Llevo más de seis años escribiendo en el blog y antes de
esta experiencia era un contumaz diarista que reflejaba con pasión mi devenir
vital. Empecé a escribir diarios a los doce años y desde entonces no he dejado
de escribir. Algún amigo me ha animado a crear algo más comprometido y con
más estructura literaria. Sin embargo, yo me sé inhábil con el lenguaje y soy
consciente de mis limitaciones en el campo de la escritura a pesar de haberme
pasado toda la vida escribiendo de una forma u otra e intentando plasmar mis
reflexiones y las imágenes que me pasan por la cabeza. Además profesionalmente,
he tenido que leer miles y miles de ejercicios de expresión escrita a lo largo
de más de treinta años. Mi experiencia no tiene por qué ser extrapolable pero
es mi experiencia, la única que tengo, y ella me permite ser testigo del paso
de distintas generaciones y su relación con el lenguaje.
Soy consciente de unas dificultades crecientes en el uso de
estructuras sintácticas que implican el establecimiento de juicios lógicos que
se expresan mediante el uso de las conjunciones (causales, consecutivas,
concesivas, distributivas, adversativas...), la relación de los distintos
elementos del discurso, el uso de las preposiciones, la adjetivación
valorativa, el uso de la subordinación... y sobre todo, en el campo léxico, un
empobrecimiento del número de términos conocidos y utilizados y que reflejan un
cercenamiento de los matices de la expresión escrita que llegan a ser
desoladores...
Un lenguaje pobre es reflejo de un pensamiento pobre y, en
consecuencia, un pensamiento rico necesita del soporte de un lenguaje alto en
calorías expresivas. No es posible expresar la complejidad, la sutileza, la miríada
de matices distintos a que lleva la contemplación y la valoración de la
realidad mediante un estilo esquemático, simplón y elemental. Observo la
calidad de los juicios en mis alumnos de la ESO y de bachillerato
proponiéndoles ejercicios de interpretación, y mi impresión es que cada vez es
más pobre la realidad con que me encuentro. Pero no son solo ellos los que son
vehículo del empobrecimiento del lenguaje y de la versatilidad del pensamiento.
No. Suelo leer los comentarios que escriben adultos en la prensa digital y para
mi desesperación, están llenos de faltas de ortografía, de errores garrafales
de construcción lógica y de puntuación y además revelan una penuria léxica
desoladora. No es extraño que predomine en ellos la agresión, el insulto, los
argumentos ad hominem, la división
del mundo entre buenos y malos, el esquematismo conceptual, y los trazos
gruesos frente a la sutileza en el pensar y el decir.
Se tiende a pensar a través de fórmulas preestablecidas, en
base a eslóganes, en función de juicios a priori, estereotipos y clichés, y
luego se vierte en un lenguaje cada vez más pobre y mecánico sin la
articulación precisa que permite y desarrolla la sintaxis intuitiva. No me cabe
duda de que el uso del lenguaje se ha empobrecido en las sucesivas generaciones
que he ido observando. Aun recuerdo con admiración a una tía mía que no tenía
estudios y que a sus noventa años se expresaba con una riqueza sorprendente en
el uso de conjunciones y giros lingüísticos, pero ella formaba parte de un
tiempo en que la adquisición del lenguaje era algo que se prestigiaba, en que
las personas atesoraban la riqueza idiomática como parte de un preciado
potencial personal.
Hay un curso del profesor Maurer que se publicita en la radio que habla del inglés con mil
palabras. Yo me pregunto en mi experiencia diaria como profesor y corrector de
ejercicios cuántas palabras utilizan mis alumnos en sus propuestas escritas y
orales, y desde luego dudo que sea superior a doscientas palabras, y no es por falta de modelos
lingüísticos, que llegan hasta ellos a través de textos escritos y que tienen que
ser para ellos incomprensibles por la riqueza que suponen. Es extraño y casi
inexistente el joven (pero no solo ellos) que pretende enriquecer su lenguaje, adquirir
nuevas palabras, expresarse con mayor corrección y complejidad y hacer fluida la calidad de juicios lógicos. Los profesores de lengua nos enfrentamos a una
barrera idiomática al encontrarnos con una filosofía de época que desprecia el
lenguaje como instrumento de análisis e interpretación del mundo y se limita a
formulaciones expresadas en un idioma propio de indios en que se revela una
pobreza demoledora.
El conocimiento es elástico igual que el lenguaje, igual que
las facultades del alma. Si no lo forzamos, si no hacemos ejercicio
continuamente y con conciencia clara, nuestra capacidad expresiva se va
anquilosando, languidece, se simplifica, se deteriora... pero lo peor de todo
es que no se es consciente de ello, no se presta atención a la riqueza que
supone el lenguaje. Es sintomático que los futuros profesores de las escuelas
de formación del profesorado lleguen a la carrera cometiendo numerosas faltas
de ortografía y que esto no sea una barrera fundamental en la valoración de sus
exámenes y trabajos. Muchos profesores no son, en consecuencia, exigentes con la
ortografía porque ellos se sienten inseguros y cometen múltiples faltas en sus
ejercicios y en sus textos. En mi centro, muchos profesores se niegan a
corregir faltas de ortografía a los alumnos, al no ser profesores de lengua, y
entienden que esta es una tarea exclusiva de estos, aunque la razón última
estriba probablemente en que se sienten inseguros y que piensan que si ellos
cometen faltas quiénes son para exigir a sus alumnos.
En consecuencia, un lenguaje pobre revela estructuras de
pensamiento pobres e implica juicios maniqueos y estereotipados carentes de
versatilidad y sutileza. La sociedad no es consciente de ello y deja que el
lenguaje se deteriore, y nosotros como profesores no podemos hacer sino
cerciorarnos de la catástrofe que se está gestando en la entraña misma de la
lengua sin que se preste atención alguna a ello, mirando con fascinación el
dedo que apunta a la luna.