Este artículo de prensa de Gabriel García Márquez fue publicado por El País en 1981. Lo leí entonces y no lo he olvidado nunca. Leedlo y sabréis por que´.
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"Un
maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran
amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de soledad. La
chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro,
sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su
padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos,
y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor
armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: ¿qué
significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad? Se
refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor
Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y
soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente
Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.Ese mismo año,
mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en
Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer
cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba.
Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la
tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: «Es el gallo de
los huevos de oro». Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el
alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del
coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré
una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado
para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el
pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta.
Desde
hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura
pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fe para quien la abuela
desalmada, gorda y voraz, que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una
deuda es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba
que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la
ascensión en cuerpo y alma de la virgen María. Otro dictó una clase completa
sobre Herbert, un personaje de algún cuento mío que le resuelve problemas a
todo el mundo y reparte dinero a manos llenas. «Es una hermosa metáfora de
Dios», dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el
descubrimiento de que El otoño del patriarca tenía la misma estructura
del tercer concierto de piano de Bela Bartok. Esto me causó una gran alegría
por la admiración que le tengo a Bela Bartok, y en especial a ese concierto,
pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos, críticos. Un
profesor de literatura de la Escuela de Letras de La Habana destinaba muchas
horas al análisis de Cien años de soledad y llegaba a la conclusión
-halagadora y deprimente al mismo tiempo- de que no ofrecía ninguna solución.
Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a
la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.
Debo
ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran
decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa
despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso
sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de
animal pudo haber sido. Creo que hubo en realidad un tiempo en que las
alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de las botellas. Creo que
la burra de Ballam habló -como lo dice la Biblia- y lo único lamentable es que
no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las murallas de Jericó
con el poder de sus trompetas, y lo único lamentable es que nadie hubiera
transcrito su música de demolición. Creo, en fin, que el licenciado Vidriera
-de Cervantes- era en realidad de vidrio, como él lo creía en su locura, y creo
de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre
las catedrales de París. Más aún: creo que otros prodigios similares siguen
ocurriendo, y que si no los vemos es en gran parte porque nos lo impide el
racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de
literatura.
Tengo
un gran respeto, y sobre todo un gran cariño, por el oficio de maestro, y por
eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los
induce a decir tonterías. Uno de mis seres inolvidables es la maestra que me
enseñó a leer a los cinco años. Era una muchacha bella y sabia que no pretendía
saber más de lo que podía, y era además tan joven que con el tiempo ha
terminado por ser menor que yo. Fue ella quien nos leía en clase los primeros
poemas que me pudrieron el seso para siempre. Recuerdo con la misma gratitud al
profesor de literatura del bachillerato, un hombre modesto y prudente que nos
llevaba por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas.
Este método nos permitía a sus alumnos una participación más personal y libre
en el prodigio de la poesía. En síntesis, un curso de literatura no debería ser
mucho más que una buena guía de lecturas. Cualquier otra pretensión no sirve
para nada más que para asustar a los niños. Creo yo, aquí en la trastienda".
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1981, Gabriel García Márquez /ACI.