Osama Bin Laden ha sido abatido. Todos los periódicos y noticiarios del mundo lo ponen en primerísima portada. En pocas horas ha sido tiroteado por un comando americano y su cuerpo arrojado al mar. Todo ha sido sorprendente, y la prisa por hacer desaparecer su cuerpo no hace sino multiplicar la extrañeza por la trayectoria de este hombre que ha sido identificado con el mal absoluto. Ignoro casi todo de su biografía, pero sí que parece confirmado que estuvo a sueldo de la CIA en la guerra contra la URSS en la época de la invasión soviética de Afghanistán. En aquel tiempo la Casa Blanca apoyaba a los muhaydin (luchadores islámicos) contra su enemigo comunista que encarnaba entonces el imperio del Mal. Pero la historia no es lineal y el aliado de un tiempo se convirtió en el mayor enemigo de los tiempos modernos alzándose contra América y el sionismo y propagando la yihad total con los métodos más salvajes con atentados masivos contra Occidente y los estados títeres colaboracionistas.
El atentado contra las Torres Gemelas en 2001 fue la causa de la invasión de Afganistán y el régimen de los talibanes, así como el de la posterior invasión de Irak. Osama Bin Laden se erigió en el ideólogo y planificador de aquel brutal atentado contra el orgullo americano. Alguien dijo que con aquel atentado habíamos entrado en el siglo XXI dada la situación apocalíptica que se generó en un país que es esencialmente telegénico. Lo que sucede en USA se convierte inmediatamente en noticia mundial, y aquello fue esencialmente definidor de una estética que habíamos visto numerosas veces en películas americanas. Lo más original de aquella situación brutal del 11S fue su carácter cinematográfico que tuvo un éxito de destrucción que fue mucho más allá de lo que Bin Laden había imaginado. No todas las tragedias –y aquella lo fue- tienen el mismo seguimiento mediático. El 11-S pareció ser obra de un realizador cinematográfico genial, y en el vértice de toda la producción aparecía el que se convirtió en símbolo del Mal, el hombre cuya vida ayer fue abatida. Un círculo se ha cerrado, y ha estado a la altura de la ocasión. Un acto suyo, o inducido por él, supuso un horror que hemos visto repetido centenares de veces. La tragedia del Congo es infinitamente más terrible, pero no es cinematográfica. Sólo Ruanda en 1994 alcanzó el carácter de acontecimiento global, cuando ya todo era irreversible. Ha habido alguna película memorable sobre aquel genocidio como Rwanda, pero no generará la estela de producciones literarias o cinematográficas que tuvieron a Bin Laden como origen creativo. Su rostro, reproducido hasta la saciedad, encarna la perversidad, el mal incognoscible e inabarcable y en cierto modo se asemeja en su poder como imagen al de Hitler. Se ha sugerido que sería uno de los iconos malditos del siglo XXI.
Hoy los americanos celebraban eufóricos su muerte y no se recataban en su entusiasmo. Unos alumnos de segundo de ESO me preguntaban hoy con insistencia si yo me alegraba de que lo hubieran matado. ¿Qué podía decirles? No sentía alegría. Era algo más complejo, no lo he tomado como un asunto personal. Me he dado cuenta de que no lo odiaba y que no me alegraba de su muerte. ¿Cómo voy alegrarme de la muerte de nadie por abyecto que sea? Me resultaría impúdico hacer aflorar mis sentimientos hallando satisfacción en la muerte. He pensado sobre ello y me ha llevado a la idea de encadenamiento de causalidades.
América fomentó y financió el surgimiento del mecanismo del horror que luego le golpearía en su corazón. Un acto terrorista apocalíptico derribó a las Torres Gemelas, desencadenó dos guerras que todavía no han acabado y ha producido la muerte de centenares de miles de vidas de civiles inocentes, así como de más de tres mil soldados americanos. Ahora parece cumplirse la justicia poética y el malvado ha recibido su merecido y hasta su cadáver ya es pasto de los peces. ¿Acabará ahí la espiral de causalidades? ¿O hay ya seres humanos que serán las próximas víctimas y que ya caminan con la señal de la venganza por su muerte en la frente?
La historia humana es cíclica y enigmática. Nada alcanza a sugerir qué pasará en los próximos años, ni si esta muerte ha sido el final de un ciclo o el comienzo de otro. Hay veces que la muerte violenta erige símbolos que son más difíciles de combatir que los personajes reales.
Algunos de mis alumnos discutían con otros porque no creían que Osama Bin Laden hubiera matado a nadie, mientras que otros parecían regodearse con su muerte. Este post se mueve en el terreno del ciudadano que no se ha documentado. No he querido leer la abundante información que se ha publicado sobre el yemení que ha pasado a formar parte de nuestro mundo onírico y de pesadilla. No he querido profundizar sino expresar mi desconcierto ante un mundo cuyas claves se me escapan. Me doy cuenta de que como ciudadano soy insignificante, soy un dígito en las estadísticas globales del escepticismo, soy un cero absoluto en el devenir histórico. Carezco de relevancia, no soy símbolo de nada, pero no dejo de admirarme como ser humano por la potencia de otro ser humano cuya vida ayer se ha acabado (si nos han dicho la verdad) y que se ha convertido en un mito y una leyenda. Seguro que hay otras formas de pasar a la historia, pero hay que reconocer que, salvada la condena que merece sin paliativos, encarna una página epopéyica y desafiante que dejará huella en el tiempo que ha sido y en el que vendrá. Ojalá me equivoque.