Ayer explicaba en un curso de Cuarto C (casi adaptación curricular) el tema de la presencia de Dios entre los autores de la generación del 98. Les llevé un poema de Antonio Machado en que evocaba un sueño en que se le aparecía Dios dentro de su corazón. Les hablé del conflicto humano y vital de autores como Unamuno y Machado a la hora de conciliar fe y razón: el hecho de sentir nostalgia de una fe sencilla e infantil en que Dios tenía un lugar cardinal y la realidad de su pensamiento crítico y adulto que impedía tal fe. Un conflicto desgarrador en ambos autores. Machado escribió que había estado buscando siempre a Dios entre la niebla y Unamuno escribió la famosaOración del ateo que confirma dicha contradicción de modo evidente y palmario.
Sentí que el tema no motivaba especialmente a la mayoría de los alumnos en su mayoría musulmanes. De hecho la literatura no suele atraerles como ya he comentado en ocasiones anteriores. Sin embargo, algunos alumnos se sintieron atraídos por el debate. Una alumna musulmana peculiar, alzó la voz -tras dos años de silencio- para preguntarme si yo creía en Dios. Entendí que era una pregunta importante y que yo no debía descartarla con displicencia. Le respondí con toda sinceridad: No, no creo en Dios. Para creer en Dios hay que sentir previamente su necesidad, y no no siento necesidad de Dios en estos momentos. Le dije que me sentía atraído por una religión atea llamada budismo conformada en torno a la práctica de Buda que tiene su centro en la consideración fundamental del sufrimiento en la experiencia humana, el sufrimiento y la pregunta esencial de encontrar el camino para hacer desaparecer dicho sufrimiento.
Sentí el rostro de sorpresa de aquella alumna musulmana que recibía una respuesta totalmente alejada de su experiencia vital y cultural. Otros alumnos, pocos, se interesaron por el tema del ateísmo de Unamuno y Machado. La mayoría se sintió desinteresado o yo no percibí en grado alguno su implicación en el debate. Solo al final un alumno latinoamericano sintió necesidad de alguna precisión sobre la cuestión en un momento en que la clase se orientaba al desorden puesto que se aproximaba su finalización y el timbre del patio estaba a punto de sonar.
A veces uno siente la impresión de la inutilidad de sus explicaciones sobre temas que no les pueden atraer a priori a estos muchachos pero sin embargo entiendo que hay individualidades - aunque sean radical minoría- que van más allá de la media y que quieren pensar. En ese diálogo extraño a veces uno debe reconocer su falta de habilidad para expresar conceptos complicados entre alumnos de nivel bajo o de intereses totalmente divergentes.
No sé cuál es la respuesta. No sé que resortes del ser humano debe alimentar un profesor o cuál debe ser su nivel de motivación entre alumnos que no quieren ser estimulados. Sin duda uno puede encontrarse sorpresas entre los estudiantes, pero corre el peligro de aburrir soberanamente a un noventa por ciento que necesitan especialmente otro tipo de divertimento para poder pasar el rato en clase. O simplemente no es lo que necesitan existencialmente. No obstante, el profesor no puede prescindir de quien es y no puede renunciar a sus núcleos más íntimos de pensamiento.
Quiero decir que tal vez me compensen las tres preguntas que me hicieron en clase alumnos musulmanes y latinos (uno de ellos especialmente creyente) que mostraban su interés especial en el tema ante la desidia generalizada que se percibía en el aula cuando acabó la parte pragmática de la clase que consistía en la métrica y rima de un poema de Antonio Machado que recogía esa fe ingenua que producía calor en el alma del poeta. Los sueños paraAntonio Machado tienen un valor añadido y en este había colores de rojo hogar, y la presencia de Dios en el centro de su sentimiento vital.
Tuve conciencia de que este tema solo podía conmover a aquellos que hubieran sentido algo parecido, o para los que la presencia de Dios en su vida tuviera alguna importancia. Fue una experiencia extraña, estimulante y desasosegante a la vez. El profesor ha de realizar cierta dosis de violencia en el aula para desplazar los núcleos de estabilidad inerte que abundan entre el alumnado para llevarlos a zonas más inciertas, dudosas y ambiguas.
No tengo nada claro que lo consiguiera. De hecho salí del aula dominado por una fuerte desazón. Había hecho tal vez lo que tocaba, pero no sé si tocaba lo que había hecho.
Admiro a los profesores que no tienen dudas, pero no soy uno de ellos.
Admiro a los profesores que no tienen dudas, pero no soy uno de ellos.