Hace unas semanas recalé en la cripta románica de Santa María de Aínsa. Intenté orar a mi manera –siendo un descreído- , pero no lo encontré como una contradicción insalvable. Stephen Hawking ha publicado un libro en el que argumenta que dios no existe. Ya hace tiempo que la ciencia y la literatura ha razonado y recreado que dios no es necesario para explicar el universo. A esa misma conclusión llegué a mis veinte años tras una profunda crisis de fe. Imagínense, una crisis de fe. ¿Qué es eso? Pero pienso que las crisis de fe son importantes, necesarias, estimulantes. De allí no saqué la idea definitiva de que dios no existía, sino de que no me era necesario para vivir.
En la iglesia románica de Aínsa fui consciente del poder que tuvo en otro momento la iglesia, de su capacidad de seducción (se equivocan los que piensan sesgadamente que la iglesia sólo tuvo poder arbitrario). Es no entender nada si no reconocemos la enorme seducción de lo sagrado, pero visto hoy el más magnífico retablo realizado por el más exquisito artista renacentista, no nos comunica nada necesario a nuestro tiempo. Ello no impide que reconozcamos su belleza y la sutileza que llevó en otros tiempos a los hombres a emocionarse y percibir la trascendencia. Las tallas sagradas son hoy monumentos funerarios salvo en las salvajes y paganas procesiones andaluzas.
¿Qué quiero decir con esto como enseñante que lleva treinta años en el oficio? Que casi nada del pasado nos sirve. Que hemos entrado definitivamente en otra era en que las inquietudes son otras, en que lo que emocionó en el pasado requiere de un esfuerzo suplementario para volver a darle vida si es que se consigue; que la velocidad interior de nuestro tiempo es infinitamente superior a la del siglo XIX e incluso del siglo XX; que no tenemos conciencia muy bien de hacia dónde vamos (si es que vamos a algún sitio, pero en todo caso vamos rápido, muy rápido); que la lentitud es una carga; que el mundo de las palabras se inclina ante el mundo de las imágenes vertiginosas. Que el cambio se desarrolla a una velocidad normal para los nativos, pero alucinante para los emigrados a esta época. No sabemos cómo pararnos. Y es necesario hacerlo, aunque sólo sea para tomar impulso y recapacitar.
Este curso se incorporan los ordenadores personales al proceso educativo. Mis alumnos estarán en clase con un PC conectado a internet, y yo estaré frente a ellos con una PDI, una pizarra digital y mi propio ordenador. ¿Qué significa esto? ¿Volveré a explicar la morfología del sintagma nominal? Es acción lo que requiere la situación, acción y teatralidad. El sintagma nominal pierde densidad que sólo puede recuperar con la praxis, con la experiencia. Se impone la experimentación, los saltos hipertextuales, los enlaces, el pensamiento discontinuo. El saber ya no es una enciclopedia ordenada y codificada, sino una vorágine de impulsos que enlazan unos con otros. Las partes están conectadas con el todo. El profesor pierde aparentemente su capacidad taumatúrgica y se convierte en un explorador que abre el mundo en su dimensión más desconocida a adolescentes que ya no son ingenuos y que creen saberlo todo. La pérdida de la inocencia es el factor más decisivo que he constatado en mis treinta años de profesión. Hubo un tiempo que mis alumnos se quedaban los miércoles por la tarde para ver una película alquilada en vídeo VHS. Era fascinante verlos en masa asistir en horas fuera de clase a ver Alien el octavo pasajero. El adolescente ahora hace el amor a edad más temprana, consume drogas y alcohol cada vez antes, tiene sus redes sociales que le comunican con el mundo. Sabe de la virtualidad y de la discontinuidad de la realidad, la tecnología es su mundo nativo, y la tecnología es extremadamente sexual y alienta la idea de que somos más fuertes que la muerte.
Pero nosotros hemos de incorporarnos a ese mundo haciéndolo nuestro y llevarles a la armonía del clasicismo, al lenguaje de la tradición, al pensamiento filosófico, a la poesía que implica transitoriedad y humanismo.
El profesor que no se incorpore a este mundo virtual y tecnológico no entenderá el universo de sus alumnos -aunque he conocido a magníficos profesores que sólo ansían poderse jubilar-. El tiempo del shock del futuro ha llegado hace décadas. El lenguaje de nuestro tiempo es la tecnología. Las pizarras son digitales, abiertas al mundo, a los lenguajes múltiples, a las conexiones interactivas, a la clase en red, al conocimiento informal, al sistema asistemático pero a la vez coherente en su discontinuidad, porque detrás de cada revolucionario que nos incorporemos a la contemporaneidad digital, ha de haber un hombre del medievo, del clasicismo, del siglo XIX. Hemos de traerles la cultura del pasado con el lenguaje de este tiempo.
Se abre un tiempo fascinante y lleno de perspectivas. Quien no se dé cuenta caerá en la inanidad, en la queja de la canción ya amanerada. Los deseducativos llegarán a desencontrarse con la entraña del presente y quedarán arrinconados, obsoletos, caducos. Definitivamente off. No me cabe duda alguna por qué mundo hubiera apostado Sócrates antes de apurar la cicuta y tras haber redactado su último tweet:
Yo sólo sé que no sé nada.