Recuerdo que a mis once años descubrí los libros. Conocía
los libros de texto, las enciclopedias, pero desconocía que hubiera libros de
lectura para niños que recreaban series famosas de televisión o personajes
inventados que vivían aventuras extraordinarias. Había leído miles de tebeos,
la literatura de los niños en un tiempo ya lejano, pero no había tenido en mis
manos un libro. El descubrimiento me llenó de sorpresa y me maravilló. No podía
creer que existiera algo tan prodigioso como ese artefacto llamado libro.
Así hasta ahora en que sigo sintiendo cosquillas en el
estómago cuando compro un libro –digital o en papel- anticipando el placer que
sentiré con su lectura. Mi relación con la lectura ha sido cambiante e incluso
he pasado etapas en que he creído que la literatura me había abandonado como
una amante despechada, y he dejado de leer no sin remordimiento.
Afortunadamente fueron pasajeras y la realidad me ha llevado de nuevo a frecuentar
los libros como un refugio ante las inclemencias de la vida. Creo que acumulo
pocos méritos en mi existencia pero uno sí me acompaña, el de ser un lector
apasionado. No entendería mi modo de estar en el mundo sin la presencia
continua, aunque a veces conflictiva, de la literatura, de la buena literatura.
A veces empiezo un libro con muchas expectativas, y cuando
llevo leídas unas sesenta páginas me doy cuenta de que hay algo en él que no me
atrae, no me siento cómodo leyéndolo, la voz narrativa o el estilo del autor no
se identifica con mi estado vital, lo que no quiere decir que en otro momento
sí que me hubiera congraciado con él. Es lo que me ha pasado estos días con la
magna novela Vida y destino de Vassily Grossman. Sé que es una
espléndida novela, pero adentrado en ella no me sentía seducido ni atraído para
continuar su lectura. Era un esfuerzo recomponer ese mundo narrativo en que
aparecen docenas y docenas de personajes hilvanados por la guerra ruso-alemana.
Dejé de leerla y busqué algo que me llevara a permanecer dentro de la narración.
Ya no soporto un libro que me haga estar a la fuerza en él. Lo abandono.
Cuando leo quiero sentirme cómodo, me gusta sentirme
identificado con la voz narrativa, estar en un paisaje y un territorio amable,
que sus reflexiones de una forma u otra estén cerca de mi cosmovisión, que sus
personajes me sean entrañables aunque puedan ser odiosos. Hay novelas que me
fascinan. He leído mucho los últimos años. He descubierto la voz de José Luis Sampedro cuya novela El río que nos lleva y La sonrisa etrusca me han conmovido, no
así la lectura de Octubre, octubre,
de la que me sentí lejos y no proseguí con ella. No soporto la voz pretenciosa
del narrador de Javier Marías. He
leído dos de sus más reconocidas novelas y sé que no me volveré a encontrar con
él. No niego su calidad pero si puedo elegir, desde luego no será una de sus
narraciones la que escoja. Me ha interesado mucho la novela de Juan Marsé El embrujo de Shanghai. No es nueva aunque llevaba más de veinte
años sin leer a este autor catalán. Releí recientemente La lluvia amarilla de Julio
Llamazares y me gustó esa existencia solitaria, entre fantasmas, en un pueblo abandonado, del último habitante
de Ainielle, un lugar del Pirineo
aragonés. La había leído hace más de veinticinco años, cuando la publicaron, y
ahora he vuelto a ella. He leído Intemperie
de Jesús Carrasco, una opera prima magnífica. En un año lleva
más de quince reediciones y ha sido editada en unos catorce países, lo que
demuestra que la calidad también se abre paso a pesar de ser un autor novel. He
leído con enorme placer El sueño del
celta de Mario Vargas Llosa, narración
que recrea la figura de un irlandés, Roger
Casement, que luchó por los derechos de los africanos del Congo y los habitantes de la Amazonia ante la depredación criminal de
las compañías explotadoras de los recursos naturales de dichas regiones. La
novela del premio Nobel muestra que se puede expresar un excelente castellano
sin que suponga una dificultad para el lector que se sumerge en sus páginas. Memorias de Leticia Valle de Rosa Chacel me
pareció una novela exigente para el lector que ha de transitar por las elipsis
narrativas de la narración. Demasiada
felicidad de Alice Munro me ha
llevado a reconocer la calidad magnífica de esta narradora canadiense que
expresa historias complejas con personajes aparentemente normales. Incluso este
verano me compré Canción de fuego y hielo
(Juego de tronos) de George R.R.
Martin teniéndome varios días enganchado a este comienzo de la saga,
reconociendo que tiene una calidad y aliento épico formidables en la
construcción de un mundo singular y propio.
Leo a golpe de inspiración, a veces recorriendo mi
biblioteca en busca de joyas olvidadas. Así descubro maravillas que llevan
veinte años cogiendo polvo desde que las compré. Me pasó hace un tiempo con La montaña mágica de Thomas Mann. Ese libro me había estado
esperando más de dos décadas para llegarme en un momento cenital de mi vida.
Otras veces rastreo Amazon en busca
de obras o autores que me inspiren. Ahora estoy leyendo El mapa y el territorio de Michel
Houellebecq cuya textura narrativa me está atrayendo poderosamente.
La literatura es alimento para el espíritu. No entendería la
vida sin la literatura. Pero necesito sentirme atraído por el mundo narrativo
que se me propone. Necesito sentirme atraído por la voz que me cuenta la
historia, necesito sentirme aposentado en su mundo narrativo, sentirme próximo
al autor, que el territorio de la ficción sea amable aunque luego me dé un
puñetazo en el estómago, lo que es también interesante.
A veces cojo un libro de la estantería y solo con unas páginas
puedo detectar si su prosa y su voz narrativa me es deseable como compañera
durante un tiempo.
¿Qué libros habéis descubierto recientemente que os hayan
atraído y que recomendéis? ¿Qué voces de narradores os han seducido cuyos mundos
os han resultado cercanos y que queráis poner en común? ¿Hay alguna joya que
queráis comentar?