Estos días han aparecido los datos del informe PISA (Programme for Internacional Student Assessment) en los que se valoran los resultados de las pruebas en Ciencias, Matemáticas y Lectura de los países de la OCDE y asociados. En ellos han participado diez comunidades autónomas españolas entre las que se han detectado unas diferencias enormes destacando La Rioja y Castilla-León, País Vasco, Asturias y Aragón en los resultados positivos y Andalucía y Cataluña en los negativos. Como yo vivo y trabajo en esta última comunidad autónoma me siento especialmente afectado por estas cifras en especial a lo que hace de la Comprensión Lectora cuyos resultados globales han sido 31 puntos por debajo del promedio de OCDE. Nuestros alumnos no entienden lo que leen y ello afecta a todas las materias.
Los docentes estamos acostumbrados a ello. Soy profesor de Lengua Castellana de cuarto de ESO (A y B) y tercero de ESO (Grupo D de ritmo lento o lo que es lo mismo de adaptación curricular). No hablo de estos últimos cuyos problemas de comprensión son muy graves y hace que a la hora de evaluarlos nos fijemos más en los procedimientos, la actitud y hábitos de trabajo diario… Me estoy refiriendo a dos cursos de nivel normal que están en la etapa en que se decidirá si van o no a promocionar la ESO. Pues bien, el profesor constata que sistemáticamente mis alumnos no entienden las preguntas que supongan una cierta elaboración intelectual o algo que les exija relacionar y comparar datos o efectuar un resumen lo que supone una clara comprensión de lo leído. Mis alumnos no entienden las preguntas sencillas que aparecen en los libros de texto. Les encantan, en cambio, las cuestiones mecánicas en que tienen que buscar datos en un texto (Cómo se llama el protagonista, cuántos hijos tiene, adónde va por la mañana…). Mis alumnos no están acostumbrados a interpretar lo que leen, no están habituados a pensar y se les ve pesarosos y perdidos cuando el profesor les interroga sobre algo a lo que han de encontrarle un sentido.
Como soy profesor, me veo implicado, y si se me pregunta cuáles son las raíces de este mal tan extendido incluso entre alumnos de un hipotético buen nivel, mucho me temo que viene de muy atrás, en un modo de entender la enseñanza de la lengua desde la primaria. Se suele incurrir en dar mucha importancia a temas de morfología y sintaxis cuya utilidad es muy relativa, y se trabaja muy poco la gramática del texto y la comprensión lectora cuyos primeros pasos deben darse en los cursos de primaria en que los niños aprenden a leer. No basta con decodificar letras, sílabas y palabras en una lectura más o menos fluida. (Hay dificultades lectoras muy graves a los quince o dieciséis años que explicarían una deficiencia básica para entender lo que se lee). Hay que interpretar lo que se lee, hay que acostumbrarles desde pequeños a que contesten preguntas hábiles e inteligentes sobre lo que han leído. Es una mecánica que hay que ir desarrollando progresivamente. Hay que acostumbrarlos a pensar. Esto supone un método de aprendizaje. Mucho me temo que en todo nuestro sistema de enseñanza se les enseña cuestiones poco menos que inútiles (mandan las editoriales que interpretan las directrices de los Ministerios de Educación) y se les enseña bien poco a reflexionar sobre lo que leen. Prima lo mecánico y los profesores se dejan llevar por la comodidad de ir pasando de temas que no son asimilados y luego se hace una evaluación light sobre lo aprendido que no ponga en cuestión la comodidad del profesor. Y el profesor se siente a partir de cierto momento incómodo planteándoles preguntas cuyo sentido a los alumnos les parece arcano. Es toda una filosofía de la enseñanza de la lengua la que está puesta en cuestión y que choca con costumbres bien arraigadas entre el profesorado y las universidades que lo forman.
A todo esto se une una clara concepción lúdica de la enseñanza que nos han inyectado desde la aprobación de la LOGSE. Las clases han de ser divertidas. Aprender es el menor de los objetivos. Los alumnos a estas alturas quieren pasárselo bien y no pensar, así como aprobar de forma mecánica sin demasiado esfuerzo. Pero ellos no son los únicos culpables. Es toda una filosofía de la enseñanza la que se ha impuesto desde hace quince años y que se une a una tradición poco centrada en el texto y su comprensión. El problema es que el sistema hace aguas por todos los lados y ahora se nos pide resultados. Hemos de divertirlos, hacerles amenas las clases y “enseñarles”, pero nuestros alumnos se han acostumbrado demasiado a la relajación, a la ley del mínimo esfuerzo, a la indisciplina, al juego, a la banalidad, e inculcarles otros hábitos es más que complicado. Tan complicado como enseñar a los docentes de lengua que hay otro modo de impartir la asignatura que no preste tanta atención a los complementos directos o a la naturaleza del pronombre. La clave esta en el análisis y comentario de textos y en la composición de los mismos respetando unas reglas de orden y jerarquía. Tarea nada fácil a estas alturas.
Los docentes estamos acostumbrados a ello. Soy profesor de Lengua Castellana de cuarto de ESO (A y B) y tercero de ESO (Grupo D de ritmo lento o lo que es lo mismo de adaptación curricular). No hablo de estos últimos cuyos problemas de comprensión son muy graves y hace que a la hora de evaluarlos nos fijemos más en los procedimientos, la actitud y hábitos de trabajo diario… Me estoy refiriendo a dos cursos de nivel normal que están en la etapa en que se decidirá si van o no a promocionar la ESO. Pues bien, el profesor constata que sistemáticamente mis alumnos no entienden las preguntas que supongan una cierta elaboración intelectual o algo que les exija relacionar y comparar datos o efectuar un resumen lo que supone una clara comprensión de lo leído. Mis alumnos no entienden las preguntas sencillas que aparecen en los libros de texto. Les encantan, en cambio, las cuestiones mecánicas en que tienen que buscar datos en un texto (Cómo se llama el protagonista, cuántos hijos tiene, adónde va por la mañana…). Mis alumnos no están acostumbrados a interpretar lo que leen, no están habituados a pensar y se les ve pesarosos y perdidos cuando el profesor les interroga sobre algo a lo que han de encontrarle un sentido.
Como soy profesor, me veo implicado, y si se me pregunta cuáles son las raíces de este mal tan extendido incluso entre alumnos de un hipotético buen nivel, mucho me temo que viene de muy atrás, en un modo de entender la enseñanza de la lengua desde la primaria. Se suele incurrir en dar mucha importancia a temas de morfología y sintaxis cuya utilidad es muy relativa, y se trabaja muy poco la gramática del texto y la comprensión lectora cuyos primeros pasos deben darse en los cursos de primaria en que los niños aprenden a leer. No basta con decodificar letras, sílabas y palabras en una lectura más o menos fluida. (Hay dificultades lectoras muy graves a los quince o dieciséis años que explicarían una deficiencia básica para entender lo que se lee). Hay que interpretar lo que se lee, hay que acostumbrarles desde pequeños a que contesten preguntas hábiles e inteligentes sobre lo que han leído. Es una mecánica que hay que ir desarrollando progresivamente. Hay que acostumbrarlos a pensar. Esto supone un método de aprendizaje. Mucho me temo que en todo nuestro sistema de enseñanza se les enseña cuestiones poco menos que inútiles (mandan las editoriales que interpretan las directrices de los Ministerios de Educación) y se les enseña bien poco a reflexionar sobre lo que leen. Prima lo mecánico y los profesores se dejan llevar por la comodidad de ir pasando de temas que no son asimilados y luego se hace una evaluación light sobre lo aprendido que no ponga en cuestión la comodidad del profesor. Y el profesor se siente a partir de cierto momento incómodo planteándoles preguntas cuyo sentido a los alumnos les parece arcano. Es toda una filosofía de la enseñanza de la lengua la que está puesta en cuestión y que choca con costumbres bien arraigadas entre el profesorado y las universidades que lo forman.
A todo esto se une una clara concepción lúdica de la enseñanza que nos han inyectado desde la aprobación de la LOGSE. Las clases han de ser divertidas. Aprender es el menor de los objetivos. Los alumnos a estas alturas quieren pasárselo bien y no pensar, así como aprobar de forma mecánica sin demasiado esfuerzo. Pero ellos no son los únicos culpables. Es toda una filosofía de la enseñanza la que se ha impuesto desde hace quince años y que se une a una tradición poco centrada en el texto y su comprensión. El problema es que el sistema hace aguas por todos los lados y ahora se nos pide resultados. Hemos de divertirlos, hacerles amenas las clases y “enseñarles”, pero nuestros alumnos se han acostumbrado demasiado a la relajación, a la ley del mínimo esfuerzo, a la indisciplina, al juego, a la banalidad, e inculcarles otros hábitos es más que complicado. Tan complicado como enseñar a los docentes de lengua que hay otro modo de impartir la asignatura que no preste tanta atención a los complementos directos o a la naturaleza del pronombre. La clave esta en el análisis y comentario de textos y en la composición de los mismos respetando unas reglas de orden y jerarquía. Tarea nada fácil a estas alturas.