Acababa de comenzar mi carrera de Filología y asistía maravillado a mis primeras clases y al panorama político que bullía en la universidad. Todo un mundo de cultura nuevo se abría ante mí. La historia y la filosofía me atraían poderosamente. Entré en la universidad como alumno independiente -eran los estertores del franquismo y la incierta transición, que fue una época mucho más convulsa de lo que se ha dado en creer- para terminar militando en tercero de carrera en un partido de extrema izquierda de tendencia maoísta. Los dogmas del marxismo-leninismo se imponían entre mis compañeros de universidad y de partido. Todo debía estar al servicio de la revolución. El partido era dios y su línea política representaba siempre la verdad revolucionaria. Los del Partido Comunista eran traidores y revisionistas, los troskistas eran izquierdistas y eran muy peligrosos, los anarquistas eran abominables, otro partido maoísta cercano en ideología era reformista... De hecho, en nuestras reuniones de célula se estimaba como algo impensable una relación sentimental entre un militante de nuestro partido con una muchacha troskista. Era abiertamente incompatible, igual que se criticó acremente a un candidato a militar en nuestra formación política porque era muy aficionado a la literatura, que era en realidad un vicio pequeño burgués. No se le admitió como militante, de igual modo que a otro se le criticó duramente los motivos burgueses e individualistas de su pintura.
Había libros indispensables que leí, estudié, y que aún recuerdo. De Marx: El manifiesto comunista; de Lenin: ¿Qué hacer?, El estado y la revolución, Un paso adelante, dos pasos atrás, Materialismo y empiriocriticismo, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática; de Mao Tse Tung, El libro rojo cuya posesión clandestina durante el franquismo era equiparable a una experiencia erótica cuando lo teníamos por primera vez en nuestras manos. Por supuesto estaban proscritas las lecturas de teóricos anarquistas o troskistas que eran vistos abiertamente como contrarrevolucionarios.
La militancia en el partido era claramente sectaria y el núcleo dirigente se creía en posesión de la línea política correcta. Las relaciones sentimentales entre miembros del partido formaban parte de la vida política (y eran criticables) y las parejas más que de novio y novia eran de camaradas. Hasta el orgasmo era un acto de camaradería.
Yo disimulaba en las reuniones de célula porque a la vez que creía reconocer la utilidad de aquella militancia para dirigir a las masas hacia la revolución -me hechizó durante un tiempo la idea de revolución- siempre fui un escéptico y me gustaba la poesía, la literatura, y leía a escondidas a Kropotkin (La conquista del pan, Palabras de un rebelde) o libros de historia escritos por los socialtraidores troskistas. Recuerdo que leí horrorizado en dos noches un libro de casi mil páginas -cuyo autor no recuerdo- que era una historia de la revolución rusa y el estalinismo contados desde el troskismo. Algo no me cuadraba, ni me convencía que a nuestros compañeros de universidad los calificáramos de masas a las que había que dirigir mediante nuestras consignas . Unos eran masas atrasadas y otros, masas intermedias; otros, masas avanzadas, aquellos que estaban ya a punto de dar el paso a la militancia a una organización de masas, previa al partido.
Nadie que no haya pasado por aquello es consciente del funcionamiento de secta que era la militancia en un partido revolucionario. Nos reuníamos varias veces por semana en reuniones de a veces más de tres horas para entender la línea del partido. Acudíamos a citas de seguridad cuando había alguna acción revolucionaria que ofrecía algún peligro. Extremábamos la precaución por miedo a los seguimientos o a las delaciones. Lo importante eran la acción, el compromiso político y la disciplina dirigidos por la línea correcta de nuestro partido que era la vanguardia del proletariado. Desconfiar era el más terrible error y la más ominosa de las traiciones. Si hubiéramos estado en otra época o situación política, aquello hubiera significado la desaparición física.
Queríamos transformar el mundo, hacer la revolución, instaurar la dictadura del proletariado... Para ello todo valía. Pensábamos que para transformar al ser humano había que hacer primero la revolución dirigida por un partido auténticamente revolucionario.
No me extraña que cuando murió Franco, llegó la transición y vino la democracia el partido se despendolara y la mayor parte de los cuadros dirigentes se pusieran a follar como locos. Unos salieron del armario gozosamente, y otras apostaron por el amor libre. Un ansia lúbrica parecía dominarlo todo y olvidábamos un tanto nuestras reuniones. La revolución no parecía tan inminente, y lo que antes era contrarrevolucionario se adueñó de nuestras vidas. Empezaron a apreciarse el arte y a los artistas y los viejos libros marxistas por los que éramos perseguidos empezaron a echar telarañas en los estantes. Los camaradas universitarios que se habían ido a trabajar al campo obrero cobraron interés sexual y se cotizaron doblemente. Yo me fui a trabajar como peón a la construcción a ver si adquiría sex appeal y algún éxito tuve.
Comenzamos a leer a Althusser, a Foucault, a Juan Goytisolo... y la vida heterodoxa se adueñó de nosotros y cambiamos todo lo anterior por Pink Floyd, AC/DC, Los Ramones, Los Sex Pistols, Led Zeppelin, The Clash... Aparecieron como una revelación Carlos Castaneda, Artaud, Georges Bataille, Lautremont, Cortázar, Octavio Paz, Rimbaud, Poe...
Hubo un tiempo incluso que me fui a Ibiza a trabajar en la construcción de una discoteca, pero esta sería otra historia. El mundo se había puesto en movimiento y vivíamos nuestra juventud frenéticamente. ¡Qué huracán de emociones despertó el postfranquismo! Hasta las masas atrasadas que tanto despreciábamos antes se convirtieron en objeto de culto para nosotros sobre todo si eran atractivas. Un día, sin pena ni gloria, abandonamos aquel cascarón ideológico del marxismo y nos fundimos con la vida en estado puro, sin consignas ni etiquetas.