Acabo de leer un libro lleno de ideas y planteamientos sugerentes: Como una novela y su autor es Daniel Pennac. Es un libro conocido del que me han llegado ecos desde la blogosfera. Su tema es la incitación a la lectura, teniendo en cuenta que, según el autor, en su primer capítulo: El verbo “leer” no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo “amar”…, el verbo “soñar”… Esto me ha hecho reflexionar. La lectura es un regalo gratuito al que se llega por placer, por curiosidad, por sugerencias… pero no por mandatos imperativos.
A mi curso de tercero de ESO no le gusta leer. Fracasé con la primera lectura obligatoria del primer trimestre. La novela impuesta suele ser del gusto de los adolescentes: Rebeldes de Susan Hinton. Se la impuse como lectura, pero el resultado fue un fiasco. Sólo tres alumnos de 22 la habían leído total o parcialmente. Les pedí explicaciones y no salieron de ese generalizado “no nos gusta leer”. Son buenos muchachos que constituyen un Grupo de Adaptación Curricular. Nosotros lo llamamos “Ritmo Lento”, aunque esta poética denominación me recuerda la novela de Carmen Martín Gaite.
¿Qué hacer? No les gusta leer. Leo a Pennac y asisto fascinado a sus reflexiones. Es posible que no les guste leer, pero ¿y escuchar?. ¿Hay algo que les impida disfrutar oyendo cómo el profesor les lee una novela? La clase es conjunto de chavales marroquíes, latinoamericanos y españoles bastante bien avenidos, aunque darles clase a última hora de la mañana es una prueba difícil como contaba en un post anterior.
Recibí una sugerencia a través de un comentario de Juan Poz. ¿Qué tal Ibrahim y las flores del Corán de Erich Enmanuel Schmitt? Es un libro corto que cuenta la historia de un muchacho judío que se va a los trece años de putas. La obra discurre en un barrio de París donde hay una tienda de un musulmán –que no árabe- al que cada día Momó –el protagonista- le roba algún producto. Se hacen amigos y…
Era la peor hora. Estaban alborotados y sin ganas de hacer nada. Les propuse leerles una historia. Sólo tenían que escuchar. Empezaron a callar. Eso se salía de los cauces normales de la clase. ¿Qué clase de historia? –me preguntaron-. Escuchad y luego hablaremos –les dije-.
Comencé a leerles y pronto el murmullo inicial comenzó a disolverse y aparecieron las risas. Momó se iba de putas y les hacía regalos. Un día apareció Brigitte Bardot en el barrio porque estaba rodando una película. Silencio total. Aquellos alumnos proclives al desorden y la falta de atención, aguzaban sus orejas para seguir la historia. Si alguien hablaba, ellos rápidamente le hacían shhhhhhhhhhhhh para que se callara. Alguno se recostó sobre la mesa y siguió escuchando.
Recordé las palabras de Daniel Pennac en su capítulo 51:
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica… Prohibido por completo “hablar de”.
Lectura regalo.
Leer y esperar.
Una curiosidad no se fuerza, se despierta.
Leer, leer, y confiar en los ojos que se abren, en las caras que se alegran, en la pregunta que nacerá, y que arrastrará otra pregunta.
Si el pedagogo que llevo dentro se ofusca por no “presentar la obra en su contexto”, persuadir a dicho pedagogo de que el único contexto que interesa, de momento, es el de esta clase.
Los caminos del conocimiento no confluyen en esta clase: ¡deben partir de ella!
De momento, leo unas novelas a un auditorio que cree que no le gusta leer. No podré enseñar nada serio mientras que no haya disipado esta ilusión, realizado mi trabajo de celestina.
Leí cuarenta y cinco minutos en un silencio casi completo porque ellos también vivían las emociones de la obra y se sorprendían escuchándolas. Reían o se asombraban. Me maravillaba lo atentos que estaban. Por primera vez en todo el curso profesor y alumnos estábamos en la misma nave, tras tantos motines a bordo. Es como si nos hubiéramos reconciliado. ¿A quién no le gusta escuchar una hermosa historia?
Continuaremos.
A mi curso de tercero de ESO no le gusta leer. Fracasé con la primera lectura obligatoria del primer trimestre. La novela impuesta suele ser del gusto de los adolescentes: Rebeldes de Susan Hinton. Se la impuse como lectura, pero el resultado fue un fiasco. Sólo tres alumnos de 22 la habían leído total o parcialmente. Les pedí explicaciones y no salieron de ese generalizado “no nos gusta leer”. Son buenos muchachos que constituyen un Grupo de Adaptación Curricular. Nosotros lo llamamos “Ritmo Lento”, aunque esta poética denominación me recuerda la novela de Carmen Martín Gaite.
¿Qué hacer? No les gusta leer. Leo a Pennac y asisto fascinado a sus reflexiones. Es posible que no les guste leer, pero ¿y escuchar?. ¿Hay algo que les impida disfrutar oyendo cómo el profesor les lee una novela? La clase es conjunto de chavales marroquíes, latinoamericanos y españoles bastante bien avenidos, aunque darles clase a última hora de la mañana es una prueba difícil como contaba en un post anterior.
Recibí una sugerencia a través de un comentario de Juan Poz. ¿Qué tal Ibrahim y las flores del Corán de Erich Enmanuel Schmitt? Es un libro corto que cuenta la historia de un muchacho judío que se va a los trece años de putas. La obra discurre en un barrio de París donde hay una tienda de un musulmán –que no árabe- al que cada día Momó –el protagonista- le roba algún producto. Se hacen amigos y…
Era la peor hora. Estaban alborotados y sin ganas de hacer nada. Les propuse leerles una historia. Sólo tenían que escuchar. Empezaron a callar. Eso se salía de los cauces normales de la clase. ¿Qué clase de historia? –me preguntaron-. Escuchad y luego hablaremos –les dije-.
Comencé a leerles y pronto el murmullo inicial comenzó a disolverse y aparecieron las risas. Momó se iba de putas y les hacía regalos. Un día apareció Brigitte Bardot en el barrio porque estaba rodando una película. Silencio total. Aquellos alumnos proclives al desorden y la falta de atención, aguzaban sus orejas para seguir la historia. Si alguien hablaba, ellos rápidamente le hacían shhhhhhhhhhhhh para que se callara. Alguno se recostó sobre la mesa y siguió escuchando.
Recordé las palabras de Daniel Pennac en su capítulo 51:
Basta una condición para esta reconciliación con la lectura: no pedir nada a cambio. Absolutamente nada. No alzar ninguna muralla de conocimientos preliminares. No plantear la más mínima pregunta. No encargar el más mínimo trabajo. No añadir ni una palabra a las de las páginas leídas. Ni juicio de valor, ni explicación de vocabulario, ni análisis de texto, ni indicación biográfica… Prohibido por completo “hablar de”.
Lectura regalo.
Leer y esperar.
Una curiosidad no se fuerza, se despierta.
Leer, leer, y confiar en los ojos que se abren, en las caras que se alegran, en la pregunta que nacerá, y que arrastrará otra pregunta.
Si el pedagogo que llevo dentro se ofusca por no “presentar la obra en su contexto”, persuadir a dicho pedagogo de que el único contexto que interesa, de momento, es el de esta clase.
Los caminos del conocimiento no confluyen en esta clase: ¡deben partir de ella!
De momento, leo unas novelas a un auditorio que cree que no le gusta leer. No podré enseñar nada serio mientras que no haya disipado esta ilusión, realizado mi trabajo de celestina.
Leí cuarenta y cinco minutos en un silencio casi completo porque ellos también vivían las emociones de la obra y se sorprendían escuchándolas. Reían o se asombraban. Me maravillaba lo atentos que estaban. Por primera vez en todo el curso profesor y alumnos estábamos en la misma nave, tras tantos motines a bordo. Es como si nos hubiéramos reconciliado. ¿A quién no le gusta escuchar una hermosa historia?
Continuaremos.