Escucho a Win Wertens
mientras escribo. Close clover. Me
relaja. Escribir, más mal que bien, me reconcilia conmigo mismo. Es mi terapia,
una de ellas. He comentado en algunos blogs
sobre las propuestas de algunos blogueros. En uno de ellos, en El espejo de los sueños de Emilio Calvo de Mora, también profesor,
he comentado algo que luego me ha resultado sugerente y apropiado para un post,
aunque temo su carga negativa. Emilio
hablaba Pete Townshend y Jimy Hendrix que aporreaban e incluso
quemaban sus guitarras eléctricas en el escenario, imagino que como acto de
rebeldía estética. Esta idea, la de rebeldía,
va muy unida a nuestra mentalidad de hombres contemporáneos. Se es rebelde o no
se es. Y el poder teme a los seres rebeldes. Se supone. En esta suposición me
he quedado. ¿Realmente el poder teme en alguna manera nuestra rebeldía? ¿Le
causamos alguna incomodidad al poder ejecutivo o económico con nuestra rebeldía
o indignación? ¿Acaso nuestra imaginación es susceptible de arañar en su
entraña la maquinaria del sistema que funciona en nuestro mundo? Hubo un tiempo
en que daba un sí rotundo a esta pregunta y creía firmemente en que el mundo
podía ser transformado por nuestra acción. He vivido mucho tiempo en esa
creencia. Ahora intuyo que aquello tenía mucho de pensamiento mágico, ese que tanto ha ido unido a mi biografía y del
cual todavía hay restos como si fueran de un naufragio interior.
Colaboro con algunas ONG’s,
firmo peticiones de Change Org, creo
que soy un profesor comprometido con el cambio y me entrego en mis clases del
mejor modo que sé, soy un padre que cree que no lo ha hecho del todo mal, me
encargo de las comidas y las compras en casa, escribo en mi blog, hago
caminatas ... ¿Hay algo de mí que el poder pueda temer, sean cuáles sean mis
convicciones políticas? La respuesta es obvia. Nada. Soy un cero insignificante
a la izquierda. Soy un buen burgués, asentado, con buenos sentimientos de esos
que abundan tanto. Quiero que el mundo sea más justo, que no haya guerras, que
los que sufren no sufran tanto, que no haya comercio de armas y que los
africanos no mueran intentando alcanzar Europa.
Soy uno de tantos, pero que ya no es capaz de sentir indignación ante las
corruptelas que van aflorando, ni por el estado de la enseñanza en este país,
ni por el desarrollo del capitalismo salvaje. La rabia ha desaparecido en mí:
me veo plano, sin ese plus de rebeldía, de pensamiento crítico que en otros
momentos me alumbraba. El mundo es como es. Va cambiando al margen de nuestros
deseos. La transformación es interna. Nadie sabe a ciencia cierta adónde vamos.
Nadie sabe cómo será el mundo hacia 2050. No tenemos ni idea de adónde nos
llevará la tecnología, ni el desastre climático, ni las migraciones que van
incorporando cada día a miles y miles de personas que entran de una forma u
otra en Europa. Los hombres a la
altura del primer tercio de siglo XX creían en el poder de las revoluciones:
artísticas, políticas, humanas, creían que podrían cambiar la senda de la
humanidad hacia un mundo mejor. Eso no evitó dos guerras mundiales y
transformaciones profundas que se produjeron, efectivamente, pero no en el
sentido que se preveía. El comunismo se hundió en setenta años tras innúmeros
sufrimientos de los países que lo habían sufrido. Tuvo en realidad mucha más
importancia para el destino de la humanidad el que se produjo en un laboratorio
inglés cuando Alexander Fleming
descubrió la penicilina o cuando otro británico abrió el camino a la
informática, Alan Touring, y que ha
supuesto una transformación de nuestro modo de estar en el mundo en los últimos
veinte años. Desconfío totalmente de la rebeldía ante un mundo injusto. Hay
tantas variables que no controlamos que me doy cuenta de mi impotencia por
modelar o ayudar a generar otra dimensión social o política.
Nos gusta sentirnos rebeldes. Es una sensación estimulante ese
pensar que si “todos”, ese terrible “todos” que abunda en las proclamas
políticas, nos unimos para cambiar, para empujar el carro de la historia,
podremos llevarlo a un mundo más justo y solidario. Sin que nos produzca
mayores sobresaltos en nuestro modo de vida, claro está. Además de rebeldes nos
encanta sentirnos buenos y saber, porque las sabemos, todas las añagazas del
poder. Un poder que sentimos transparente y opresivo, que nos teme y nos
controla. Un poder que es el capitalismo y sus títeres los gobiernos totalmente
desprestigiados. Querríamos un mundo distinto, a la medida de nuestro
pensamiento mágico, un mundo en que todos fueran felices y no hubiera guerras.
Y todos tuvieran lo necesario para vivir. ¡Qué bien! Y en esta creencia de la
bondad propia y la maldad congénita del poder y sus políticos vivimos en el
mejor de los mundos posibles, creyendo que podemos ser peligrosos con nuestra
rebeldía y nuestros manifiestos.
Desafortunadamente, los únicos rebeldes que teme el poder a esta
alturas, no somos nosotros, que formamos parte de su entraña a pesar de nuestra
virtual disidencia. No. Ahora el pensamiento rebelde, nihilista, destructor, es
del islamismo fanático y radical, expresado en Estado Islámico, Al Quaeda,
el salafismo que se enseña en las
mezquitas. Estas organizaciones buscan a inadaptados, antisociales, que quieran
combatir contra la esencia del capitalismo occidental. Contra nuestro
degenerado estilo de vida, contra nuestras concepciones esnobs de qué es el arte
... Esos son los verdaderos rebeldes en el mundo actual. No proponen nada, pero
son los únicos que amenazan destruir todo lo que odiamos en nuestras almas
ingenuas de ciudadanos comprensivos y ansiosos de ser críticos con el poder. Quizás
por eso nos quedamos aturdidos, paralizados, por sus acciones que intuimos
realmente revolucionarias, pero ¡ostras! ¿Acabaremos llevando chilabas y dejándonos
largas barbas?