Fotografía de Diane ArbusHay lunes que acompaño a mi hija al ortodoncista, los famosos hierritos o brackets adolescentes, ya saben, y mientras espero hojeo alguna revista. Hoy eran todas de salud y belleza… y había un Hola. Lo he cogido. Me he quedado fascinado en el primer reportaje. Se trataba de uno sobre la familia Finat en su palacio del Carrascal de estilo nórdico. No sé dónde estaba. Sólo recuerdo que este palacio se construyó a principios de siglo y una vez estuvo el rey Alfonso XIII participando en una cacería.
Toda la familia Finat posaba en la frontal del palacio. Estaban los marqueses de Pastrana y las diversas generaciones de la familia, incluidos los niños. Luego se nos ofrecían perspectivas de las escaleras regias con tapices nobles, las habitaciones todas iluminadas maravillosamente, los salones, la biblioteca…
Pero, me pregunto ¿por qué me parecen tan imbéciles los ricos? ¿Serán sus rostros llenos de autosatisfacción, de petulancia, de sentirse plenos en la vida…? ¡Cómo pueden ser tan inanes! ¿El tenerlo todo imposibilita la comprensión recta de la vida? No sé, pero sus rostros son la imagen del vacío lleno de solemnidad y estupidez. Detesto a los que lo tienen todo. ¡Cómo me atraen más esos personajes del programa Callejeros de la cadena cuatro en que salen personas que tienen toda la vida en contra y nos muestran sus casas sórdidas! La riqueza tiene algo que repele. Es la autosatisfacción, es esa mirada en que uno muestra a la cámara y le dice que está muy contento en ser como es y de toda su historia y del linaje de su familia, y de sus riquezas, etc, etc.
Pienso que esta gente necesitaría un buen fotógrafo para que les sacara favorecidos, un poco interesantes. Pienso en aquella genial fotógrafa que se suicidó a los cuarenta y nueve años, una edad magnífica para hacerlo y si no se hace a esa edad ya mejor esperar a mejor circunstancia. Imagino que conocen a Diane Arbus, la fotógrafa norteamericana que retrataba a perturbados mentales, fakires, nudistas, gigantes, travestis, damas decadentes… y proporcionaba a sus modelos una extraña densidad e interés. Retrataba lo cotidiano proporcionándole la pátina de lo extraño. Sus imágenes nos seducen porque nos muestra la extrañeza de lo normal y lo normal de la extrañeza. Se adentró en lindes peligrosas. Su fotografía es todo lo alejado de esa sensación nauseabunda de la autosatisfacción.
Sé que no soy perfecto, y tengo muchas cosas de que arrepentirme. Mi historia son algunos casos que recordar no quiero. No siento satisfacción. Me sé pecador, tonto en la mayor parte del tiempo… y eso me permite contemplar a los demás con esa mirada que uno llamaría compasión despojándola de todo sentido cristiano de menosprecio o de mirada altanera o de suficiencia.
Me gustaría fotografiar a mis alumnos, cuanto más bandarras mejor. Las clases son luchas contra la entropía. Es difícil establecer el sentido del orden, de lo apolíneo. Recordando a Ingmar Bergman –uno de los dioses de esta casa- las clases son Gritos y susurros, aunque predominan los primeros. ¡Qué magníficos sujetos fotográficos serían mis alumnos de vida aperreada! Implicarían la vida en estado puro y en ese proceso terrible que es la adolescencia que alguien comparó con una montaña rusa sin freno.
¡Qué imbéciles parecen los ricos que lo tienen todo! Dudo que alguno lea este post. Dudo que algún miembro inane de la familia Finat lea o se manche con la blogosfera, lo que implica que no se sentirán atacados u ofendidos por este post que recuerda a la fotógrafa Diane Arbus e Ingmar Bergman, dos artistas populares y aristocráticos. Es difícil ser auténticamente aristocrático sin haber sentido el filo de la navaja en el cuello o haber compartido con el pueblo sus desventuras. Que les den por ahí. Están vacíos. Esa es nuestra alta sociedad, la que puebla las páginas del Hola. En fin, reflexiones de una tarde en el ortodoncista.