Creo que tengo alguna perspectiva de la vida y de la
historia, al menos ambas me han interesado mucho como vocación y como materia
de estudio que me cautivaba. He vivido los últimos coletazos del franquismo
estudiando en un colegio religioso en que se castigaba físicamente y se agredía
en el plano personal, he participado en la revuelta política contra este
sistema en organizaciones revolucionarias comunistas de estudiantes, he lanzado
piedras contra la policía, realizado asambleas clandestinas, cortado calles,
puesto pancartas, realizado manifestaciones relámpago en los estertores del
franquismo... He vivido las limitaciones de una dictadura y a la vez mi
capacidad de rebelarme contra ella, de discrepar y actuar en consecuencia. Las
palabras tenían alguna dimensión en nuestros panfletos, en nuestros pasquines,
en nuestro mítines, en nuestras lecturas que iban de Bakunin a Lenin, de Herman Hesse a Roger Garaudy... Éramos demagogos, éramos manipuladores, éramos
revolucionarios que consideraban a las masas como un objeto que había que
transformar, y así hablábamos de masas
avanzadas, masas intermedias y masas retrasadas...
Nunca creí en ello y, a escondidas de mi partido, leía
libros troskistas y a pensadores libres que me llevaban a otros
parámetros que los de la revolución maoísta. En todo caso, lo que quiero
reseñar es que había una profunda revisión de lo dado y una aspiración a lo
inconcreto que me llevaba a disentir, a esperar algo diferente, a latir y
emocionarme con lo injusto y aspirar a otro tipo de sociedad, a alguna utopía.
Sin embargo, en mi edad madura, no sé sinceramente si por
efecto de ella o no y de las limitaciones que ella impone, me encuentro con una
realidad sociopolítica más opresiva que la que viví en el tardofranquismo con
toda su iniquidad. Vivimos un mundo y una realidad reglamentada hasta el último
detalle, vivimos determinados por normativas, por cláusulas y artículos legales
que nos marcan hasta el último suspiro. Creo que el ser humano no ha sido nunca
tan esclavo de lo dado como lo es ahora, y ello le impide ver con dimensión,
pensar utopías, creer en un mundo diferente, hacer lo que le sale de dentro
porque sin duda se encontrará con algún reglamento que le dirá cómo debe mear o
hacerse una paja sin que afecte al común. Creemos tener la libertad de
internet, y yo la disfruto, la hago mía, la exploto y digo todo lo que me sale
de dentro... pero me falta el nivel íntimo de creer en un mundo posible
diferente del que estoy viviendo y observo que todo lo que vivo como docente es objeto de una
reglamentación. Si mis alumnos van a mear tienen que llevar un papelito en que
se consigna la hora, el nombre del meante y la firma del profesor que lo
autoriza. Sin duda es un recurso para acabar con el vandalismo que había en los
lavabos públicos. Toda reglamentación (y las hay para todo) tienen una voluntad
benefactora, para evitar algo negativo. Mis alumnos de la ESO ni de
bachillerato que no sean mayores de edad no pueden salir del centro ni hacer
huelga salvo que sea autorizada por sus padres la falta de asistencia a clase.
Si un alumno se rompe la pierna no puedo llevarle a traumatología si no es en
una ambulancia o en un taxi. No puedo llevarle con mi vehículo por las
consecuencias que se pueden derivar. Todo, absolutamente está reglamentado,
medido, organizado, milimetrado y a la hora de la verdad nuestra vida pasa por
si efectivamente nos hemos ceñido al reglamento dado o no. Esto nos lleva a la
cuestión legal y judicial. Todo se ha judicializado. Añoro el tiempo en que era
un niño con cinco años y deambulaba solo por la plaza del Pilar libre,
absolutamente libre. Era la sensación que podía sentir un niño en la época
franquista: ser libre y desdichado a la vez, pero esencialmente libre. Ahora
los niños están superprotegidos, enclaustrados, vigilados por profesores y
padres y no se les permite jamás el licor de la libertad que conlleva
inevitablemente riesgos. Hemos pretendido evitar riesgos en nuestra vida y en
la vida de nuestros hijos y hemos generado la sociedad más opresiva y dictatorial
que he conocido. Ya sé que todo es por nuestro bien, que he de renunciar al
noventa por ciento de mi libertad para lograr seguridad en mi vida, que mis
hijos han de vivir limitados sin disfrutar nunca de libertad (yo seré el
principal limitador). Que todo lo que yo haga debe estar normativizado,
determinado... hasta mi vejez y mi muerte en que se me hará un funeral con
música tal vez que estará también totalmente ajustado a la normativa vigente.
El ser humano del siglo XXI desconoce el sentido de la libertad.
La ha perdido por el camino para reforzar su seguridad. Es mejor, nos decimos,
estar en una jaula y estar seguros que libres en campo abierto e inseguros.
Todos nos hemos metido voluntariamente en una jaula dorada (aunque ahora
empieza a revelar que sus barrotes son de latón). No hacen falta censores ni
policía política, nosotros somos nuestros principales guardianes y represores.
Hemos interiorizado la represión como forma esencial de vida en sociedad en
aras del bien común. Ni Freud ni Jung pudieron sospechar esto: que los
seres humanos aceptarían libremente vivir constreñidos y encadenados para
evitar el dolor, las asechanzas del destino y la muerte. Y que serían más esclavos que nunca de los poderes económicos en medio de una supuesta sociedad democrática.
En algún sentido envidio a los tuaregs que son todavía hombres libres. Tal vez debería abandonar
esta jaula de oro latonizado e irme al continente donde hay pobreza pero
también hay libertad, esa que nosotros hemos abandonado en el camino.