No sé cómo lo descubrí. No sé cómo uní los dos estímulos. Debía de tener siete años y ya había hecho la primera comunión en uno de los días más ominosos que recuerdo. Hoy pienso que fue fruto de una inspiración genial. Estaba en casa de mis tías solteronas, Elda y Angelita. La primera era huraña y malhumorada mientras que la segunda siempre estaba de buen humor y tenía ganas de cantar y hacer bromas. Preparaban una de las mejores paellas que he comido en mi vida en la que el arroz tenía un color oscuro por las alcachofas que le añadían. Cuando iba a su casa, me maravillaba el aire antiguo que tenían todos los muebles, los techos altísimos, el largo e interminable pasillo, las baldosas que se movían cuando las pisabas, el cuadro de época -un hidalgo sombrío y solemne con gorguera, con la mano en el pecho, cuyo rostro me producía miedo cuando pasaba junto a él: ellas pensaban que era un cuadro valiosísimo por la antigüedad que tenía ¿siglo XVII?-, el despacho de muebles oscuros y siniestros... Todo era un espectáculo para un niño imaginativo e hipersensible.
Un día que estaba solo -mis tías habían ido al mercado y no volverían en un buen rato- me dio por beber agua. Me bebí un vaso de agua del grifo, me quedé con sed (era verano), seguí bebiendo y fueron cayendo más vasos. Ya no tenía sed pero volví a abrir el grifo y echaba más agua. Así hasta nueve o diez vasos. Aquello me produjo un fuerte mareo. ¿Habéis probado a beberos dos litros de agua sin parar? No sé por qué pero aquello me produjo un estado próximo a la ensoñación. Me puse a deambular por la casa, de un lado a otro, hasta que entré en el baño. Vi la gran bañera de metal blanca y sostenida por cuatro patas. Bebí otro vaso de agua y entonces se me ocurrió tomar el espejo que estaba encima del lavabo. Lo descolgué y lo cogí con mis dos manos a la altura del vientre. El espejo reflejaba lógicamente el techo. Comencé a caminar por la casa mirando únicamente al espejo. ¡Ohh! -exclamé- Iba andando por el techo. Tenía la impresión de haber cambiado de dimensión y moverme en un mundo aparte. Mi hinchazón por el agua y el juego del espejo reflejando el techo me transportó a un mundo distinto. Lo más sorprendente era cuando tenía que salir de una habitación y entrar en otra o al pasillo porque había de sortear el dintel de la puerta. Lo hacía con suma precaución, alzando primero un pie y luego el otro. Estaba al otro lado del espejo, en otra casa, en otro mundo que era sólo mío, era como un mundo en negativo del que estaba acostumbrado a ver cotidianamente. Aquella no era la casa de mis tías, era la casa de otras tías que estaban en otro lugar. Vi la realidad transfigurada, dotada de una nueva luz. ¡Qué sensación de sorpresa! ¿Nadie conocía aquel mundo excepto yo? Fui de una habitación a otra atravesando el pasillo en el que sorteaba las luces anticuadas del techo, la lámpara de madera oscura del despacho, los desconchados en que la pintura estaba cayendo, entraba y salía de las habitaciones con sumo cuidado de no tropezar... No sé cuánto tiempo pasé así, pero de pronto oí la voz cantarina de Angelita que llegaba por la terraza que daba a la escalera. Me llamaba. Fui caminando deprisa por el pasillo hasta el baño sin salir de mi hechizo. Volví a colgar el espejo en las dos escarpias y salí del baño confuso sin saber en qué dimensión estaba. Me costaba andar por el mundo de este lado. Angelita y Elda abrieron la puerta de la cocina y yo me quedé mirándolas extrañado de estar aquí, en este ángulo.
Podrá parecer extraño que traiga este recuerdo aquí. Volví a repetir aquello siempre que tenía ocasión. Para ello sólo hacían falta tres elementos, todos maravillosos para un niño: soledad, agua y un espejo. Hace unos días visité en el MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) unas instalaciones del artista brasileño Cildo Mereiles, y tuve una impresión semejante sin necesidad del agua o del espejo. El artista nos trasladaba a espacios mágicos, a otras dimensiones, a lugares cuyas imágenes no veo sino existentes en el mundo poderoso de la infancia. En una entrevista que hoy publica El Periódico de Catalunya, Cildo Mereiles dice acerca del sentido del arte: El arte es algo que te secuestra del momento y del lugar. Viajas. Quizá porque te mueve algo que procede de la infancia, un relámpago de lo que se materializó...
No me cabe duda de que yo aquel día estaba dando mi réplica personal a la experiencia reciente y sórdida de mi primera comunión. Allí estaba descubriendo mi mundo personal, extraño y enigmático. Toda mi vida he estado persiguiendo recuperar aquella sensación primigenia del sentirme aéreo, ligero, de caminar por el otro lado de las cosas. La literatura y el arte en general nos conectan con otras dimensiones, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, como si camináramos por el techo y uno no puede sino sentirse estremecido de emoción estética. Había llevado a cabo una de mis primeras “acciones poéticas” y había tenido una reflexión artística de modo inconsciente.
A veces he hecho cerrar los ojos a mis alumnos, les he propuesto respirar hondo varias veces y he iniciado con ellos un recorrido imaginario en que iban descalzos a través de su casa y de pronto llegaban a una puerta. La abrían y salían a un bosque cubierto por el musgo. Les he descrito sensaciones en sus pies andando por el bosque y cuando encontraban un arroyo de agua helada, y han podido sentir el frío, el aire en su rostro, sus manos acariciando la corteza de los árboles, algunas suaves y otras rugosas. Entonces se desnudaban y caminaban solos por el bosque, oyendo el rumor de las hojas, el trino de los pajarillos, las irregularidades de la tierra y el musgo. De pronto pisaban una piedra, pero el dolor era agradable.
Faltaban cinco minutos de clase (en el tiempo de fuera), pero ellos estaban en otro lugar misterioso. Les hacía volver poco a poco, vestirse, y llegar de nuevo a la puerta por que habían salido. Volvían a entrar en su casa y entonces sonaba el timbre para salir al patio, y muchos daban un suspiro volviendo aquí, a este lado... Abrían los ojos, les costaba reaccionar, cogían el bocadillo de chorizo o mortadela e iban saliendo lentamente de clase al patio. El de este lado.