Mis alumnos escriben una redacción con tema fijado cada dos semanas. Les doy el tema y ellos escriben. Procuro que sean temas motivadores porque dejarles libertad significa para ellos una situación más difícil que tenerlo fijado. Suelo leerlas con gran atención. Mis alumnos tienen ahora en torno a los trece años. Corrijo su terrible ortografía, su caótica puntuación, observo su general pobreza de vocabulario, su mal uso de los tiempos verbales, su capacidad de fabular o de observar la realidad. En general es deficiente. Su imaginación no suele ser una característica de lo que leo. Sin embargo, a veces detecto alguna observación sutil, algún apunte que revela un punto de individualidad, de reflejo de un mundo interior de reflexiones e imágenes que comienza a definirse. No olvidemos que trece años son los que tenía Ana Frank cuando escribió aquel diario famoso universalmente y él, en su conjunto, es una prodigiosa revelación de su adolescencia y de su lugar en el mundo en unas circunstancias ciertamente muy complicadas. Cuando releo el Diario de Ana Frank y me apercibo de su sutileza, de su potente mirada a las cosas y a las personas, a la reflexión sobre sí misma como objeto de observación, advierto que un muchacho de trece años puede hacerlo: puede tener conciencia de su mundo interior y su relación con el mundo exterior y, además, puede reflejarlo, expresarlo.
¿Qué materia desarrolla la creación de un universo interior?
¿Hay algo que pueda potenciarlo? ¿Es necesario? Recuerdo que en la última
redacción, le escribí a una alumna con buenas posibilidades que debía
enriquecer su universo interior. No me dijo nada y no sé cómo recibiría mi
observación que no vino a aclarar. No sé si le parecería comprensible lo que le
escribí o lo tomaría como un comentario sin importancia. Porque observé que su
disponibilidad para contemplar su propia realidad y el mundo que lo circundaba
era muy escasa. El profesor que corrige lo nota fácilmente por el número de
estereotipos que aparecen, lugares comunes, tópicos que no reflejan una
auténtica vivencia interior. Cuando aparece algo auténtico, esa reflexión
brilla en medio de una hoja llena de hojarasca y desastres ortográficos. ¿Cómo
aparece el mundo interior como objeto de observación? Es un misterio. Hay personas
que lo descubren prontamente desde niños y otros que se pasan toda la vida
ignorándolo. Me escribía una mujer con que comparto una intensa intimidad que
su marido era un hombre simple, que no hay dentro de él nada más que lo que se
ve. Eso no quiere decir que no sea capaz de tener ternura, pero una ternura
estereotipada. Esta reflexión que leí me hizo pensar que puede darse, y se da
con frecuencia, la unión entre dos
personas dispares: una con un gran universo interior y otra
absolutamente exterior. El diálogo es complicado porque una ha crecido hacia
dentro y otra lo ha hecho hacia fuera. Y posiblemente sea una situación que
revela una profunda incomunicación puesto que sus mundos no se pueden conectar
en ningún caso. Y ¿cómo vivir con alguien con quien no puedes compartir nada de
lo que realmente te hace vivir y sentir? Lo que sucede es que, para mantener la
paz, la persona con el universo interior que ha crecido, suele supeditarse a la
otra y accede a vivir en la exterioridad, la única dimensión que la otra
persona conoce. Y esto se hace no con poca frustración y sentimiento de
infelicidad que se va arrastrando por años y por décadas.
El universo interior es pura capacidad de autocontemplación
de uno mismo como objeto de observación. Nosotros nos desdoblamos entre el que
observa y el que piensa, siente, actúa, reacciona... Son dos conciencias
distintas. Si no hay desdoblamiento puede ser, y de hecho sucede
frecuentemente, los sentimientos nos abruman, el dolor de existir puede ser muy
agudo, porque normalmente la capacidad autorreflexiva suele ir unida
experiencias dolorosas. El universo religioso por retrógrado que pueda parecer
es una fuente de ahondamiento en la interioridad. Yo fui formado en una
religión católica que me sumió en terribles conflictos de todo tipo desde mi
más tierna infancia. Comulgué a los seis años inmerso en un espantoso
sentimiento de culpa. Fue cruel e innecesario, pero aquella culpa cósmica no
dejó de tener algún resquicio de potente experiencia existencial que me abrió
camino al descubrimiento de la interioridad. El hecho religioso es muy potente
en este sentido. Los mejores escritores del siglo XX han tenido una fuerte
formación religiosa que ha entrado en conflicto. Me pregunto si el nuevo siglo
y nuestro abandono de la experiencia religiosa puede suponer un nuevo factor de
alejamiento de esta vivencia de lo interior.
El arte es otra posibilidad muy intensa. Todo artista
verdadero vive poderosamente la dualidad de mundo interior y mundo exterior. De
hecho su expresión artística, sea la que sea, se nutre de ese diálogo entre un
mundo de luces y otro mundo de sombras, entre un mundo aparente y otro que
pugna por revelarse detrás de la exterioridad de las cosas. Todo es símbolo.
Todo es imagen trascendente de una experiencia compleja que está más allá de lo
visible. La mente es ese instrumento necesario para el desdoblamiento y,
afilada en su capacidad introspectiva, puede acceder a resonancias que conectan
universos que en apariencia están muy separados.
El alejamiento del arte y de la literatura, el ocaso de la
formación religiosa, la exterioridad con que se da la vivencia de todo en la
educación no favorece la aparición y desarrollo de un rico universo interior.
Yo, modestamente, desde mi área de profesor de lengua y en mucho menor medida
de literatura, lucho además de la ortografía con la pobreza mental de alumnos
que no tienen ningún estímulo para potenciar ese mundo que existe como
posibilidad pero que la cultura de época, en gran parte progresista –oh, los
progresistas-, ha contribuido a orillar y hacer desaparecer como germen de una
mente en la que existan las resonancias de lo misterioso y de lo universal en
conexión con la interioridad como microcosmos activo y creativo.