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domingo, 21 de enero de 2007

El viaje


Este invierno de elevadas temperaturas ha dejado sin nieve la mayor parte de las estaciones de esquí en España, especialmente en Cataluña. Produce tristeza ver la crestas de la cordillera pirenaica totalmente peladas y sin una brizna de nieve. Esto reflexionaba ayer cuando llegamos desde Barcelona a la zona que nos iba a llevar al valle de Nuria en el pirineo oriental. La subida lleva, desde Queralbs, unas tres horas de gran esfuerzo puesto que se salva un desnivel de casi mil metros.

Íbamos tres excursionistas: Iván, José Ignacio y yo. Iván es mi cuñado y éste había organizado la caminata para que conociera a José Ignacio, un personaje singular cuya afición, o mejor dicho, pasión es la de recorrer el mundo en bicicleta. Buena parte del trayecto en coche y luego haciendo el ascenso fue para preguntarle por sus viajes, los ya realizados y los que tiene en proyecto. Su vida es viajar con su bicicleta. Sabe que no puede tener novia porque no encontraría una que estuviera dispuesta a compartir su proyecto de vida. Ha dado la vuelta a España y ha realizado varios viajes de los cuales el último hace dos años fue recorrer América Latina desde la Patagonia hasta Perú. Su bicicleta lleva un remolque, un carrito, que arrastra cuarenta kilos de equipaje, todo lo necesario para viajar ocho o nueve meses que es lo que suelen durar sus viajes. Nos trajo álbumes de fotografías en las que aparecían imágenes de la Patagonia con el glaciar estrella llamado el Perito Moreno en el Parque Nacional de los Glaciares de Argentina. Desde la Patagonia donde soplaba un viento continuo atormentador fue arrastrando su carrito por la geografía argentina y chilena, atravesó Bolivia y llegó a Perú donde visitó el Machu Pichu.

En todas partes encontró buena gente dispuesta a ayudarle y darle cobijo, así como para invitarle a comer o a tener un rato de buena compañía. De este viaje han quedado buenas amistades a las que piensa volver a ver en su siguiente periplo que comenzará en julio, sólo que esta vez comenzará en Venezuela, seguirá por Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Brasil, Paraguay y Argentina hasta llegar a Mendoza donde tiene buenos amigos. Desde allí volverá a España.

Me fascina la conversación con José Ignacio. Es un aventurero al que preguntaron en un periódico por qué hacía esto y él debio responder sencillamente que para conocer mundo, a otras personas y para encontrarse a sí mismo. Cuando vuelve a España tiene trabajos, siempre al aire libre. No soporta estar encerrado en un edificio. Ahora trabaja de jardinero. En los dos años de descanso obligado para conseguir dinero -me subraya que no es un hijo de papá- para su siguiente viaje, vive con sus padres y las dos iguanas de más de un metro y medio que tiene su hermana en casa. Ahorra y ahorra para realizar su siguiente sueño que no es otro que viajar. Otro proyecto para dentro de cuatro o cinco años es la de darle la vuelta al Mediterráneo. Tiene algunos puntos como irrenunciables: el Vesubio y la ciudad de Pompeya, las pirámides egipcias, Israel y Siria, los templos griegos…

José Ignacio no está atado a nada, sólo a su bicicleta. No sabe cuándo se irá de casa de sus padres. Probablemente nunca. Sería imposible tener vivienda y pagarla y seguir realizando su máxima ilusión que es viajar y conocer mundo.

La conversación con José Ignacio me produce una gran satisfacción. Su planteamiento está alejado de los tópicos sobre lo que debe ser una vida normal. Él no se considera un aventurero, pero yo pienso que sí. Pertenece a la estirpe - que yo he admirado tanto- de los grandes viajeros, los devorados por la pasión de recorrer el mundo, estos viajeros que han de ser solitarios por necesidad, aunque cordiales puesto que no hay nada que abra tanto a las personas como estar solo durante varias jornadas y encontrar a alguien con quien poder charlar y compartir una velada. Viajar te hace abrirte a los demás. Los viajeros en general son gente que está dispuesta a compartir momentos intensos de conversación, a intercambiar experiencia e historias. Es otra estirpe, a la que pertenecí un tiempo, pero las necesidades de la vida, las relaciones de pareja, los hijos, la vivienda… te van atando a un mundo más cerrado, más íntimo, más convencional. Queda eso sí, la nostalgia de un mundo en movimiento, cambiante cada día de horizontes, en estado puro de aventura. Sí, mi añoranza en este día con telón de fondo de los Pirineos vacíos de nieve. Pienso en el glaciar Perito Moreno en la Patagonia, que nunca veré, y pienso en el tiempo que le queda antes de fundirse como consecuencia del cambio climático. Me gustaría que mis alumnos pudieran escuchar la experiencia de un viajero singular, de un joven que ansía viajar así como tejer relaciones humanas sin acritud y con cordialidad.

miércoles, 17 de enero de 2007

Madeleine Z.


Madeleine Z, una enferma de sesenta y nueve años, que padecía una enfermedad progresivamente paralizante, se ha quitado la vida durmiéndose, dulcemente, acompañada por dos voluntarios de la asociación Derecho a Morir Dignamente. Madeleine vivía sola y sufría intensos dolores y cada vez sus músculos le respondían peor. La enfermedad –esclerosis lateral amiotrófica (ELA)- le fue diagnosticada en el año 2003. Cuando supo lo que padecía y las perspectivas nulas de curación que tenía su enfermedad empezó a pensar cada noche y cada día en cómo suicidarse. No quería convertirse en un vegetal ni ser absolutamente dependiente en una residencia para que le vinieran a limpiar el culo. Es una enfermedad en que se pierde el control de los músculos motores pero que no afecta a la lucidez mental. Una tortura desesperante y sin salida, según lo veía Madeleine.

Por fin, la noche del doce de enero, tras las navidades para no molestar, Madeleine ingirió un cóctel letal de fármacos. Son medicamentos legales pero que combinados producen la muerte. Figuran en la Guía de autoliberación elaborada por médicos y juristas. La asistencia a la muerte de un suicida en España no es delito siempre que no se le hayan facilitado los instrumentos para realizarlo o se le haya instigado a quitarse la vida. No era esta la situación de Madeleine, que estaba firmemente convencida de su propósito.

No es un proceso banal el que lleva a alguien a quitarse la vida. De hecho es una salida minoritaria en los países en que el suicidio asistido está despenalizado. Sólo un 0,3 por ciento de los enfermos optan por esta salida, generalmente son enfermos de cáncer o afectados por enfermedades degenerativas neuromusculares. La asociación Derecho a Morir Dignamente lleva a cabo una intensa investigación sobre la voluntad de la persona. Sólo en el caso de no haber ninguna duda sobre las intenciones formuladas claramente por el enfermo, se le presta asistencia en el momento de morir, así como asesoramiento psicológico.

Este caso como otros similares logran conmoverme. La publicación de la noticia en el diario El País el 17 de enero ha abierto un emotivo debate en el que han intervenido centenares de comentaristas. En general la actitud es de respeto por la decisión de Madeleine y se elogia su lucidez y su valentía. Algunos escritos reflejan vivencias de personas que han vivido de cerca el ELA. Sus seres queridos terminaron convertidos en muñecos de trapo. Estos son los que más valoran la opción de nuestra protagonista. Se impone la opinión de que nadie tiene derecho a juzgar la decisión tomada en unas circunstancias que hay que haber vivido para comprenderlas.

El caso de Madeleine viene en la senda que abrió Ramón Sampedro y que tan magníficamente fue llevado a la pantalla en la película Mar adentro. La sociedad española está más madura de lo que parece para enfrentarse a un debate como éste. Nadie puede tomar el control de nuestras vidas. Ante un final terrible, con padecimientos físicos y psíquicos horrorosos, sin perspectiva alguna, uno, cada ser humano, ha de sentirse libre para optar, si lo desea, por una muerte digna. No es una decisión fácil. Una vez en posesión de los fármacos letales, la mayoría de los enfermos no optan por tomarlos alegremente. Poseerlos les proporciona una sensación de control de sus vidas.

Me imagino en una situación semejante y no me cabe la menor duda de que procuraría resistir todo lo que pudiera, pero si llegara la enfermedad a un grado de insoportabilidad física o de dependencia absoluta sin solución, me plantearía muy seriamente la posibilidad de una salida semejante. Igual que si un día me viera diagnosticado de Alzheimer sin remisión. Entonces, con plena conciencia de mis actos, probablemente optaría por una muerte digna.

Allá donde estés -Madeleine bromeaba diciendo que estaría en el cielo en forma de nube regordeta- recibe nuestro respeto y nuestra simpatía. No quisiste convertirte en una carga para nadie. Te has ido sin molestar tras una vida vivida intensamente. Estamos contigo. Pensaremos en ti y celebraremos tu liberación. Esperamos que tu caso y otros semejantes abra un debate político en que, como en otros países europeos, la eutanasia deje de ser un tabú. A nadie tampoco puede obligársele. Es una decisión absolutamente libre, pero aquellos que opten por ella merecen nuestro respeto y admiración. Igual que aquellos que, a pesar de todo, opten por vivir, lo que no deja de ser también extraordinamente respetable, siempre que sea haga con plena conciencia. Nadie puede meterse en la intimidad de decisiones como estas.

domingo, 14 de enero de 2007

Oratio de hominis dignitate


El Humanismo es la ideología del Renacimiento y como tal, un vasto concepto del ser humano, de las artes, las ciencias, de la filosofía, la política y la moral. Todo en el siglo XVI está teñido a favor o en contra de aquella ideología que puso al ser humano como centro del universo. Nuestra civilización, a diferencia de otras, hizo un extraordinario hincapié en la figura del ser humano frente al teocentrismo medieval. La moral se hizo laica y los protoinvestigadores del siglo XVI ensancharon su horizonte científico poniendo en cuestión las verdades del medioevo. Es un momento extraordinario en la historia de occidente. Y se toma como modelo el arte, la oratoria y la filosofía de la Antigüedad grecorromana. Horacio, Virgilio, Ovidio, Platón vuelven a ser tomados como modelos de elegancia, de sentido moral y conocimiento filosófico.

Este es el tema que he de abordar en Literatura Universal, y esta tarde de domingo he querido reflexionar conjuntamente con mis lectores sobre este movimiento intelectual que empezó con los grandes poetas humanistas italianos, Dante y Petrarca, pero también con el vitalismo y el realismo de Boccaccio. Nada volverá a ser igual. Nuestra concepción del ser humano y de la vida está impregnada de humanismo, es lo mejor de nuestra tradición, sin que debamos desdeñar lo que aportó la edad Media en cuanto a imágenes, historias, o modelos como el de la literatura caballeresca y la lírica del amor cortés.

Quiero iniciar el tema del humanismo con un fragmento de Pico de la Mirandola (1463-1494), teórico humanista italiano que estudió las lenguas clásicas además del árabe, hebreo y caldeo para buscar unificar las distintas tradiciones culturales. Dicho fragmento es perteneciente a la Oratio de hominis dignitate: es la epopeya del hombre nuevo que puede y debe elegir en libertad su forma y destino. ¡Qué profundamente existenciales resuenan estas palabras de Pico de la Mirandola! El ser humano tiene el deber de terminarse a sí mismo, de construir lo que está inacabado. ¡Qué hermoso principio pedagógico y vital para transmitir a nuestros alumnos! ¡Qué interesante proyecto vital contemplado desde cualquier edad para comprender nuestra propia existencia!

“No te he dado ni rostro, ni lugar alguna que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de este modo los poseas por ti mismo. La Naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo. Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.”

miércoles, 10 de enero de 2007

El saludo


No sé cuándo hablamos por primera vez. Probablemente fuiste tú quien se dirigió a mí porque yo nunca he sido tu profesor y no podía conocerte. Creo recordar que un día viniste a hablarme por el pasillo. Me gustó el tono de tu voz, extraordinariamente cálido y educado. Desde entonces nos hemos saludado siempre que nos hemos visto por los pasillos, a veces varias ocasiones en el mismo día. Estudias cuarto de ESO en un curso al que yo no le doy clase de Lengua pero ignoro cómo te va, si vas aprobando o te quedan un montón. Me quedo con la sensación agradable de sentirme tu amigo, una amistad que se ha trabado sin esfuerzo y como por azar.

Hay días que voy agobiado por los pasillos del instituto. Las cosas a veces no salen como te las esperas y vas un poco molesto por la actitud de tus alumnos o vete a saber por qué. Pero hay un momento en que todo se serena y es cuando nos encontramos y nos dedicamos unos momentos a saludarnos. Me aprietas suavemente el brazo y me dices:

- Hola, profe, ¿cómo estás?
- Muy bien, Ahmed, voy corriendo a clase. ¿Va todo bien?
- Sí, profe, ten un buen día.
- Lo mismo te digo, suerte.

Marcho satisfecho de estas cuatro palabras aparentemente intrascendentes pero cargadas de calor humano. Es necesario poco más. Nadie te obliga a saludarme ni nada me debes ni nada puedes obtener de mí. Nuestras simpatías son gratuitas. Me doy cuenta por contraste de tantos y tantos alumnos que pasan al lado de mí y no consideran relevante saludarme quizás por pudor o simplemente por falta de consideración, o algunos que lo han sido y que ya no me saludan pasados unos meses después de dejar de ser alumnos, y es como si te hubieran olvidado a pesar de que mantuvisteis una relación cercana y gratificante. En ocasiones percibes claramente el desvío de la mirada cuando está próxima a encontrarse. Siento tristeza, pero no rencor. Sé que los seres humanos son complejos, que cada uno tiene sus motivaciones, sus contradicciones y su derecho a olvidar. No hay reproches. Sólo reprochan los niños. El mundo es ansí, como decía Pío Baroja.

Una alumna que había marchado del centro a otra comunidad autónoma, un día que ha vuelto a hacer una visita, me espera a la salida de clase y cuando salgo me saluda y nos damos un par de besos. Para mi sorpresa me ha traído un regalo: unos chorizos gallegos caseros. No abres el paquete, lo harás en casa. Jessica ya no es alumna tuya, ahora vive a mil quilómetros de distancia y ha venido a verte y recordarte. Nos interesamos mutuamente por nuestra vida. Recuerdas el último examen suspendido que corregiste de ella. Ahora ya no tiene importancia. En el fondo no tiene demasiada importancia suspender o aprobar a un alumno para establecer lazos entrañables con él.

Entonces sientes la maravilla de ser profesor, en esos gestos generosos, sencillos y cordiales, que están absolutamente llenos de densidad humana. Sientes ese calor igualmente en el blog cuando sabes que alguna exalumna tuya lo está siguiendo aunque no deje comentarios. Sabes que está ahí y tú y ella compartís esos secretos que vas desgranando en tu blog.

Gracias Ahmed. Espero que la fiesta del Cordero fuera feliz para ti. Te pregunté por ella y tú me preguntaste por la Navidad. Yo te hablé de mis hijas, de mis sobrinos, de los días moderadamente felices de la Navidad. El universo está frío, y somos nosotros los que lo calentamos con nuestro calor. Un profesor imparte conocimientos pero también da calor, forma parte de nuestra profesión, y a veces hay alumos que se llaman Ahmed o Jessica que te devuelven esa temperatura con su educación y su cortesía exquisita.

lunes, 8 de enero de 2007

El tiempo, la muerte, Dios


Recojo la propuesta de meme que varios compañeros han iniciado. El tema es cinco cosas que nadie sabe de mí. Pero quiero aclarar antes que mi blog tiene un decidido componente existencial, por lo que no es estrictamente un blog de lengua o pedagógico. Su tema es la existencia. Mejor, un profesor perdido en la existencia. Soy, lo reconozco, un hombre del siglo XX fascinado por los existencialistas como Camus (no Sartre), Samuel Beckett, Kierkegaard… Creo que cuando escribimos un blog esencialmente hablamos de nosotros mismos o lo que es lo mismo de nuestro modo de percibir la existencia. Ya lo saben: la vida, el paso del tiempo, la melancolía, la muerte, Dios. Entre medio el amor, la solidaridad y el sentido del humor. Lo que pasa es que lo hacemos de una forma elusiva. Nuestras circunstancias personales a veces no son esenciales. Sin embargo, hay blogs directamente personales (eróticos o sentimentales) en que se nos revela todo pero la intimidad del autor sigue en la sombra. No por mucho revelar, amanece más temprano. Nos mostramos y nos ocultamos. Pero cada blog deja una huella existencial. Es nuestra huella, nuestro modo de encarar los aspectos fundamentales de la vida, ese yo implícito del que habla certeramente Felipe Zayas. Ignoro –hay muchas cosas que todavía ignoro- hasta que punto mi yo implícito es comprensible. Reconozco que hay muchas zonas de sombra. Acabo de terminar de publicar unos posts sobre un viaje que realicé a Alaska hace veinticinco años, pero creo que en él no me he mostrado excesivamente. Era más bien el retrato de un joven aventurero enamorado de la vida y de los viajes, intrigado por un misterio que no era capaz de resolver. ¿Qué le había pasado a Montse? ¿Qué iba a ser de mi vida? ¿Por qué aquel oso me respetó y no fue agresivo conmigo? ¿Había establecido algún tipo de comunicación no racional con él? No tengo respuestas definitivas, pero sí un espíritu abierto a la sorpresa y al misterio. Dicho esto, ahora sí:

Cinco cosas que nadie sabe de mí.

1. Empecé a ir a un colegio de monjas a los cuatro años. Me portaba realmente fatal, pero no sé por qué un día me transformé y cuando llegaba el mes de mayo, era el primero de la clase que llegaba a la virgen María que estaba en lo alto de una cortina de raso que ponían en medio de la clase. La hermana sor Ascensión estaba convencida de que llegaría a ser obispo.

2. Aprendí a leer con los tebeos de Pulgarcito, Tiovivo, Pumby, TBO, El guerrero del antifaz…A los doce años me leí en un verano unas treinta veces La isla misteriosa de Julio Verne.

3. Durante mis años de bachilleraro quería ser periodista. Inicié la publicación de una revista subversiva con fotos sexys en el colegio de curas donde estudiaba. Me pillaron y llamaron a mis padres. Luego dirigí publicaciones juveniles en algún club diocesano y cuando me incorporé a la política ayudé a imprimir ejemplares revolucionarios maoístas con aquellas máquinas elementales llamadas vietnamitas.

4. Mi vocación oculta ha sido el teatro. Participé en algunas obras teatrales durante un tiempo, pero empecé demasiado tarde y era una carrera llena de incertidumbre. En el fondo era un hombre de teatro, pero me hice funcionario.

5. Mi novelista español preferido es Pío Baroja. Me identifico con su concepción del mundo absurdo e irracional. Soy profundamente asistemático.

domingo, 7 de enero de 2007

El diario de Montse


Recuerdo perfectamente las tapas floreadas de aquella libreta encolada que utilizaba Montse para recoger con cierta frecuencia sus reflexiones y vivencias pero desgraciadamente no tuve acceso a ella en aquel viaje de 1981. Aquí he querido ejercer de cronista y no de novelista. Los hechos presentados han sido escasamente romanceados y no han adquirido cualidades novelescas. Este es su valor y estos son los límites que me he marcado desde su comienzo. Sin embargo, admito que nada más excitante e incitante que ponerme a imaginar el contenido de su diario y de lo que sucedió en los últimos días. ¿Qué había pasado en las jornadas anteriores al que hemos venido refiriéndonos como fatal accidente? No lo sé. Sólo sé que Maica recibió la libreta con emoción y que estuvo leyéndola durante toda una mañana soleada en el puerto de Kodiak. Se sumergió en una burbuja fuera del tiempo en una coffee-shop adonde íbamos porque daban un café bastante aceptable y unos donuts buenísimos (aunque ahora los imagino desgraciadamente cargados de colesterol). Maica estuvo toda la mañana embebida en el diario de Montse, pero en aquella ocasión no dejó traslucir nada de su contenido. Ella y Douglass habían establecido una cierta relación afectiva y él esperó conmigo a que ella acabara de leer. Aquel día no había trabajo en la cannery y teníamos tiempo en aquel puerto con fuerte olor a pescado y gasoil de las embarcaciones de pesca.

El diario estaba escrito en catalán, lengua materna de Montse. Los americanos, que hablaban español con cierta soltura, no podían entenderlo. Este diario no formó parte de la investigación de la justicia americana por lo que quedó en la sombra, pero sin ninguna duda hubiera contribuido a iluminar lo que había pasado.

Una trabajadora mejicana que había conocido a Montse en la cannery donde estaban las dos le advirtió que aquel sujeto –Dick- le transmitía malas vibraciones y le aconsejó que no se fuera con él a Afognak porque nada bueno podía sucederle. Rosario -la mujer mejicana- me lo contó durante un descanso en la cannery APS donde estuve trabajando dos años después. Según ella, lo que había pasado era sin duda un asesinato con premeditación. Todo lo que supe posteriormente de este asunto fue dos años después cuando volví de nuevo a Alaska, acompañado en esta ocasión no de una mujer sino de un amigo. Tuve ocasión de conocer a Dick –casado ya con una mujer esquimal y con un hijo- e incluso de tener en mis manos el rifle con que la había matado, pero desgraciadamente el diario de Montse quedó en manos de Maica y ella se quedó en Estados Unidos como su amiga y se perdió en la niebla. Nunca más he vuelto a saber de ella. Y de esto ha pasado ya tanto tiempo…

La única palabra que me llegó de este diario fue la que ponía en la portada escrita con letras violetas: Alaska, 1980.

viernes, 5 de enero de 2007

El hueco

Nos habíamos quedado sin víveres y el agua escaseaba. Teníamos que volver a Kodiak. Seguía lloviznando y la niebla cubría como un espeso manto fúnebre y gris todo el horizonte. No teníamos visibilidad para navegar. Esperamos hasta las once de la mañana para ver si levantaba la niebla pero no fue así. Nuestro bote con nosotros cuatro a bordo partió por entre los canales, flanqueados por grandes abetos, esqueletos de árboles muertos y playas solitarias de piedras. Cuando salimos a mar abierto, vimos que el oleaje era mínimo. Teníamos el combustible justo para retornar al puerto de Kodiak. No podíamos equivocar el rumbo. Peter y Douglass se orientaban por la costa y con la brújula. Íbamos siguiendo la geografía de Afognak y de Kodiak. Sin embargo, en un momento debíamos lanzarnos a alta mar para girar y reorientarnos. Y este era el momento peligroso.

Sin embargo la mañana se cerró y la niebla nos cubrió por completo. No veíamos nada. Todo era una masa nebulosa a pocos metros de distancia. Hubimos de detenernos. No podíamos malgastar combustible. Fue una hora de espera tensa que dedicamos a pescar. Teníamos escasa agua y nada de comida que llevarnos a la boca. Yo no me considero un buen pescador pero en aquellas aguas, echar el sedal con el anzuelo al agua y sacar un salmón era lo más sencillo del mundo. Podíamos comer pescado, pero ¿cómo asarlo en la embarcación? ¡Además estábamos hartos de pescado!



La niebla continuaba y nosotros no podíamos seguir nuestro rumbo. Empezábamos a preocuparnos. Estábamos a unos centenares de metros de la costa y debíamos navegar en dirección suroeste y divisar Spruce Island. Allí debíamos cambiar el rumbo hacia el oeste para dirigirnos a Puerto de Kodiak. Para llega allí debíamos tener visibilidad y ver un farallón monumental que marcaría nuestra singladura. Peter encendió el motor fueraborda en varias ocasiones pero hubo de apagarlo. Teníamos sed y hambre. Apenas habíamos cenado la noche anterior y hoy no habíamos desayunado. Si la niebla no se disipaba, podíamos equivocar nuestro rumbo y perdernos en el océano sin agua y sin comida. ¡Quién sabe si alguien nos encontraría! Peter y Douglass entonaban canciones alaskeñas para tranquilizarnos… No querían que nos diéramos cuenta de que estábamos bastante perdidos.

De pronto, ¡eureka! vimos Monashka mountain despuntando entre la niebla. Sobresalía un poquito, lo suficiente para orientarnos y marcar nuestra rotación. Alegría en la lancha. En un par de horas estaríamos en casa. Eran las cuatro de la tarde. Hacía cinco horas que habíamos partido de Afognak. Nuestros estómagos pedían insistentemente comida, y además la sed apretaba. Pero ya teníamos la dirección correcta. Peter puso el motor en marcha y nos lanzamos hacia rumbo este y luego rotar hacia el suroeste para entrar en el Woody Island Channel y atracar en Kodiak harbour. Uf. Lo hicimos hacia las seis de la tarde. No quedaba ya ni una gota de gasoil. La aventura podía haber concluido mal, pero por suerte habíamos llegado. Los días de Afognak habían terminado. Propuse ir a comernos una pizza al Captain Keg. Era la hora de cenar.

Llegamos sudorosos, oliendo a tigre tras una semana sin ducharnos, con un hambre devoradora. ¿Qué hay amigos? –nos dijo el camarero guasón que nos solía atender. Pedimos un par de botellas de vino rosado de California y encargamos varias pizzas que se podían compartir. Eran pizzas americanas, gruesas y cargadas de mozarella. Creo que en mi vida no ha habido unas pizzas tan sabrosas y que me supieran tan bien. El vino entró suavemente y nos infundió una euforia divertida que nos llevó a recordar nuestros días de Afognak e imaginar los días que nos quedaban allí antes de seguir viaje. Maica había decidido quedarse en Kodiak para continuar estudios en Iowa. Yo continuaría solo el viaje para el que tenía un mes por delante. Había de cruzar Alaska y el Yukón, llegar a Prince Rupert, adentrarme en Canada y cruzarlo de punta a punta para llegar a Nueva York desde donde partiría para volver a España. Sin embargo, nos quedaban todavía algunos días de trabajo en la cannery donde si las cosas iban bien podías ganar unas veinticinco mil pesetas diarias de las de 1981. Eso suponiendo que trabajaras unas veinte horas. Era cuestión de aguantar y pensar que pronto acabaría ese ritmo diabólico.

Sin embargo, en los días que faltaban, todavía quedaban algunas sorpresas. Ron, que se había quedado en Kodiak, guardaba el diario de Montse y tenía la intención de entregárselo a Maica, su amiga. Yo estaba intrigado, ¿qué recogería su diario? ¿Qué había pasado en los últimos días de su vida? ¿Qué sentimientos la poseían? ¿Cómo vivía su historia de amor con Dick? Es impresionante poder leer las últimas páginas escritas antes de morir. Cuando morimos dejamos un hueco. Creo que no hay novela más intensa y profunda que Vuelo nocturno de Antoine de Saint-Exupery. El piloto Fabien se ve arrastrado y desorientado por una fuerte tormenta en los años en que no existían los radares y toma la opción, sin combustible ya, de elevarse por encima de la nubes. Allí el espectáculo es demasiado hermoso bajo las estrellas pero está condenado a caer en espiral en cuanto se acabe el combustible. Él lo sabe y en la base de Buenos Aires también lo saben. Está vivo, pero es como si estuviera ya en el otro lado. Sus minutos están contados. Su mesa de trabajo en la base ya es un hueco, su armario ropero con sus pertenencias ya es un hueco, el que dejaremos cuando nos hayamos ido. Montse dejó un hueco extraño. Yo no la conocí, pero de todo lo que he sabido he visto que era una mujer enérgica y singular –quizás fascinante-. Baste decir que fue enterrada en Alaska y que poco después de su muerte se reunieron en un cónclave sorprendente su marido legal, su novio de Barcelona, y su último amante americano –el que la mató- Dick. Los dos primeros volaron juntos a Alaska para recordarla. Se encontraron los tres hombres que la habían amado en el cementerio de Kodiak donde está enterrada cerca de lápidas con nombres rusos que rememoran el pasado de Alaska.

jueves, 4 de enero de 2007

Helicobacter pylori

Han pasado muchos años desde mis días en Afognak, pero aún mantengo vivísimo el recuerdo de aquellas jornadas en medio del bosque donde estaba establecido nuestro campamento. Hubo dos días soleados y secos, pero al tercer día comenzó a lloviznar y la humedad se enseñoreó de todo y la niebla cubrió el paisaje. Hice fotos preciosas tamizadas por la boira persistente. Nuestra estancia se hizo incómoda y pasábamos muchas horas bajo los plásticos y dentro de las tiendas. Doug y Peter nos enseñaron a hacer fuego con ramas mojadas. Escogíamos las menos húmedas que estaban debajo de los abetos y con el cuchillo o con el hacha las partíamos por la mitad. En el centro estaban secas y podías, amontonándolas, hacer una fogata que nos calentaba. Al menos teníamos la ventaja, con aquel tiempo, de que no te atacaban los gigantescos mosquitos habituales en la isla y que son endémicos en muchas zonas de Alaska.


Douglass, Peter y Maica

Joselu, Maica y Douglass

De aquellos días en el bosque me viene una sensación de dolor agudísimo en el estómago. Yo padecí durante más de veinte años de úlceras en el duodeno que me llevaban a sufrir crisis cíclicas dolorosísimas. No había tratamiento eficaz en aquellos años contra el dolor ulceroso. Por las noches me retorcía en el interior de la tienda; eso y la humedad constante me hacían temer por mi vida en una sucesión de imágenes aprensivas. Me imaginaba desangrándome en el campamento. Estábamos a varias horas de distancia de cualquier punto habitado y no teníamos radio. En aquel bosque había muerto Montse, y allí podía morir yo. Tenía el precedente de mi madre que estuvo a punto de desangrarse también por úlceras de duodeno. Hubieron de transfundirle varios litros de sangre para salvarle la vida. Tenían que pasar todavía muchos años hasta que el descubrimiento de Robin Warren y Barry Marshall, que recibieron el premio Nobel en 2005 por su diagnóstico de que la gastritis y la úlcera gastroduodenal estaban causadas por una bacteria llamada helicobacter pylori, fuera aplicable al tratamiento de estas dolencias. Fui tratado con antibióticos en 1997 y desde entonces pasaron a la historia mis terribles dolores de estómago. Faltaban dieciséis años para la aplicación práctica de este remedio casi milagroso y yo me debatía en aquel momento en imágenes a cada cual más espantosa. Desde mi experiencia personal, puedo decir que éste es el premio Nobel mejor concedido de la historia.

Peter y Maica en un barco ruso varado en Afognak

Una de las mañanas salimos en la lancha para ir a la otra parte de la isla. Había una piscifactoría de salmones y algunos barcos de pesca. El tiempo era lluvioso pero el mar estaba tranquilo a la ida. Yo iba, sin decir nada, con mis dolores de estómago. Tras dos horas de navegación llegamos a Izhut Bay. Pasamos el día entre la piscifactoría donde nos explicaron el método de fertilización de las huevas de salmón con semen de los machos, y conversando con los pescadores que nos saludaron festivamente. Los americanos son muy abiertos y enseguida enhebran la conversación especialmente en Alaska, la considerada “ultima frontera”. A la vuelta el mar se había revuelto y nos golpearon olas que bamboleaban la barquita corriendo el peligro de hacerla zozobrar. Procurábamos ir cortando las olas con la proa de la embarcación para que no nos dieran las olas de lado. No sé describirlo en términos más náuticos. El caso es que pasamos dos horas de angustia porque la lancha minúscula apenas tenía estabilidad frente al mar embravecido. Yo, apenas podía hacer nada. Maica le daba la mano y abrazaba a Douglass; Peter se encargaba del motor y timón de la nave. Mi dolor de estómago desapareció con el temor del impacto de cada andanada de olas progresivamente más fuertes. Pensaba en los trajes térmicos y me preguntaba cuándo nos los pondríamos. Recordaba lo que nos habían dicho sobre las bajas temperaturas del mar en Alaska. Apenas se sobrevivía media hora. En fin, fueron dos horas de desazón hasta que logramos penetrar en uno de los canales entre islas que llevaba a la base de nuestro campamento donde el mar estaba tranquilo, pues el temporal quedaba en el exterior. Cuando pusimos el pie en tierra, me embargó una sensación de haber sobrevivido. Los días en Alaska no podían ser más intensos, y aún nos faltaba la vuelta a Kodiak al día siguiente. Los alimentos básicos se nos estaban agotando y ya no quedaban pan ni galletas ni latas ni bebida. Sólo había pescado. Seguía además el tiempo húmedo y neblinoso.

Aquella noche, tras las emociones vividas, fuimos a la sauna de Montse. Pusimos madera seca abundante en un bidón metálico que se cargaba desde el exterior y la prendimos fuego. El interior se caldeó inmediatamente. Estábamos desnudos. Arrojamos agua a las paredes del bidón rusiente y comenzó a salir vapor abundante. Una sensación confortante. Un poco más de leña y más agua que producía más vapor. Doug y Peter nos contaron detalles de su vida en Alaska y de su trabajo. Su experiencia nos recordaba a la de los antiguos pioneros en el lejano oeste. Les invitamos a venir a España. Queríamos corresponder a su amabilidad. El vapor y la elevada temperatura, terminaron de serenarme. Mi estómago estaba tranquilo después de la tormenta. Recordé a mi amigo el oso y me pregunté dónde estaría. En el interior de la sauna se estaba como en una especie de claustro materno y me sentía protegido. Fuera el bosque oscuro y húmedo nos esperaba. Nos dimos la mano los cuatro y cantamos una canción que resonó en interior de la ardiente cabaña… A la mañana siguiente regresaríamos a Kodiak.

domingo, 31 de diciembre de 2006

Afognak


Siempre en busca de nuevas emociones y aprovechando unos días después de haber acabado el trabajo en la cannery, nuestros amigos nos propusieron visitar la cercana isla de Afognak, muy próxima a Kodiak pero todavía más salvaje y desierta. Allí teníamos la intención de pasar una semana en el antiguo campamento de Montse y Dick. Era primeros de agosto y el tiempo era templado.

Partimos un domingo a las siete de la mañana. Íbamos en una pequeña barquichuela con dos pequeños motores fueraborda. Durante el trayecto nos bebimos una botella de vino rosado de California por lo que estábamos bastante animados. Bordeamos la costa. A nuestro alrededor se abrió un prodigioso espectáculo marino con ballenas en manada, lanzando chorros de agua que sonaban como sifones. Las veíamos a menos de un centenar de metros. Había al menos media docena, así como leones marinos y focas que nos fueron acompañando durante el trayecto que duró unas cuatro o cinco horas. Yo estaba fascinado y no paraba de hacer fotografías. En un momento abandonamos la costa y nos lanzamos en dirección al océano para ponernos en posición de penetrar en los entrantes de Afognak. Este era el momento peligroso, como veríamos a la vuelta. En el bote llevábamos trajes térmicos por si teníamos que arrojarnos al agua en caso de accidente. El agua de Alaska está tan fría que no se resiste vivo más de media hora. No llevábamos radio. Es necesario enfundarse un traje térmico de color naranja que lleva emisores de ondas para ser posteriormente localizado por los equipos de rescate. Esto me producía una gran inquietud como pude posteriormente experimentar cuando nos afecto una fuerte marejada con olas de un metro. No éramos muy duchos en esto del mar y los elementos me terminaron impresionando y atemorizando.

En la semana que pasamos en Afognak vivimos como aventureros. Teníamos comida pero tuvimos que pescar. Llevábamos armas para cazar algún caribú pero no fue necesario. Llegamos al campamento base en la orilla de unos entrantes del mar en la isla a modo de lagos, flanqueados por altos abetos y árboles muertos, que iban comunicándose unos con otros. En el interior, el mar estaba calmado. Montamos el campamento aprovechando la infraestructura del que habían dejado Montse, Dick y Douglass. Maika veía por primera vez el escenario último de la vida de su amiga. Colgamos grandes plásticos de las ramas, creando una especie de cobertizo provisional, y plantamos las tiendas de campaña donde dormiríamos.



Las emociones se acumularon durante esos días. Pescamos varios salmones y hálibuts que comíamos asados en hogueras que hacíamos en el bosque. Teníamos cerveza para unos cuantos días, latas, pan y galletas. He puesto en el blog una foto de Peter después de haber pescado un hálibut, y otra en la que aparezco yo con una caña de pescar y armado con un colt del 45 en la cartuchera. Teníamos que tener cuidado con los osos; podían olernos y acercarse por el rastro de la comida. Por la noche enterrábamos los restos de pescado envueltos en plástico para que no los olfatearan.

Una tarde habían salido a pescar Maika, Peter y Douglass y me había quedado solo en el campamento. Me habían advertido nuevamente sobre los osos. La verdad es que no me lo tomaba muy en serio. Había oído hablar mucho de ellos pero no había visto a ninguno. Douglass muy seriamente me enseñó el revolver y me dijo que en el caso de que se acercara uno tenía sólo una opción de meterle una bala entre los ojos cuando estuviera a pocos metros. Cualquier otro punto no haría sino enfurecerle y aquello sería mi final. Luego estalló en una alegre carcajada que me hizo pensar que estaba bromeando. Me quedé solo, tranquilo y relajado. Eso sí con la pistola al cinto. Me sentía importante llevando un arma junto a mí y la acariciaba con frecuencia. Es cierto que las armas transmiten una sensación de erotismo. Lo pude comprobar en el servicio militar cuando pasaba horas y horas de guardia con el fusil de asalto en mis manos.

Los vi marchar en la lancha, y me quedé en campamento recogiendo los restos de la comida y organizando la tienda. Luego me puse a fumar un cigarro sentado en un tronco. Oía crujidos en el bosque que empezaron a inquietarme. Estaba solo en una isla agreste y deshabitada. Era la primera vez que me veía en una situación semejante. Eran las cinco de la tarde pero había mucha luz. En Alaska en verano apenas anochece, y es normal que a las once de la noche quede todavía bastante luminosidad. El bosque resultaba misterioso e imponente. Me levanté varias veces a dar una vuelta por los alrededores. El tiempo transcurría lentamente. Hacía una hora que habían marchado pero se me había hecho eterna. Quise leer un libro y me fui a la tienda a buscarlo. Estaba leyendo una novela policíaca negra titulada Por amor a Imabelle de Chester Himes. Pensábamos ir a Nueva York al final de viaje y ésta se ambientaba en la ciudad de los rascacielos. En Harlem si guiñas un ojo te asaltan, si guiñas el otro te matan, comenzaba así la novela genial de Himes. De pronto sentí algo, sentí que estaba siendo observado, tuve la sensación de que algo se movía detrás de mí entre el follaje espeso. Me giré lentamente y entonces lo vi. Era un grizly, un oso pardo de gran tamaño, que había venido a visitarme. Enmudecí. Me miraba con la cabeza ladeada entre los árboles y respiraba sonoramente. ¿Qué hacer? Desenfundé el revolver y quité el seguro. Puedo asegurar que no me dio tiempo a tener miedo. Fue todo demasiado rápido. El oso me seguía observando. Yo estaba cerca del fuego que ya estaba casi apagado. Tenía una única oportunidad de meterle una bala entre ceja y ceja. No debería correr ni intentar subir a ningún árbol. Me asombra que no tuviera miedo. Las situaciones extremas me transmiten una extraña serenidad, mientras que las situaciones ambiguas, de transición me producen pavor. Soy muy miedoso. Me asustan cosas que a nadie asustan, pero ante aquel oso enorme que se apoyaba en sus cuatro patas no sentí miedo alguno. Es como si lo estuviera esperando. La situación era de empate. Yo ni respiraba y observaba cómo era observado. De pronto el oso se levantó sobre las dos patas. Mediría cerca de los dos metros y sus garras eran temibles. Si una me rozaba era hombre muerto. Enfundé la pistola y, como por una extraña revelación, supe lo que tenía que hacer. Muy lentamente –el oso gruñía entretanto- me fui agachando hasta tumbarme en el suelo con la cara hacia abajo. La tensión era enorme pero yo gozaba con aquel momento. Abrí mis piernas y puse mis brazos sobre mi cabeza. Todo con una extrema lentitud. Así tumbado me quedé quieto, muy quieto, aguantando incluso la respiración. Es como si supiera lo que iba a pasar. Subrayo que no estaba asustado pero sí expectante. Pasaron unos segundos eternos, y el oso comenzó a acercarse sobre sus cuatro patas. Notaba su presencia cerca de mí. Era enorme, lo miraba de reojo. Sus movimientos no parecían agresivos. Estaba inmóvil y él vino a olfatearme. Recuerdo su hocico mojado cuando estaba cerca de mí. Cerré mis ojos y ni respiraba. Estuvo unos segundos junto a mí; me empujó el cuerpo con el morro, pero no sentía aquello como amenazador. En el fondo me divertía la situación. Tenía la seguridad de que no me iba a hacer nada, y los dos estábamos jugando. Efectivamente, el oso se dirigió adonde habíamos dejado los restos del hálibut que habíamos pescado, lo olió y comenzó a comérselo. Cuando se hubo dado el atracón, se marchó sin hacer ningún ruido por donde había venido y me dejó tirado en el suelo con todavía la sensación impresionante de su morro húmedo olisqueándome e intentándome mover.

Respiré hondo y fui levantándome con precaución. Palpé mi pistola y tuve la sensación de que en unos instantes, unos microsegundos, había pasado toda mi vida. Fueron extremadamente emocionantes aquellos minutos de intensidad total. Agradecí no haber intentado dispararle, porque creo que nos habíamos hecho amigos. Creo que hay ciertas fuerzas en el universo que a veces entran en contacto y que si el espíritu está tranquilo es imposible que nada pueda hacerte daño.



Por supuesto que no conté nada de esto a mis amigos. De hecho es la primera vez que lo cuento, aunque tengo la convicción de que ello parecerá una especie de relato de navidad. Encendí un cigarro y aspiré lentamente… pensando en que la vida es un territorio altamente misterioso.

Cuando regresaron mis amigos trajeron un par de salmones y un hálibut. Douglas y Peter nos llevaron a una cabañita en el bosque donde cabíamos justo las cuatro personas que éramos. Era una sauna. La sauna de Montse: Montse’s steambath. Allí, ella, Dick y Douglass se metían para relajarse. Nos dimos un baño de vapor maravilloso. Son muy populares en Alaska. Algo me ha quedado de Afognak: el recuerdo de mi amigo el oso y mi afición por las saunas de las que soy un entusiasta.


viernes, 29 de diciembre de 2006

Kodiak island


No siempre estábamos trabajando en Kodiak. Había días de asueto en que podíamos dedicarnos a nuestros amigos e ir descubriendo la sorprendente geografía de la isla llamada Esmeralda por la belleza de su verdor en verano. Kodiak es una especie de paraíso natural en que viven todavía miles de osos pardos en estado salvaje. Los habitantes de la isla han de saber convivir con la cercanía de los grizlys más grandes del mundo como decía en un post anterior.

Nuestros amigos eran Ron, en cuya casa vivíamos en un bosque de abetos gigantescos, Bob y Doug. En torno a ellos había otros amigos a los que veíamos en partys o nos visitaban en días de fiesta. Maika y yo, que no éramos pareja, trabamos una fuerte amistad con aquellos americanos que nos trataron con el mayor afecto y consideración. Todos tenían la sensación de vivir en la “última frontera” en íntimo contacto con la naturaleza y lejos de la civilización. Tenían la conciencia de ser algo así como exploradores o tramperos en el lejano oeste. Formaban parte del sistema americano pero en la periferia, e igualmente eran críticos con el stablishment político en aquel tiempo con la América representada por Ronald Reagan. Sin embargo, eran muy patriotas. Lo pude comprobar en la celebración de cuatro de julio –día de la independencia americana- en que todos pusieron la bandera de barras y estrellas en sus viviendas, en sus barcos y en sus campamentos. Nosotros éramos muy detractores del American way of life, pero no podíamos de reconocer que nos habían acogido amistosamente y con toda la generosidad del mundo. Había temas que no podíamos abordar porque nuestras perspectivas eran diferentes. Ellos tenían la idea de que los americanos habían venido a Europa en dos ocasiones a salvarnos de nosotros mismos, y que mucha gente americana había muerto en defensa de nuestra civilización. Nos dimos cuenta de que era inútil hablar de este tema y que los sentimientos son algo muy particular.

Celebramos el cuatro de julio yéndonos a una isla cercana donde hicimos fogatas, cantamos canciones y charlamos con un montón de amigos americanos que, como he dicho, nos había acogido amablemente. Otros días nos íbamos de excursión cruzando la isla y llegando a playas desiertas donde hacíamos ejercicios de tiro con armas cortas. Esto es algo que nos resultaba sorprendente: la familiaridad de los americanos con las armas. Para los europeos es algo difícil de imaginar, pero he de decir que en aquellos meses de estancia en los Estados Unidos, aprendí a relacionarme con las armas de fuego que nos acompañaban continuamente.

Una tarde fuimos a un extremo de la isla adonde llegamos con jeeps y nuestros amigos nos llevaron a seguir pistas de osos. Recuerdo este día con especial emoción por la densidad del bosque que recorrimos. Los abetos eran altísimos y no había rama o piedra que no estuviera cubierta por el musgo. La luz del sol entraba por entre las copas de los árboles. Era un bosque húmedo y profundo. Ron nos mostró un sendero que era la pista de una familia de osos. Los osos son animales solitarios. Fuimos siguiendo la senda marcada por los excrementos. Íbamos armados con colts del 45, el célebre Mágnum que popularizó Harry el Sucio. Sabíamos que los osos no son agresivos, pero una fuerte emoción nos invadía en el silencio y la magnitud del bosque gigantesco. Sólo se oían nuestros crujidos que en nuestra imaginación nos parecía que era la presencia de los osos. Ante un oso, no quedan muchos recursos, según nos contaron. Lo mejor era no correr nunca delante de él -su velocidad supera los 65 km por hora- ni intentar trepar a los árboles. Si el encuentro era inevitable, lo más acertado y sabiendo que no comen carne humana, es irte agachando lentamente y tumbarte en el suelo. Allí debes cubrirte la cabeza con cuidado y hacerte el muerto. El oso puede haberte olfateado y pensar que eres un peligro para él o su familia. Por ello, debes mostrar que eres pacífico o que estás muerto. Con toda seguridad el oso no te hará nada. Eso al menos es la teoría.



Aquel día no vimos osos, pero los presentimos. Estábamos en su hábitat y casi los olfateamos. Recuerdo vívidamente la vista que se divisaba, desde uno de los extremos del bosque, de la isla de Kodiak. Estábamos muy altos. Kodiak es un refugio de la vida salvaje en cuanto a osos, pájaros, renos, ballenas, leones marinos… Un espeso manto de verdor cubría la isla sólo habitada en una mínima parte. Allí el ser humano todavía siente que es parte de la naturaleza y que ha de vivir en compenetración con ella. No oí nunca que nadie se quejara de la presencia de los osos en la isla. Todo el mundo sabía que eran sus habitantes naturales y que los hombres debíamos respetarlos.

Hicimos muchas cosas en Kodiak: excursiones, asistir a conciertos de música country, ir a pubs donde había streap-tease no completo, pero sí muy insinuante, planeamos viajes por otras partes de Alaska, comimos pizza en el Captain Keg, la mejor que he probado en el mundo –o al menos así me supo-, asistimos a partys y visitamos a amigos.

Lo más sorprendente, sin embargo, fue encontrar el diario íntimo de Montse escrito en catalán y que recogía hasta los últimos días antes del terrible accidente que conté en un post anterior. Pero de esto hablaré más adelante en alguno de estos días que quedan hasta el final de las vacaciones.

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