Me pregunto por la ideología de nuestro
tiempo. Vivo tan inmerso en él que no soy capaz de ver el bosque. Y ya el mundo
del siglo XX se me desdibuja alejándose a velocidad creciente, aunque yo
pertenezco a él y me curtí en él. En él la literatura en buena parte tenía una
carga existencialista. El existencialismo es la filosofía que en líneas
generales fundamenta la centuria anterior. Dios había muerto y el ser humano se
quedó solo, sin explicaciones e intuyó el sinsentido. El existencialismo que
viene de Kierkegaard, pasa por Schopenhauer, y llega a los filósofos del siglo
XX dan distintas soluciones a ese estado de angustia del ser humano. Porque la
angustia es el sentimiento que dominó en mucho de ese sentir de los habitantes
del siglo XX a la búsqueda de sentido en un universo frío y desnortado. Sin
dirección. Yo conocí la angustia del siglo XX, la interioricé, pude vivir con
ella. En mis clases de aquel tiempo no era extraño que mis alumnos leyeran
obras existenciales de Sartre o Camus. O Boris Vian. La literatura estaba
preñada de sentido existencial. ¿Qué sentido tenía la vida? ¿Qué barrera
significaba la muerte despojada de pasaje a otra dimensión? Quedaba la nada, el
vacío. Una vez un grupo de alumnos audaces hicieron un trabajo sensacional
sobre Samuel Beckett. Les impresionó Esperando
a Godot como me había cautivado a mí cuando lo leí a los veinte años. ¿Es
el universo serio o es simplemente una broma? ¿De buen o mal gusto?
Rememoro esto por una conexión de ideas
que me ha venido. El sentimiento del siglo XX fue una poderosa angustia que nos
invadía y nos fertilizaba. Ahí teníamos a Hermann Hess y sus parábolas para
intentar dar sentido a algo que parecía carecer de él. Sin embargo, en el siglo
XXI los seres humanos ya no sienten angustia. Es un sentimiento que ha perdido
buena parte de la fuerza que tuvo en otro tiempo. Ya no nos conmociona que la
vida acaba en un remolino de sinsentido. Lo hemos interiorizado. Y además
consumimos cantidades ingentes de ansiolíticos y antidepresivos que palían esos
estados que expresaban nuestra desazón existencial. En efecto, estos fármacos
se han convertido en muletas que gran parte de la población utiliza para
estados de fragilidad mental o fases de intenso sufrimiento que antes se
pasaban a pelo. Y hondas depresiones no medicadas explican profundos conflictos
de la literatura de todos los tiempos en que la vida no estaba tan protegida
anímicamente de sus inviernos existenciales. Hemos patologizado las crisis
humanas y las hemos medicalizado. En realidad tenía razón Aldous Huxley en Un mundo
feliz al predecir la existencia del soma
para soportar estados de infelicidad que se darían por innecesarios.
Tenemos además los inefables libros de autoyuda que nos impregnan de
sentimientos positivos. Pasarlo mal es algo que proviene de una patología que
se puede paliar o de una deficiente comprensión de las cosas que se puede
reorientar si sabemos que debemos estar llenos de positividad y que hay caminos
que conducen a ello. La felicidad se impone casi como una obligación a la que
hay que acogerse inflamado nuestro ser de sentimientos positivos que viven el
presente dejando el pasado como ya inservible para explicar nada y el futuro
como fuente de potencial angustia e incertidumbre. Hay que vivir el presente.
Solo en el presente. Es curioso porque esta filosofía de lo positivo nos
invadió en la última década de los años noventa del siglo pasado y ha alcanzado
su clímax en la actualidad. Pero yo no la conocía ni nadie mencionaba aquello
en los años anteriores, en los años existenciales, podríamos decir. No la
conocía como esencial quiero decir. ¿Acaso nuestra época es mucho más sabia que
la que fue alumbrada en los siglos XIX y XX? ¿Existirán los debates de ideas ya
liberados de la angustia ante lo incierto del destino humano? ¿Tendrá dimensión
la literatura con escritores ya alejados de lo depresivo que alumbró tanta
buena literatura? Entiendo que estoy en un tiempo netamente distinto del que
viví en el primer tercio de mi vida y la transición de uno a otro no me ha sido
fácil. El hecho de escribir en un blog es algo que me liga a los hombres del
siglo XX. Pocos jóvenes o ninguno escriben en un blog, que se ha convertido en
una herramienta para añorantes de la palabra escrita. Sin duda hay otras
herramientas más de este tiempo, más adecuadas.
Sin darnos cuenta nos imbuimos de una
ideología de época que nos penetra y consideramos que es normal, que es como
deben ser las cosas, que nos enseña cómo debemos sentir y vivir. Y terminamos
por no entender otros momentos tan válidos como este del pasado que hicieron
vivir a otros hombres en plenitud. Nuestra perspectiva narcisista nos lleva a
no comprender el pasado y se lo termina considerando como profundamente anómalo
e incompleto, pues nosotros por fin hemos terminado entendiendo la clave de la
existencia que responde a las dudas que pudiera haber y que se resuelven por
dos vías fundamentales que palían la angustia de vivir: el soma y la tarjeta de
crédito.
El otro día leí una reflexión de un
pensador cuyo nombre he olvidado pero que venía a decir que el ser humano que
solo vive en el presente, vive amputado. Y de igual manera leí en otro lugar
que el malestar es necesario para comprender el mundo en que estamos y al que
nos dirigimos a velocidad de vértigo, pero nuestros ansiolíticos y antidepresivos
nos reconcilian con la realidad. Y los libros de autoayuda nos relevan de la
zozobra convenciéndonos de que el único momento que merece la pena vivirse es
el ahora.