguas.
Hay un alumno que, sin embargo, reconoce que lee novelas policiacas o de cariz psicológico, sobre budismo, criminología o grafología. Es el que más he visto predispuesto a abrirse a la literatura “obligatoria” de este año que incluye: una selección de poemas del siglo de Oro, una antología de El Quijote, El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, una antología de la poesía de Rosalía de Castro, Eloísa está debajo de un almendro y Cinco horas con Mario.
Algo hacemos mal. Lo comentaba con Dunia, mi compañera de departamento, promotora de un proyecto de lectura en segundo de ESO que ha tenido un notable éxito. Prescindió de los libros obligatorios y fomentó que los alumnos en la biblioteca eligieran libremente los libros que iban a leer. Tenemos una buena base donde elegir de la llamada literatura juvenil. Los alumnos de tres segundos el año pasado leyeron –con el soporte orientador de Dunia- un promedio de seis o siete libros voluntariamente, y hubo alumnos –conflictivos en otros sentidos- que llegaron a leerse 17 libros durante el curso. No había obligatoriedad, no había examen pero debía presentarse una ficha cumplimentada sobre la lectura. La experiencia demostró que los adolescentes odian lo obligatorio (no sólo ellos) pero si son expuestos a la libertad y hay donde elegir, convenientemente motivados, pueden convertir la lectura en algo que no sea odioso. Hubo incluso quienes leyeron textos más complejos del prototipo medio como Caperucita en Manhattan o La historia interminable.
Para el que firma esto, son datos y elementos de juicio que me llevan a reflexionar. Movido por los más bellos ideales he planteado lecturas obligatorias con textos de densidad literaria y con frecuencia he conseguido rotundos fracasos. Hoy ha venido a verme una exalumna de hace varios años que recordaba cuando les hice leer en cuarto de ESO (16 años) Corazón kikuyu de Stephanie Zweig, La espuma de los días de Boris Vian y La metamorfosis de Kafka. A ella le fascinaron y todavía los relee, pero la gran mayoría de los estudiantes se mantuvieron totalmente alejados de lo que leían y muchos no se los leyeron. Esa fue la realidad.
Muchas veces ha surgido este debate en blogs pedagógicos. ¿Sirve de algo la obligatoriedad de las lecturas? ¿No estamos tirándonos piedras contra nuestro propio tejado? ¿Se puede forzar la lectura? ¿O es insoportable el verbo leer conjugado en imperativo como sostenía Daniel Pennac en Como una novela?
Considero a mis alumnos de segundo de bachillerato y me doy cuenta de que son herederos de una filosofía de la obligatoriedad, combinada ciertamente con otros factores, y que no ha dado resultado. Prácticamente todos detestan leer aunque reconocen que amplía el vocabulario y da cultura, pero ¿leer?, no gracias.