Mohamed es un
muchacho vivo e inteligente que cuenta ya con suficientes años en España como
para estar totalmente adaptado a esta realidad. Lo detecté en un curso de bajo
nivel (o ritmo lento) a principio de curso. Su agilidad mental contrastaba con
la de la mayoría de los otros alumnos. Varios de ellos fueron cambiados de
clase porque se esperaba de ellos rendimientos superiores en un proceso de
readaptación académica que busca ofrecer entornos adecuados a las distintas
personalidades y capacidades. Pero Mohamed se quedó en su curso para desesperación suya ya
que es consciente de su agudeza mental. El problema es que es un alumno
conductual y conflictivo. Ha tenido varias expulsiones, y destaca por su
carácter complicado y potencialmente agresivo. Yo he tenido diversos conflictos
en el aula con él y he tenido que expulsarle en alguna ocasión en que me he
sentido desafiado ante toda la clase por su actitud.
Nuestra relación ha tenido diversas fases desde que comenzó
el curso. Enfrentamientos, retos verbales, expulsiones... En algún caso he
llegado a decirle, tras llamar a su casa, que hablaría con el imán de su
mezquita para comentarle su comportamiento. En algunos casos es clara su
intención provocadora.
Sin embargo, me doy cuenta de que es un muchacho que
necesita reconocimiento de su capacidad para que él se centre en su trabajo. Es
necesario ese reconocimiento y a la vez mantener un tono autoritario que
subraye el poder del profesor que debe ser ejercido sin dudas y sólidamente.
Cuando me he sentido débil en el aula, este muchacho se me comía y me
desafiaba. A medida que me he ido consolidando y reforzando personalmente he
podido ejercer la autoridad con firmeza y sin estridencia, lo que ha supuesto
la mejora de mis relaciones con Mohamed
que precisa un modelo sólido al que seguir, y que le sirva de pauta. En las
últimas sesiones de lengua, ha trabajado el triple y mejor que cualquiera de
sus compañeros de aula, con una caligrafía esmerada, una atención intensa y una
dedicación al trabajo importante que él ha visto reconocida y probablemente lo
habrá sentido con orgullo. Yo era el pivote fuerte al que él quería estar
sujeto, porque no hay peor drama para Mohamed
que saberse ignorado o no reconocido. Su carácter disruptivo le traiciona, su
extremado orgullo le lleva a chocar. Solo puede funcionar si se somete ante
alguien que para él merezca la pena. Si he estado frágil o dubitativo, me ha
intentado machacar. Cuando he logrado estar firme, he logrado reconducirlo y
dejar que se convirtiera en el mejor alumno de clase, el que trabaja con más
ahínco y mayor inteligencia.
El viernes pasadas las dos y media de la tarde, le hice
volver a clase para buscar una redacción que no me había entregado aunque yo
sabía que él había hecho. Subió sin protestar y a los diez minutos me la trajo
con una caligrafía esmerada. No la he leído todavía. Le deseé un buen fin de
semana y él, satisfecho de mi reconocimiento, me dijo que me lo deseaba también
él a mí.
La mayor y mejor virtud de un profesor es su fuerza mental,
su equilibrio, su dominio de la situación. Es indiferente si opta por una
pedagogía tradicional o más innovadora. Los muchachos necesitan tener frente a
ellos a alguien fuerte a quien admirar o detestar. No hay peor problema en el
aula que un profesor débil que, debido a su debilidad, se convierte en
defensivo y arbitrario. Los muchachos entonces se unen para devorarlo como
jauría excitada por la sangre. No hay piedad. En el aula solo hay piedad desde
el ejercicio de la autoridad firme y convincente en que estén marcadas las reglas
del juego y se cumplan a rajatabla.
La postura dialogante y tolerante no es suficiente como
punto de partida si no está refrendada por la autoridad previa. Cuando se da
una orden a un alumno para que se cambie de sitio, para que trabaje o para que salga
del aula no debe acompañarse de un debate abierto con él cuando interrogue al
profesor que por qué le dice eso, que por qué tiene que cambiarse de sitio o
por qué le expulsa. Sencillamente es una orden que no debe entrarse a debatir
en el aula. Otra cosa es el plano posterior privado en que puede abrirse paso
la consideración de los motivos que han llevado a la orden del profesor.
Sin embargo, algunos padres que desconocen la realidad de
las aulas ante la discrepancia entre las razones de sus hijos y la versión del
profesor optan por algo totalmente erróneo: confrontar en el mismo plano la
versión interesada (y frecuentemente sesgada o mentirosa) de su hijo y la del
profesor. Me he encontrado con esta situación en un par de ocasiones en los
últimos días en que me he tenido que confrontar con la obstinada dialéctica de
madres que ponían en el mismo nivel las dos ópticas (una alumna copiando con
una descarada chuleta tapada por su mano encima de la mesa, y otra madre que
negaba que hubiera habido motivos para expulsar a su hija de clase).
La posición del profesor no es nada fácil. Por un lado
treinta adolescentes deseosos de sangre y de autoridad para sentirse aplacados,
los padres muchas veces condescendientes y crédulos que no desaprovechan la
ocasión de minusvalorar al profesor o desprestigiarlo, su propia situación
anímica y su real indefensión ante la administración que lo considera una pieza
lábil y potencialmente sustituible... Todo ello hace que la autoridad del
profesor navegue por mares procelosos e inciertos y abierta a los más variados
desafíos antes los cuales, sin embargo, como nos muestra el caso de Mohamed, es
imprescindible que sea segura y firme.
Diderot escribió La paradoja del comediante, uno de los
mejores libros sobre teatro, pero podríamos hablar también de la paradoja del profesor cuando
consideramos su poder fugaz e inestable en el aula, y a la vez totalmente necesario
para cumplir sus objetivos siempre que sea un poder justo y reglado, sometido a
medida.
Y pobre del profesor que no posea esa fuerza mental por el
motivo que sea.