¿No habéis imaginado alguna vez montar un
happening teatral en plena calle para
provocar la sorpresa y las reacciones de la gente que se convierten, sin
advertirlo, en público y actores de la obra que se está representando? Me viene
esto a propósito del libro que acabo de comprar de Carlos Granés, La invención del paraíso. El Living Theatre y el arte de la osadía, que investiga la potencia
dramática y social del Living Theatre,
ese grupo de teatro norteamericano cuyas funciones conseguían exasperar al escaso
público que iba a verlos.
Tuve una etapa teatral en mi vida,
posiblemente la más fértil de mi recorrido vital. En el teatro encontré una
vocación que no se ha desarrollado en profundidad. Y lo lamento. Creo que no
debe haber una vida más apasionante que la de actor ... pero me iba el teatro
experimental y, dentro de ello, el teatro simbolista y el happening...
Lo he contado en alguna ocasión: en
octubre de 1984, mis alumnos de COU (17 años) y yo montamos un happening en pleno centro de Berga –población al norte de la
provincia de Barcelona- a hora
punta. Era nuestro homenaje a Cortázar
que había muerto hacía unos días. Nos basamos en uno de sus relatos. Se trataba
de cruzar el semáforo en verde con una margarita en la mano con cara de bobos
todas las veces que pudiéramos en un sentido y otro. Cuando se ponía rojo, nos
parábamos al llegar a la acera y esperábamos que se pusiera verde otra vez.
Éramos una veintena larga de participantes. La gente, el público, nos increpó y
nos insultó, pues deteníamos el tráfico. Los coches hacían sonar sus bocinas
con rabia. Nosotros seguíamos cruzando en verde sin contravenir ninguna norma
de tráfico. Se armó una buena en medio de Berga. Fueron solo diez minutos hasta
que llegaron varios coches de policía municipal. Me vieron a mí, que,
evidentemente, era mayor que mis alumnos y me detuvieron sin muchas más
explicaciones a pesar de que afirmé que lo que hacíamos era legal -no contravenía las normas de tráfico- y era un acto
cultural.
En otra ocasión, también en Berga, habíamos formado un grupo
teatral de diez o doce miembros. Salimos por la calle Mayor, por la que pasean las familias, a las siete de la tarde.
Llevábamos un ataúd negro construido por nosotros. Figuraba que éramos una
secta necrófila, devota de los ritos de la muerte que quería recuperar las
ceremonias mortuorias que habían caído en desuso con la llegada de la
modernidad. Los timbales con ritmo lúgubre, daban el ritmo necesario. Dos
miembros de grupo, vestidos de negro y maquillados de blanco, abrieron el ataúd
y sacaron sendos cuchillos con los que partieron dos tomates muy rojos y se los
comieron lentamente entre el silencio cargado de sentido. A continuación
hicieron el baile de las patas de pollo con cuatro garras de ave de auténtico
corral acariciando su cuerpo al son de los tambores. Acabado el baile, dejaron
abierto el ataúd y se dirigieron al público gritándoles sobre la bondad de la
muerte y les invitábamos a probar su muerte metiéndose en el ataúd. Ese era el
objetivo del happening. Cuando se dieron cuenta de que queríamos meter a
alguien dentro del féretro, se produjo una desbandada de más de doscientas
personas que huyeron. Eso fue muestra de la potencia de nuestra ilusión escénica.
La secta Necrófila se había enseñoreado de la calle. Al final conseguimos que
un señor, de los que habían quedado y no habían huido, se metiera en la caja de
muertos.
Otra vez en un instituto de El Masnou, toda una clase se compichó
conmigo para hacer un happening
surrealista con motivo de la muerte de Salvador
Dalí. Treinta chavales con ganas de hacer teatro en serio, tras dos semanas
de formación en el surrealismo, no es
cualquier cosa. Trajeron infinidad de objetos de la calle y su casa y cuando el
instituto se abrió a las ocho y media de la mañana, el centro educativo estaba
totalmente decorado y transfigurado. No había rincón de las zonas comunes que
no hubiera sido transformado. Más de cien velas encendidas en medio de las
escaleras y recibidor, bancos, biombos, camas, esqueletos, cuerdas, tapices,
contenedores de basura... Una prodigiosa metamorfosis de un instituto de
bachillerato en escenario teatral donde a la hora del patio, disfrazados y
maquillados, representamos diferentes happenings ante los espectadores, el
resto de alumnos y profesores, que los dejaron boquiabiertos. Las provocativas
representaciones –que bordeaban lo obsceno y la crueldad- duraron media hora,
la del patio, y luego, todos los participantes, dimos por acabada la performance y nos fuimos a clase. Una
parte del grupo tenía libre y limpió todo el instituto de cualquier material
ajeno a la vida ordenada de un centro educativo. Cuando me llamó, desesperado,
el director, abrumado por lo que había supuesto aquello, el instituto estaba
más recogido y limpio que cualquier otro día. Nos negamos a interpretar o
explicar aquella representación que hizo que todo el mundo aquel día hablara de
surrealismo y de las vanguardias.
En otra ocasión mis alumnos de COU y yo
salimos con una gran bandera republicana y un radiocassette durante la hora del
patio a recorrer el barrio de Sant
Ildefons de Cornellà. Era un
tiempo (1997) en que no era fácil ver banderas republicanas como ahora sí lo
es. Con el himno de Riego de fondo y
ondeando la bandera tricolor paseamos por las zonas donde había gente mayor que
podía haber conocido la república, entramos a supermercados, paseamos por bares y
sus terrazas, tarareando aquello de “Si los curas y monjas supieran...”
A estos happenings en que participé no les adjudicaba un carácter político.
Era otra cosa. Se trataba, al modo cortazariano, de convertir una realidad gris
en poética. Hubo un tiempo en que esto era posible. Ahora la realidad en que
vivimos es, igualmente, tremendamente gris, pero ya nada nos hace creer que
pueda ser posible una transfiguración de lo opaco en multicolor. El siglo XXI
ha entrado en nuestros modos de sentir las cosas y mucho me temo que somos
mucho más burócratas, más planos, menos imaginativos. Parece que toda nuestra
furia creadora se ha polimorfoseado en tecnología
y la lógica intríseca del sistema, que ahora nos absorben pero nos hace seres más
mediocres, sin luz propia.
Al recordar estos happenings teatrales y otros que he dejado en el tintero, me
asombro de que esto fuera posible, de que yo fuera un personaje tan subversivo
y que consiguiera siempre locos dispuestos a secundar a un orate que siempre
anheló haber formado parte del elenco del Living
Theatre, en aquel tiempo en que se creía que todavía el mundo estaba por
hacer y nos divertía desmontarlo, a modo de terroristas y provocadores en que
pervivía el espíritu de las Vanguardias.