Comienzo este artículo con una desasosegante impresión
porque voy a abordar un tema doloroso y complejo. Me refiero a las últimas
noticias que nos han llegado sobre inmigrantes muertos en el sueño de llegar a
Europa. Hace unas semanas murieron más de trescientos en el mar intentando llegar a la isla de Lampedusa
provenientes de Libia. El escándalo fue mayúsculo porque no se había preparado
un dispositivo suficientemente serio para poderlos ayudar y su barco se
incendió a medio kilómetro de la costa. La imagen de los trescientos féretros con sus restos, más los desaparecidos, golpeó la conciencia europea. Las
autoridades comunitarias fueron abucheadas por los habitantes de Lampedusa que llevan más de veinte años
conviviendo con la tragedia. Pocos días después llegaron a la isla más de
ochocientos africanos en barcazas que huyen del hambre, de la sed, de los
conflictos y los desastres que asolan buena parte del continente africano. No
tienen nada que perder y estos africanos, hombres, mujeres y niños, se empeñan
para pagar un pasaje en una barcaza inestable que anhela llegar a suelo
europeo.
Pocos días después apareció otra noticia en la prensa en la
que se describía el espectáculo dantesco de 87 africanos, la mayoría mujeres y
niños, muertos, muchos abrazados, de hambre y de sed en el desierto de Níger,
cerca de Argelia. También querían llegar a Europa y se habían lanzado a un
viaje suicida a través del desierto que los llevó a una muerte terrible por
consunción.
Otra noticia que es reciente es la decisión de las
autoridades de Melilla de poner
cuchillas en la verja que separa la población de Marruecos, teniendo en cuenta que dicha verja es frecuentemente
asaltada por mareas de desesperados que logran subir los seis metros de altura
y lanzarse a territorio español. La cuchillas (concertinas) producen profundos cortes en la manos, en los brazos y
en las piernas de los africanos que se lanzan a escalar la valla. Fueron
retiradas por el gobierno socialista pero van a ser reintroducidas por el
gobierno actual.
Son tres noticias que nos alertan de lo que está sucediendo
al otro lado del Mediterráneo, en el continente africano. Si la crisis nos está
golpeando duramente a nosotros, no podemos ni siquiera imaginar cómo está
afectando a la globalidad de la población africana, especialmente en zonas
devastadas por la guerra, la inestabilidad, el cambio climático y las sequías.
Esos hombres, mujeres y niños mueren en el intento de llegar
a suelo europeo, la fortaleza europea.
Ayer Bernard Henry
Levi en El País publicaba un
artículo titulado “Europa comienza en Lampedusa” en el que venía a decir que Europa se niega a sí misma, como
patria de lo universal, si se convierte en una fortaleza excluyente, haciéndose
eco de la reciente tragedia ocurrida en la isla italiana.
Asimismo, el Papa ha hablado con indignación moral sobre la globalización de la indiferencia haciendo referencia a la catástrofe de Lampedusa.
El dilema moral terrible que tenemos ante nosotros y que no
es fácil es decidir qué debemos hacer ante esta situación sangrante en que
decenas de millones de personas provenientes de África y Asia se lanzarían
hacia Europa si abriéramos los brazos para acogerles. Podemos poner más medios
para remediar la situación de los que intentan llegar, poner barcos de
salvamento, recursos marítimos y terrestres para ayudarles. Esto es
irrenunciable.
¿Pero deberíamos abrir nuestras fronteras a todos los que
quisieran llegar a suelo europeo, a suelo español? ¿Deberíamos quitar la verja
de Melilla, las cuchillas, las alambradas y facilitar la entrada en España a
través de la frontera o Canarias a todos los que se lanzan desesperados a
entrar en la tierra supuestamente prometida en plena crisis y en plena recesión
económica? ¿Debería acoger nuestra seguridad social y nuestros hospitales
libremente a todos los que quisieran llegar a nuestro país?
Tengo la impresión de que no somos conscientes de lo que
está pasando más allá de nuestras fronteras, centrados solamente en nuestra
vivencia de la crisis que nos está afectando duramente.
¿Hay espacio para millones más de personas que llegarían si
se abrieran las fronteras libremente? Los que están llegando, pese a las
dificilísimas condiciones con que tienen que arrostrar su travesía cruzando el
desierto o el mar, son solo la punta de lanza de un continente agónico.
¿Es cierto que Europa no debería ser una fortaleza si no
quiere negarse a sí misma? ¿Hasta que punto debe llegar nuestra solidaridad en
un mundo injusto y desigual?
¿Nuestra solidaridad debe llegar solo poniendo medios para
remediar a los que llegan a nuestro país pese a las dificultades? ¿O deberíamos
abrir nuestras fronteras para permitir la llegada en condiciones de todos los que quisieran arribar
a suelo europeo?